Los frutos de la ambición desaforada son letales. Para una persona o para un país. Arruinaron, por ejemplo, a Alemania; y también condujeron a la muerte al joven terrateniente Herbert Schröeder, gran amor de la maestra Olga Rinke, protagonista de la novela más reciente del juez Bernhard Schlink (Bielefeld, 1944).
Está mal, se nos dice, que una gran nación o un individuo no sepan medir sus fuerzas. Pero en el caso de la literatura, la ambición sigue siendo un factor decisivo. Un Thomas Mann o un Günther Grass creaban extensas, pesadas, magníficas maquinarias narrativas, que aspiraban a retratar buena parte de su época.
Hoy en día, un Thomas Pynchon o John Irving -por citar dos casos ilustres- mantienen la llama sagrada de su majestad la Novela Oceánica. El señor Schlink, por el contrario, ha preferido tratar en Olga (Anagrama, 254 páginas) la dramática historia alemana a vuelo de pájaro, lo que resulta decepcionante.
En la página sesenta, por ejemplo, Herbert viaja a la Argentina a principios del siglo XX en busca de aventuras. El lector se frota las manos, pero el autor despacha el asunto en... ¡cinco párrafos! (una página y media). Y lo mismo con la Segunda Guerra Mundial. Uno se siente tentado a pensar que Schlink es algo así como el Pablo Ramos de la literatura alemana: un escritor absolutamente sobrevaluado.
¿Qué tenemos aquí? Una historia de amor imposible y el ciclo existencial de una mujer valerosa que desafió las convenciones de su tiempo. También, el mensaje que mencionábamos en el primer párrafo. Demasiado explícito. Esta columna coincide con Jorge Luis Borges en que los procedimientos oblicuos suelen ser los más eficaces.
Olga nació en la pobreza de Breslau. Su abuela la lleva a Pomerania donde asalta, con éxito, las gruesas murallas del machismo y logra recibirse en el seminario nacional para maestros de Posen. Descubre, intuitivamente, el valor del aprendizaje y el saber.
También se enamora de un amigo de la infancia, el hijo del hombre más rico de la ciudad. Naturalmente, los aristócratas Schroëder impiden que el primogénito se case con una obrera intelectual. Deben limitarse entonces a una relación de amantes en Prusia Oriental (territorio hoy dividido entre Rusia y Lituania), pero lo peor de todo es que Herbert tiene pájaros en la cabeza como tantos de sus compatriotas. Sueña con la grandeza y el destino manifiesto de Alemania. Se la pasa viajando. Hasta que desaparece en una mal concebida expedición al Artico. Olga nunca podrá olvidarlo. Tienen un hijo, pero él nunca lo sabrá.
ARQUITECTURA INGENIOSA
Lo mejor del libro es su ingeniosa arquitectura. Un ensamblaje perfecto de puntos de vista que va revelando hitos de la existencia de nuestra heroína socialdemócrata. Llegados a este punto debemos destacar que Olga comulga con la visión política del autor de la novela, un juez constitucional que gusta de hacer profesión de fe igualitaria: en el amor y en el cementerio somos todos iguales; no hay diferencias sociales y económicas que valgan ante la muerte.
La novela consta de tres etapas. En la primera se narra la vida de Olga en tercera persona. Es la voz de Ferdinand. De niño, había trabado una intensa relación afectiva con la señorita Rinke, modista de la familia, ya en la posguerra, en una apacible ciudad de Alemania Occidental.
La segunda parte fue compuesta en primera persona. Ferdinand quiere reconstruir la existencia de su vieja amiga (murió nonagenaria por culpa de un atentado con bomba), hasta que consigue, de manos de un anticuario de Noruega, las cartas que regularmente le había enviado Olga a Herbert a la remota y gélida Tromsö, incluso cuando el sentido común indicaba que el muchacho estaba muerto. Esas cartas conforman y embellecen la tercera parte.
Por encima de todo, Olga es una novela de ideas. Al prolífico doctor Schlink le interesa denunciar la vacía y peligrosa codicia de su Patria:
"...la perdición había comenzado con Bismarck: éste había puesto a Alemania a lomos de un caballo demasiado grande, que de todos modos no podía montar, y desde entonces a los alemanes los podía una ambición exagerada...".
Esta bien, cuestionar el Deutschland, Deutschland über alles, que tanta devastación ha causado en el planeta, pero se cuelan algunas hipérboles: llega a decirse que el milagro económico tras la desaparición del nazismo también "fue una exageración".
Ese candoroso egoísmo nacional se manifiesta a través de los delirios coloniales y árticos de Herbert (quería ser Amundsen) y de su hijo Eik que participó en el saqueo nazi de Rusia. ¿Por cierto, qué tipo de madre decide abandonar a su retoño porque sus ideas políticas son radicales e inmundas? Es que la señorita Rinke es un personaje plano (como todos los de la novela), que se rige por imperativos categóricos y ñoñerías. Aquí no existen moralidades grises.
La obra satisface, no obstante, las demandas posmodernas. Tiene perspectiva de género. Plantea antinomias fáciles: sabiduría femenina vs. arrogancia machirula. Realismo con faldas vs. fantasías testiculares. La intrepidez varonil es ridícula, sobre todo cuando se viste con pomposos discursos.
Finalmente, algo de la prosa hay que decir. La ausencia de poética y su filosofía elemental tornan monótono al texto. Los capítulos son breves como meada de sapo. Lástima. Con trescientas o cuatrocientas páginas más hubiese sido una gran novela. Pero esto es sólo una opinión. Olga ha recibido desaforados elogios de los críticos de los diarios, incluso en la Argentina.
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.
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