“El pequeño y estrafalario melodrama que se desarrolló en Bosnia el 28 de junio de 1914 tuvo un efecto similar al que podría tener una avispa al picar a un enfermo crónico que, como resultado de ello, enloqueciese y abandonando el lecho, consagrase sus últimos días a destruir el avispero”.
Max Hasting (1)
Hace cien años, en las calles de Sarajevo, un terrorista adolescente descerrajó dos balazos al archiduque Francisco Fernando, heredero al trono austrohúngaro y el único influyente en ese imperio decrépito que no soñaba con hacer la guerra a sus vecinos. A la historia le encantan las paradojas. De esta manera, Gavrilo Princip, un pelele serbobosnio que ni siquiera tenía la talla para ser llamado a filas, proporcionó el detonante (de ninguna manera la causa) del hecho capital del siglo XX, la Primera Guerra Mundial, también conocida como Gran Guerra.
Aquella carnicería diseminó semillas malignas que aún dan frutos envenenados. En Medio Oriente, por ejemplo, con sus mapas contra la naturaleza de los pueblos. O en las vocinglerías de los bolcheviques nostálgicos o de los neonazis. El totalitarismo -como ha sentenciado el gran historiador John Keegan (2)- fue la continuación de la I Guerra por otros medios.
Mirado desde el cómodo siglo XXI, el primer conflicto global causa una sensación de tragedia, futilidad, de matanza de los inocentes. Entre el 28 de julio de 1914 y el 11 de noviembre de 1918 murieron en el campo de batalla casi diez millones de personas. Se usaron, por primera vez, armas diabólicas como el gas mostaza. Ninguna de las grandes ciudades europeas fue destruida, básicamente se trató de una guerra rural. No obstante, millones de civiles sufrieron daños físicos y psicológicos irreparables. Cuatro imperios (el alemán, el austrohúngaro, el turco y el ruso) colapsaron; otros dos se arruinaron moral y económicamente (el inglés y el francés). Una civilización entera se estragó: el aristocrático orden liberal, surgido de la Ilustración europea, dio paso a la democracia de masas, el futuro sería de los que los pueblos quisieran o de quienes tuviesen la habilidad de manipularlos. Hasta el arte cambió por completo. La devastación de la Gran Guerra sentó las bases de una epidemia de gripe aún más letal (18 millones de muertos en todo el mundo) y generó una paz tan precaria que al cabo de escasos veintiun años el mundo estaría otra vez con las armas en la mano. Y el horror sería aun mayor: cinco veces más destructivo en vidas humanas e incalculablemente más costoso en términos materiales. Quizás los historiadores del mañana consideren la I y II Guerra Mundial como el mismo enfrentamiento con un débil armisticio en el medio.
Las causas
¿Pero cómo fue posible semejante suicidio? ¿Se trata de un caso de locura colectiva? En cierto sentido, sí. Pero en tren de buscar explicaciones racionales, puede concluirse que la Guerra Guerra fue la consecuencia lógica de un par de factores:
1) un orden internacional apocalíptico en el que competían dos bloques armados de proporciones colosales;
2) el choque de dos ideas tan atávicas como desestabilizadoras: el imperialismo germano vs. el paneslavismo.
En su monumental ensayo Diplomacy (3), Henry Kissinger compara el mundo bipolar de 1914 con la guerra fría, con la salvedad de que aquel escenario era mucho más volátil que el que protagonizaron Estados Unidos y la Unión Soviética. Cualesquiera de los cinco o seis jugadores europeos de primer nivel tenía el potencial para arrastrar a los demás a la perdición como consecuencia de un rígido sistema de alianzas que, en apenas dos décadas, sepultó el Concierto de las Naciones que había mantenido la paz continental (sólo hubo guerras regionales breves y profesionales) desde los tiempos napoleónicos.
