Beatriz Viterbo. Novela, 92 páginas. Edición 2006
El 7 de octubre de 2006 falleció el señor Héctor Libertella. Tenía 61 años, era habitué del bar Varela Varelita y había amonedado fama como novelista, editor, docente y crítico. En algún obituario se lo llamó “gran escritor de culto”, es decir, fue el dios de una feligresía tan diminuta como apasionada. Ha legado a la posteridad este librito con sabor a inclasificable.
El sello Beatriz Viterbo nos informa que la obra tiene una curiosa historia. Nació como cuento para una prestigiosa editorial de Londres, pero el primer intento de los traductores concluyó en rotundo fracaso. Libertella lo convirtió en novela corta y trató de enjuagarlo, pero mientras tanto un tal Jeremy Munday había logrado volcarlo al idioma inglés. Quedaron pues dos versiones. Esta es la más extensa.
A pesar de las correcciones, la trama es cristalina como un jeroglífico. Tras un par de breves parábolas, escuchamos a Rassam, un turco que sirvió a Sir Rawlinson “con tanta precisión como un corte en la garganta”. Se dedicaba a desenterrar tablillas de los asirios, pero pervertía los hallazgos. Viaja luego a Londres donde práctica el arte lapidario de la falsificación. Finalmente se gana la vida fabricando antigüedades repugnantes.
Al parecer, el narrador ha jugado a parodiar, simbolizar, hilvanar oscuras alegorías -un subgénero más bien irrelevante- y también quiso mofarse de los académicos. El estilo, de exquisita sintaxis, recuerda a César Aira, a quien, justamente, le dedica un libro repleto de alusiones y guiños. La nouvelle, redondeando, sólo es aconsejable para el lector que ame las extravagancias. Más allá de su valor literario (o su falta de), circunstancias ajenas e inesperadas lo consagrarán, sin duda, en el panteón de la grey libertellana.
Guillermo Belcore
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