POR GUILLERMO BELCORE
Puede que se trate de mera ignorancia. Sin embargo, hasta donde sé no existe todavía algo así como una literatura de las guerras de los Bush, uno de los acontecimientos más trascendentes de nuestro tiempo, cuyas consecuencias malignas aún se padecen (es el caso del demoníaco Estado Islámico). Hay toneladas de ensayos y una vibrante filmografía, pero la ficción sólo ha abordado esos desastres de manera tangencial, o al menos la ficción estadounidense que ha llegado al español. Como excepción, puede mencionarse Estimado Sr. Bush (Emecé, 2003, pinche aquí) en una muy buena colección de cuentos de Gabe Hudson, infante de marina en la Operación Tormenta del Desierto. Norman Mailer se ha ido, Philip Roth anunció su retiro y Don Dellilo parece cansado. No obstante, otro de los grandes nombres de la narrativa estadounidenses decidió, afortunadamente, tomar el toro por las astas. Joyce Carol Oates (Lockport, Nueva York, 1938), la más prolífica escritora de la Unión, usa como materia prima de su última novela el drama de los veteranos de la Operación Libertad Iraquí.
Léase este párrafo magnífico de Carthage (Alfaguara, 533 páginas, 2014):
“El país se estaba llenando de excombatientes. En recónditas zonas rurales de los Apalaches, en comunidades hispanas del oeste y del sudeste, en los estados de las Grandes Llanuras, así como en el oeste y el norte del estado de Nueva York, habían aparecido los excombatientes de la cruzada contra el terror: los heridos que apenas podían andar, los (visible o invisiblemente) mutilados, los discapacitados. En automóvil a lo largo del río, por la ciudad o por los barrios obreros de Carthage, Zeno los veía cada vez con más frecuencia, algunos jóvenes, otros jóvenes con aspecto de viejos, con muletas, en sillas de ruedas. De piel oscura y de piel clara. Bajas en combate. Ahora que las guerras de Afganistán y de Iraq estaban terminando, los ex combatientes regresaban a la vida civil, desechos sobre la playa después de retirarse la marea”.
Lo mismo que ha ocurrido en la Argentina con la absurda guerra de Malvinas. La sociedad estadounidense vislumbra a los veteranos, nos dice J.C. Oates, como “desechos sobre la playa después de retirarse la marea”… Tremenda comparación. Las guerras de los Bush las ha librado un grupo de jóvenes marginales, supervisados por los halcones blancos del Pentágono. Chicos que corrieron a enrolarse por razones equivocadas (impresionar a un padre ausente, por ejemplo), en medio de las oleadas de fervor patriótico. Tremenda estupidez. Los hijos de los dirigentes políticos ya no se alistan en las Fuerzas Armadas y si lo hacen no van a la primera línea de la infantería.
TRAGEDIA CLASICA
Llego el momento de hablar de la trama de Carthage, acaso la mejor novela de J.C. Oates de los últimos años, como han sentenciado varios críticos. Viajamos al norte del estado de Nueva York, a un salivazo de distancia del Canadá. Es la América profunda, donde un profesor puede ser suspendido de empleo y sueldo por enseñar la teoría darwiniana de la evolución, excluyendo el creacionismo. Es la región de los Adirondacks donde la mayoría de la gente es incapaz de distinguir Irak de Afganistán, pero no faltaron voluntarios para carne de cañón de las guerras de los Bush.
Se nos presenta a los Mayfield, alta burguesía ilustrada de la ciudad de Carthage. El padre, Zeno, abogado y miembro destacado del partido Demócrata, fue uno de los pocos alcaldes de todo el norte de Nueva York que no ha sido investigado y menos aún acusado, juzgado y condenado por malversación de fondos. La esposa Arlette es un dechado de virtudes y de compasión. Dos hijas. Juliet, hermosa, buena y popular, todo el mundo la adora; Cressida, feúcha, la hija difícil, la que es todo un reto querer.
