Por David Lagercrantz
Destino. 581 páginas
Solíamos los muchachos de antaño entretenernos con Bomba, el muchacho de la selva, colección escrita por diferentes plumas y popularizada en la Argentina por el legendario sello Robin Hood. A fines de los años setenta, devoraba las peripecias de un joven Tarzán del Amazonas, luchando contra anacondas, jaguares y exploradores envilecidos. Eran libros divertidos, atrapantes, pero hoy sólo podría recomendarlo a personas de no más de dieciséis años. Bueno, lo mismo ocurre con el latido postrero de la saga Millennium, uno de los más exitosos productos de exportación de Suecia.
En este siglo, se vendieron más de cien millones de copias de las aventuras de Lisbeth Salander. La extraordinaria criatura cultiva el punk y es uno de los hackers más eficaces del planeta. Flaca como un palo, puede, además, partir en dos de una patada a un matón de dos metros de alto.
Lisbeth ha surgido de la imaginación del periodista Stieg Larsson, quien, por culpa de un infarto de miocardio en 2004, no logró ver sus tres novelas publicadas y aclamadas en todo el mundo. Sus herederos (hubo una feroz batalla judicial de por medio) consideraron pertinente continuar con el negocio y contrataron a otro periodista, David Lagercrantz (Solna, Suecia, 1952), para componer otra trilogía (1).
Acaba de aparecer el último volumen. Jura la contratapa que aquí termina la saga Millennium, pero con la industria editorial nunca se sabe. Ya llevamos, por otra parte, cinco adaptaciones al cine (tres producciones suecas, dos de Hollywood).
En este universo de partículas elementales, el segundo gran personaje es Mikael Blomkvist, alter ego de Larsson. Periodista de investigación de la revista independiente Millennium, amigo para siempre (y con derecho a sexo) de la colérica y anarcoide Lisbeth.
En su última correría, brega para esclarecer la muerte en Estocolmo de un mendigo con rasgos orientales, que está vinculado -de alguna forma- con el ministro de Defensa sueco, un político en ascenso hasta que osó denunciar la intromisión del Kremlin en el reino.
La segunda línea argumental de La chica que vivió dos veces despliega la batalla final entre Salander -que ahora tiene un aspecto mucho más pulcro, los piercings han desaparecido y usa el pelo corto- y su malvada hermana. Es Camilla-Kira una de esas bellezas que cortan el aliento (¿son gemelas o no?), y está vinculada con agentes de inteligencia y mafiosos rusos. Este es un punto importante de la trama.
Si hay algo que puede elogiarse en el libro, en efecto, es que indaga en uno de los submundos más revulsivos de la política internacional: las fábricas de trolls de la Federación Rusa, el brazo clandestino del GRU que con ataques de hackers y campañas de desinformación siembran el caos y potencian el odio. Se ha denunciado su influencia deletérea en elecciones occidentales, siempre de acuerdo a los intereses del zar Vladimir I. Uno de los beneficiados, al parecer, fue Donald Trump.
Como idea general, podría decirse que para un lector más o menos experimentado resulta difícil llegar hasta el final de una novela cuya potencia estética es de menos diez. He aquí otro caso. El libro carece de densidades estéticas, psicológicas y temáticas (con la excepción de los hackers rusos, como se mencionó). Entretiene, a lo sumo. ¿Ya dijimos que la prosa de Lagercrantz es para adolescentes?
Naturalmente, la historia, con su módico suspenso y su acción trepidante del final, no se mueve un milímetro de los andariveles de la corrección política, lo que siempre contribuye a multiplicar el tedio. Lisbeth, quien en su momento quemó vivo a su padre abusador, es una heroína feminista que aquí no duda en torturar con una plancha a un marido que golpea a su esposa.
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