domingo, 17 de enero de 2016

La herencia de la Madre

No parece descabellado pensar que, a esta altura, la familia infeliz ha degenerado en tópico literario. El lugar común, no obstante, tiene una condición misteriosa: cuando resulta atractivo permite descubrir a los buenos escritores. En efecto, el camino trillado florece en manos competentes, acaso porque llega el hueso de la condición humana. Recibir amor de los padres es una necesidad primordial, eterna; su carencia es una fuente constante de infelicidad en cualquier cultura.

Minae Mizumura (Tokio, 1951) explora el tema manido, según los patrones clásicos. Vuelve a comienzos del siglo XX, incluso. La herencia de la madre (Adriana Hildalgo editora, 453 páginas) fue publicada por primera vez por entregas, en uno de los diarios de mayor tirada de un Japón cuya ultramodernidad no quiere renunciar a la letra impresa que nos permite soñar. Como libro, es magnífico. Conmovedor y entretenido, desarrolla una historia que obliga a reflexionar sobre asuntos tan trascendentes como la crueldad de prolongar por medios artificiales la agonía de un ser querido, cuando ese cuerpo martirizado ya ha perdido, prácticamente, toda su dignidad. Qué tema, ¿no?

Los Katsura


La protagonista de la novela se llama Mitsuki Katsura, sufrida hija menor, casada con un hombre infiel, martirizada por su madre. Cargó toda su vida con el peso de la injusticia, pero como suele suceder con las personas con un gran sentido de la ética, siempre consideró que no tenía derecho a sentirse infeliz, a pesar de que las dos personas más importantes de su existencia son ponzoñosas, con un monstruoso egocentrismo. Las responsabilidades agobian a la mujer. Se siente una cincuentona miserable a punto de ser abandonada por una mujer joven. Su marido Tetsuo es un snob al que sólo le preocupa el ascenso social y las conquistas eróticas. La realidad no ha coincidido con los sueños de Mitsuki. Nunca se sintió amada como deseaba. Aunque no le ha faltado nada (incluso estudió en París), quedó atrapada en los hilos viscosos de la infelicidad.

La obra se divide en dos partes. En la primera, asistimos a la larga y dramática agonía de Madame Noriko, la inolvidable madre de Mitsuki. Una mujer con una energía arrolladora, que sometió a sus dos hijas a un trato tan asfixiante como desigual. Abandonó al marido enfermo por un hombre casado y más joven. Como Madame Bovary (ya volveremos sobre este punto), confundió las novelas con la vida real. Las hijas fueron sólo medios para cumplir sus sueños. Y hasta el último aliento, siguió incordiándolas. "Desde el fondo del corazón quise gritar: "Mamá cuándo te vas a morir", recuerda Mitsuki. Qué frase, ¿no? 

La muerte puede no ser algo rápido y sencillo, nos advierte la narradora. Sin embargo, llega, es inevitable. Justamente, la escena crucial del libro es el día en que se apaga la señora Noriko, entre tubos, médicos y enfermeras. Se nos hace un nudo en la garganta. Se nos fuerza a meditar sobre el hecho terrible de que, demasiado a menudo, la muerte de un ser querido es una forma de recuperar la libertad.

La segunda parte -también enriquecida con el recurso del flashback- transcurre en la localidad de Hakone frente al apacible lago Ashinoko. Mitsuki se recluye en un hotel para considerar su relación con Tetsuo. El fantasma de la madre la atormenta. Como otros huéspedes de estadía prologada, la señora es discretamente vigilada por el personal. Se la considera candidata al suicidio.

Japonesidad

La herencia de la madre es la segunda novela de Mizumura que el sello Adriana Hidalgo trae a la Argentina. La primera -Una novela real- es una verdadera obra maestra, que ha sido comparada incluso con Cumbres borrascosas. Hace siete años, este Suplemento recomendaba su lectura con toda convicción.

La prosa de Mizumura es un bálsamo. Suave, delicada, sin estridencias. Incluso agradable al tacto. El texto no carece de sentido poético y se enaltece con referencias clásicas tanto del Japón como de Occidente. A la autora, por cierto, le preocupa que la identidad nipona se haya diluido en ese magma chirle y omnipresente llamado ‘globalización’, por eso se esfuerza por rescatar tradiciones, como el uso del kimono. No obstante, como todo gran artista (especialmente aquéllos que han vivido en el extranjero), Mizumura tiene un espíritu cosmopolita. Le disgusta que en Extremo Oriente se rechacen otras culturas.

La japonesidad es otro valor añadido. Cuando la influencia cultural es poderosa (piénsese en Irlanda o en México, por ejemplo), el entorno cumple en el artista un papel similar a las influencias literarias. Encontramos aquí familias conectadas con sus ancestros, el peso de las convenciones sociales, especialmente la carga de ser mujer en una sociedad que muy lentamente se va desprendiendo de sus escamas falocéntricas. Una curiosidad encantadora: nipones de cierta edad tachan a los besos y caricias de “efusividad a la usanza occidental”.

Hay un juego metaliterario muy interesante. El folletín reflexiona sobre sí mismo. La propia Mitsuki llega a la conclusión de que le debe la vida a una novela por entregas, pues su abuela -una geisha comprada para el matrimonio por un potentado- abandonó a su marido por un hombre veinticuatro años más joven a causa de la tempestad que provocó en su alma la lectura de Demonio dorado, publicada en el diario Yumiuri. La abuela y la madre de la protagonista sufrieron de bovarismo (por Madame Bovary), es decir, confundían la realidad con la ficción. Es difícil culparlas. Desde el Quijote en adelante, la humanidad ha descubierto una verdad terrible: el mundo real parece insignificante comparado con el universo de las novelas.
Guillermo Belcore
 Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa. 
Calificación: Muy bueno 

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