Bien, si la guerra es uno de los polos del libro, el segundo explora uno de los dramas familiares más comunes y por lo tanto retratados en el arte: los celos entre hermanos. Entre esos dos polos circulan los conflictos primordiales de la novela. "Existen cuentos de hadas en los que una hermana es la buena y la guapa; en los que una hermana ha recibido todas las bendiciones. Y la otra hermana esta maldita. Yo soy esa hermana. La hermana sin solución posible. Todavía sigo viva; un error que aún no ha sido corregido", reflexiona la amargada Cressida, con tintes shakesperianos (ya volveremos sobre el punto, es una de las claves del libro). El calvario pues de una adolescente -a la que se hiere con demasiada facilidad- de haber nacido lista pero fea.
Juliet está enamorada y planea casarse con un chico recto, pero algo tonto. Brett Kincaid, clase trabajadora, no es un escéptico, no es una persona crítica que se plantee preguntas. Ser idiota se paga muy caro en todas las épocas. El cabo vuelve roto de Irak, inválido a los 26 años, aunque no resulte tan visible. Rompe el compromiso con Juliet. Una noche de cristal que se hace añicos, Cressida va el encuentro de Brett en un bar peligroso, de motoqueros. Salen juntos y se desata una tragedia que arruinará la vida de todos los protagonistas. No podemos añadir una coma más, la novela da giros tan tortuosos como las carreteras del norte de Nueva York.
PROSA COMPROMETIDA
Nadie puede decir con seriedad que J.C. Oates, una trabajadora de cuello azul, sea una depurada estilista. No sólo porque cada párrafo carece de un buen trabajo de lima, sino porque los defectos son notorios. La carne de Carthage tiene demasiada grasa: redundancias, sensiblerías, algún giro inverosímil, obsesión por decirlo todo, ausencia de ironía. Sin embargo, los ripios en ningún momentos estropean la obra, a lo sumo hacen rechinar los dientes a los lectores pretenciosos, como quien esto escribe. La arquitectura, tan ambiciosa, es lo que redime al conjunto. La novela relumbra, además, en la amorosa atención que presta la autora a los personajes secundarios. O en sus registros de cultura clásica, que van desde los nombres (Julieta, Cresida, Cartago, Zenón) y las citas, hasta el tono shakesperiano y bíblico de las historias, e incluso en la exaltación de Sócrates. También se han encontrado ecos de Dostoievski. La señora Oates nos propone como himno de la humanidad el Concierto para piano en do mayor número 21 KV 467 de Mozart, pero de una humanidad expurgada de todo lo que es feo, grosero, ordinario y vicioso.
Uno no puede dejar de admirar, por cierto, la concepción artística que sostiene el libro. Es un peñasco que siempre queda intacto después del paso de la marea de las modas. La dama neoyorquina, profesora en Princeton, cree a pie juntillas en el compromiso del escritor con su tiempo. Al mismo tiempo, de denunciar las flagrantes injusticias, el literato debe enseñarle a sus lectores como funcionan realmente las cosas en la vida real. En Carthage se dedican unas cien páginas a una visita a una centro penal de máxima seguridad en las zonas rurales del estado de Florida. Una verdadera casa de locos, poblada con hombres furiosos por la abstinencia sexual y la frustración de haber perdido la libertad. Se describe minuciosamente como el Estado democrático ejecuta a los descarriados. La digresión constituye uno de los puntos más altos del libro.
J.C. Oates acuña una sentencia que le encantará a nuestros peronistas: “Nada importa de verdad excepto la justicia social“. Plantear la inhumanidad de las cárceles es el segundo de los propósitos morales de la su novela cincuenta y tres (puede que sean más). El primer imperativo categórico lo habíamos mencionado más arriba: denunciar que la fiebre patriótica conduce a un sólo lugar infame: la guerra. Y la guerra es una cosa monstruosa que convierte en monstruos a quienes participan de ella.
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.
CALIFICACION: MUY BUENO
PD: Sin duda, el mejor libro que he leído hasta ahora de J.C. Oates. Aquí se comentan otras dos novelas meritorias:
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