Dos bloques antagónicos se habían enquistado en el Viejo Continente, uniendo antiguos adversarios y competidores territoriales: la Triple Entente (¡Gran Bretaña, Francia y Rusia en un mismo bando!) vs. las Potencias Centrales (Alemania, Austria Hungría e Italia, aunque está última en el momento de la verdad cambiaría de bando). Era un juego de suma cero. La confrontación era el método estándar de la diplomacia y cada crisis se volvían más difícil de resolver que la anterior, pues se convertían en una suerte de test de virilidad. Se creía (hoy también) que una política exterior firme y expansionista era la mejor cura para las enfermedades nacionales, y en especial para contener al ascendente socialismo. Así las cosas, ni siquiera los estadistas más cultos e inteligentes llegaron a percibir la gravedad del rumbo de los acontecimientos a comienzos del siglo XX. Cualquier cosa provocaba un alboroto (el papel de los diarios sedientos de sangre no puede ser subestimado). Sin embargo, lo que hoy resulta evidente es que el fatídico desenlace no se precipitó por el fervor nacionalista de las masas, sino por las decisiones de grupos de poder muy reducidos en el seno de siete países.
Es que por debajo de un establishment cosmopolita que compartía una religión y una cultura común existía un submundo siniestro: la Europa de los soldados. Millones de personas habían aprendido a usar un rifle o a marcar el paso. Las potencias se habían embarcado en una febril carrera armamentista (más y mejores armas, movilización total de los hombres y recursos) que incluía minuciosos planes de guerra, con cronogramas de hierro, sin control alguno de los gobernantes. El Ejército alemán -la más eficaz máquina de guerra que se había visto desde los romanos- era un Estado dentro del Estado. John Fitzgerald Kennedy pudo en 1962 frenar los bombardeos a Cuba durante la crisis de los misiles y así salvo al mundo de una hecatombe nuclear; el Kaiser, ese trastornado, no hubiera podido hacer lo mismo. El casus belli había escapado del control civil. Por eso, después de 1918 acuñaría el premier francés George Clemenceau su famosa frase: “la guerra es una asunto demasiado serio como para dejárselo a los militares”.
Sarajevo, sangrienta
Y los Balcanes eran un polvorín. En el vientre de Europa (el Cercano Oriente, según la visión de Londres) hubo dos guerras a principios de siglo XX. Sobre los restos del Imperio Otomano, emergió la belicosa Serbia que ambicionaba crear un gran Estado paneslavo que integraría a varios millones de súbditos de los Habsburgos. A la postre, los serbios lo lograrían (Yugoslavia duró setenta años) pero a un altísimo precio: Serbia perdió el 15% de la población en la Gran Guerra, una tragedia atroz comparada con el 2 al 3% de Alemania, Francia o Gran Bretaña.
Vale decir, Serbia era el enemigo mortal del políglota y decadente Imperio Austrohúngaro, que en 1908 le había infligido otra humillación: anexó la actual Bosnia-Herzegovina. Rusia era el gran protector de Belgrado. Y Alemania el de una Viena que sólo necesitaba (y buscaba) un pretexto para ajustar cuentas por vía de las armas con los serbios.
En la era previa de 1914, el terrorismo era, como hoy, endémico, aunque su matriz era básicamente anarquista o ultranacionalista. Uno de sus patrocinadores fue la Mano Negra, organización secreta serbia copiada de sectas similares de Alemania o Italia del siglo XIX. La Al Qaeda de entonces puso la Browning en las manos inexpertas del alfeñique Princip y bombas en la de sus seis secuaces, apenas trascendió que el heredero al trono austrohúngaro visitaría Sarajevo a fines de junio. Una visita imprudente, una provocación casi. Pero fue un conjura tan chapucera -hasta el punto de lo ridículo- que sólo tuvo éxito por dos factores inexorables:
a) El azar (tras salir ilesos de otro atentado, el archiduque y su esposa aparecieron por casualidad la esquina donde aguardaba Gavrilo).
b) La negligencia austríaca. Se dijo que los funcionarios imperiales de Sarajevo habían dedicado más energía a discutir los menúes y los temperaturas de los vinos que a la seguridad de su huésped de honor.
