viernes, 25 de octubre de 2019

Entierre a sus muertos

La historia es vieja como Occidente: una persona quiere cumplir con un deber moral -enterrar a un muerto, digamos- pero la polis, el poder real, se opone. ¿Dijimos Occidente? Nos quedamos cortos. ""No hay una sola lengua que yo conozca ni un solo país que no haya creado el personaje de Antígona"", ha destacado George Steiner (1), ese crítico sublime. La historia entonces es antigua como el mundo.
En la novela más reciente de Ana Paula Maia (Nova Iguazú, 1977), el papel de Antígona lo interpreta un quía llamado Edgar Wilson, en una remota carretera del Brasil rural. El hombre va de aquí para allá levantando los animales muertos -desde un agutí a un buey- que yacen sobre la ruta y pueden causar accidentes. Ese es su trabajo. Recoge los cuerpos de las bestias y los lleva hasta una colosal trituradora que los convertirá en abono.
Hasta que un día, siguiendo el rastro de las aves de rapiña, Edgar encuentra a una mujer ahorcada en un árbol. Podría ser una de esas prostitutas que trabajan día y noche en la ruta. No hay quien quiera o pueda hacerse cargo (lo explicamos más abajo); los restos se convierten en festín del urubú. El obrero viola las reglas de su empresa, desafía a las autoridades, y se lleva el cadáver. Su código moral le dice que ninguna persona muerta debería quedar sin sepultura. Lo mismo ocurrirá días después con un motociclista muerto.
Entierre a sus muertos (Eterna Cadencia, 127 páginas) es una novela demasiado breve para nuestro gusto (da la impresión por momentos que es un cuento alargado), pero con una saludable y delicada indagación filosófica.
Volviendo al mito clásico, el papel de Creonte lo cumple aquí la sociedad mísera, codiciosa y burocrática en que se desenvuelven los personajes; el sistema diría un izquierdista de salón. La policía no cuenta con los medios para retirar un cadáver. Las morgues desbordan. Es una mala época para morir, establece alguien. Cuerpos desaparecen, son usufructuados por los mercaderes de la Parca, las familias no pueden enterrarlos. "Millones y millones de hombres y mujeres que no conocen una sola palabra de griego y nunca han oído hablar de Sófocles han visto con sus propios ojos y vivido en sus almas el drama de Antígona", notaba el maestro Steiner.
Acompaña al buen Edgar en su cruzada, un compañero de trabajo, un cura excomulgado por ultimar en defensa propia a un matón, antes de entrar al seminario. Tomás también quiere hacer los correcto. Acostumbrados a tratar con el final de las cosas, no toleran que el cuerpo de una persona se pudra a la intemperie, a la vista de todos, para gozo de los animales carroñeros. Quieren sentirse no felices, sino menos miserables.
Y allí van las dos conciencias rectas por las carreteras sertanejas de una ciudad a otra, buscando una tumba digna y lidiando con lluvias bíblicas y hombres malvados que piensan con el bolsillo. Todo narrado con imágenes fuertes y un finísimo humor negro, de tragicomedia. Se esbozan interesantes subhistorias, como la del taxidermista.
Del estilo siempre algo hay que decir. La prosa de la señora Maia es seca, transparente y funcional como la de Graciliano Ramos, aunque más minuciosa en la narración de los hechos. No se omite nada, pero la voluptuosidad brasileña sólo aparece en el disfrute del buen café. No hay lugar para lo real maravilloso. Cunde el realismo sórdido.
EL RIPIO
Un solo ripio hemos encontrado. Ana Paula tiene un problema con la religión organizada; la detesta, deja entrever. En la página 36, injerta esta frase extemporánea:
"El libre comercio religioso, apoyado en ideas de prosperidad no sólo celestial sino también terrenal, logró por medio de los tres pilares que lo sustentan -culpa, miedo, lucro- construir un nuevo sistema en donde el arrepentimiento y la expiación ya no suponen exclusivamente una recompensa de los cielos, sino también una de este mundo, mediante el viejo modelo de el que paga, recibe".
Parece escrito por uno de esos sociólogos progres que detestan a Bolsonaro, ¿no? Nada tiene que ver con los personajes que aparecen en escena o con la voz del narrador, pero por fortuna, es el único exabrupto. 
Más respetable es la decisión artística de convertir la fe de los pobres y de los desesperados en el segundo gran tema de la novela. "Dios y dolor es lo único que se ve las rutas". "La muerte y lo sagrado están siempre juntos", reflexionan los amigos justicieros. 
Nos quejábamos más arriba de la avara cantidad de páginas; uno se queda con ganar de seguir explorando el seductor Brasil de tierra adentro. Pero un amigo nos advierte que Edgar Wilson -siempre ligado a la muerte- y el pauperismo campestre en general han aparecido en obras anteriores de Maia. El periodismo le ha preguntado a la escritora si Entierre a sus muertos debe ser leído como el final de una trilogía (2). O como el tercer volumen de una saga que Dios quiera continúe. 
Nadie nace solo, nadie debería morir solo. La carne no debe quedar expuesta a la vejación. Esos son los poderosos mensajes sofocleanos que nos ofrece una nueva estrella en la constelación literaria brasileña. 
(1) George Steiner en diálogo con Ramin Jahanbegloo, Anaya & Mario Muchnik, edición 1992.
(2) "De ganados y de hombres" (2013) y "Así en la tierra como debajo de la tierra" (2017).

Calificación: Bueno


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