El moscardón imaginario XXXV
Que la naturaleza copia al arte es cosa sabida, al menos desde que Oscar Wilde pronunció su admirable sentencia. El club de los optimistas incorregibles, novela que acabo de comentar, desborda de anécdotas deliciosas. La que aparece en la página 524 ha atrapado mi imaginación y me permitió inferir que la realidad también gusta de copiar a las farsas de la televisión. La transcribo. Díganme si no les parece un episodio de Los tres chiflados.
“Ocurrió a finales de noviembre de 1917. Una época trágica. A principios de mes, los bolcheviques han triunfado en su golpe de mano y han derribado al gobierno de Kerenski. Su poder sólo pende de un hilo. Para llevar bien adelante la revolución, tienen que firmar la paz con los alemanes. Cueste lo que cueste. Trotski va el timón. Pide que se inicien negociaciones. Para los alemanes, es la oportunidad de repatriar las tropas empantanadas en el frente ruso para volver a desplegarlas en el frente occidental y ganar la guerra merced a esos refuerzos decisivos. Las conversaciones van a comenzar en Brest-Litovsk, donde está el Estado Mayor alemán. La delegación rusa, a cuyo frente está Kámenev, se da cuenta de que no hay en ella campesinos, siendo así que éstos constituyen el ochenta por ciento de la población rusa. Como el gobierno bolchevique quiere dar la impresión de que tiene todo el pueblo detrás, se ponen a buscar a un campesino. En Petrogrado, desierta y cubierta de nieve, se topan con un campesino viejo y barbudo, de pelo hirsuto y ropa no muy limpia, que está comiendo con los dedos, mugrientos, un arenque ahumado. Lo meten en la delegación como representante del campesino revolucionario. Román Stashkov, tal es su nombre, llama la atención en los banquetes diplomáticos por sus modales rústicos y su exuberancia y su jovialidad fuera de lugar. No está acostumbrado ni al champán ni a la comida en abundancia. Come con los dedos, se limpia en el mantel, le da palmadas en el hombre al temido general Max von Hoffmann y hace reír al impávido príncipe Ernst von Hohenlohe cuando se lleva los cubiertos debajo del chaquetón. Al principio, los alemanes creen que es un simulador de altos vuelos que se comporta de forma maquiavélica para sacarle sus secretos. Tardan dos meses en caer en la cuenta de que no es sino un aldeano que está allí por casualidad. Lo más gracioso es que le saca dinero a Kamenev amenazando con largarse. Su ignorancia total de lo que estaba en juego no impidió que entrase en los anales de la historia como uno de los negociadores de ese tratado”.
Jean-Michel Guenassia propone que se componga un libro con la historia de Román Stashkov, el buen campesino. Yo sugiero que, usando los prodigios de la animación computada, se recree un capítulo de esa maravillosa saga que me encantaba de niño y me encanta de grande. Aquí, un esbozo del guión:
Primera Parte:
“Un salón enorme en un edificio imperial de San Petersburgo. Deliberan los popes bolcheviques. En unos días deben reunirse con el alto mando de la Alemania del Kaiser para firmar el cese del fuego. Hace mucho, mucho frío. Suena la puerta: toc toco toc toc; toc toc. Entran tres proletarios con aspecto de indigentes. “Venimos a reparar la chimenea, nos manda Stalin”, dice el jefe del grupo, un hombre retacón con flequillo negro. Los otros dos dejan caer sus pesadas bolsas sobre el pie de su compañero, que aúlla y les entrella las cabezas como represalia. Los comunistas están preocupados, necesitan mostrarle a los germanos que ellos representan al pueblo. Necesitan genuinos vicarios del proletariado. A Bujarín se le iluminan los ojos: ¡allí están, a un par de metros de distancia! Lenín aborda a los plomeros. "Caballeros", les dice. El trío mira hacia atrás, no se da por aludido en un primer instante. Cuando caen en cuenta, el hombre de calvicie prominente con dos matas de pelo esponjoso reacciona indignado: "No ha habido un caballero en nuestra familia en diez generaciones", brama. El jefe le da una bofetada y ordena al "cabeza de chorlito" callar. Lenin, secundado por Trotsky, les explica que "El paraíso de los trabajadores" demanda su cooperación. Las razones de clase, incluso las patrióticas, no seducen al grupo, pero se dejan persuadir a cambio de comida abundante y vodka.
Segunda Parte:
Estamos en el deslumbrante Palacio de Wilanow, a diez kilómetros del centro de Varsovia. Alemanes y rusos celebran el tratado de paz de 1917. Kamenev presenta los "diputados populares" Moevich, Larryev y Curlyn a una condesa de Berlin. El más grueso, totalmente pelado, se inclina para besar la mano de la señora y le arranca con los dientes el grueso diamante de la sortija. El de flequillo (Moevich se llama) lo aparta para regañarlo. Quiere ser convincente. Usa una antiquísima tradición del campesinado ruso: el piquete de ojos. Pero cuando golpea a su camarada en el estómago, grita de dólor. El muy pillo de Curlyn, tal es su nombre, escondía debajo de la pechera del esmoquín una bandeja de plata robada. Un oportuno puntapié en el trasero delata que el gordinflón también rapiñó los cubiertos. Lenin y Bujarin observan alarmados. Temen que el pacto se vaya al garete.
Mientras tanto, Larryev hace que comprende una animada conversación entre Trotsky y el general Von Hoffmann sobre las condiciones del cambio histórico. Interrumpe un camarero, un cabo austríaco de bigotito característico. Hola Adolf, lo saluda el proletario de pelambre rala. Lo despoja de un pastel, pero al ver llegar a Moevich, temeroso, lo arroja al techo. La torta de crema queda en precario equilibrio aplastada en el cielorraso, hasta que Trotski mira hacia arriba y le cae en la cara. Irritado, el futuro jefe del Ejército Rojo se limpia con las manos y busca cobrar venganza. Arroja la porquería a Larryev, pero éste se agacha y la crema termina impactando en la cara de Stalin (dicen algunos historiadores que el georgiano jamás se lo perdonó). Se desata entonces una feroz guerra de tortazos donde los alemanes llevan la peor parte. Cuando todos se cansan, buscan responsables. Los saboteadores, acaso agentes de las podridas democracias burguesas, deben ser fusilados. Los tres plomeros atraviesan los cristales de una ventana y huyen a campo traviesa. Fin. Cortina musical (nana, nana, na nana; nanana, nanana, etc.).
Guillermo Belcore
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