Reguero de pólvora
El asesinato del archiduque y su consorte plebeya conmovió al mundo civilizado. Fue un asunto de honor nacional y prestigio, no sólo había intereses en juego como en las disputas por el norte de Africa o las guerras balcánicas de 1912. No obstante, en las primeras semanas de crisis se creyó que el conflicto estaba focalizado. ¿Ir a la guerra por Serbia?, impensado en Londres y París. Pocos percibieron que Viena tenía en sus manos un cheque en blanco librado por los alemanes para la destrucción de Serbia; y San Petersburgo lo mismo, para impedirlo, pero entregado por los franceses. El fatal juego de alianzas convirtió un asunto local en una tragedia sin precedentes. Hoy se considera que la movilización rusa del 25 de julio fue el hecho decisivo del comienzo de las hostilidades, ya no podría haber marcha atrás, pero está claro que si alguien deseaba un enfrentamiento continental en 1914 era Berlín.
En efecto, cuando se presentó la oportunidad de empezar la guerra, Alemania se aferró a ella como el náufrago a su tabla. La poderosa nación germana tenía las mejores barajas en la mano. Aunque no era un estado absolutista a la manera de Rusia, conservaba el carácter de autocracia militarizada, paranoica y temerosa del avance socialdemócrata en su seno. El jefe del Estado Mayor, Helmut von Moltke (el joven) tenía un apetito insaciable por una confrontación europea. Predominaban las fantasías wagnerianas. Si hay guerra, es mejor que sea ahora antes de que los rusos y franceses completen su rearme, pensaba el generalato alemán en junio de 1914. Sus garantías de seguridad a los aventureros de Viena -desesperados por conservar sus provincias eslavas de la agitación serbia- fueron la causa primordial del estallido.
Con la invasión austrohúngara a Serbia y la de Alemania a Bélgica (otro enorme gaffe diplomático que confirmó la entrada en guerra de Gran Bretaña) comenzó la producción en masa de la muerte. Al comienzo, hubo celebraciones frívolas en todas las grandes ciudades, sin embargo la idea de que Europa recibió la catástrofe con los brazos abiertos está hoy muy matizada, sino desacreditada. Muchísima gente reflexiva estaba horrorizada. Y seis meses después ya se asumía que era una verdadera tragedia.
Muchas figuras extrañas, de corta inteligencia, se disputaban el escenario político en 1914. La paz requería de un estadista de talla y en ninguna potencia los había. Todos los planes de Alemania se basaban en noquear a Francia en cuatro semanas a lo sumo, para después volverse contra Rusia. El Imperio Austrohúngaro fue con la convicción de arrasar a su pequeño y revoltoso vecino antes de la Navidad. Rusia desenvainó la espada en defensa de Serbia, y Francia honró sus absurdos compromisos con el odioso zar. Las matanzas comenzaron de inmediato: en la era de las ametralladoras había una fe exagerada en el coraje humano y la carga con bayoneta. Simplemente la clase gobernante no tenía idea del poderío bélico que tenía entre manos. Fueron cuatro años de picadora de carne en las trincheras occidentales (símbolo perfecto del empate militar) y en los escenarios bélicos globales, también nuestras islas Malvinas. Gavrilo Princip no vería el final. Murió de tuberculosis en la cárcel de Terezin, en la actual República Checa.
El mundo entero, y sobre todo los jefes militares, esperaban una guerra corta y brutal que resolviera de una vez por todas las cuestiones internacionales del momento, incluso las tensiones internas.
Guillermo Belcore
- Fuentes:
- (1) - 1914, el año de la catástrofe. Max Hasting. Crítica. Edición 2014
- (2) - The First World War. John Keegan. Pimlico. Edición 1998.
- (3) - Diplomacy. Henry Kissinger. Simon & Schuster. 1994.
- (4) - La Gran Guerra. Peter Hart. Crítica. Edición 2014.
Publicado hoy en la página central del diario La Prensa.
1 comentario:
Muy buena reseña. Muy buena.
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