Barrio de Flores (Rivadavia entre Lafuente y San Pedrito). 3 P.M.
Estoy de vacaciones hasta el 2 de setiembre. Puedo consagrarme a la lectura y a la deliciosa vagancia. Después de compartir un rato con mi hijo (¡ay los adolescentes, colmo de horrores!, me echó de su casa porque tiene que dormir la siesta) voy por lo que los norteamericanos llaman un brunch (breakfast + lunch). Aterrizo en un restaurante de Flores que frecuentamos con mi vástago las tardes o noches de fútbol. El Urbano tiene seis televisores, tres o cuatro camareras jóvenes del conurbano profundo y una tarta de jamón y queso fabulosa. Es una empanada redonda de diez centímetros de alto y el diámetro de un plato mediano. El fiambre es abundante. Como la tarde se ha destemplado, lo acompaño, obviamente, con café con leche. El Urbano, aclaro, es el típico bar de hombres. Por alguna razón, no lo frecuentan mujeres solas. Acaso, porque los baños suelen ser inmundos.
Me desentiendo de TN Noticias y de un tedioso partido de tenis. Tengo en mis manos al mejor novelista que ha forjado el Río de la Plata. Estoy leyendo a Juan Carlos Onetti. Como se cumplen cien años de su nacimiento, vuelve a estar de moda. Me han encargado -loados sean los dioses- comentar Dejemos hablar al viento. Después del genial uruguayo, tengo previsto devorar en estas cortas vacaciones a Stieg Larsson, Guimaraes Rosa y Chefjec o Payró. Tres reimpresiones y un libro nuevo.
Bien, el propósito de esta entrada es compartir un pasaje sublime de Onetti. Declara en la página diecisiete que “un hombre con fe es tan peligroso como una bestia con hambre”. La belleza del pensamiento exige transcribir dos párrafos completos. Yo suscribo, letra por letra, esa suerte de ética para la supervivencia que se esboza allí:
“Desde muchos años atrás yo había sabido que era necesario meter en la misma bolsa a los católicos, los freudianos, los marxistas y los patriotas. Quiero decir: a cualquiera que tuviese fe, no importa en qué cosa; a cualquiera que opine, sepa o actúe repitiendo pensamientos aprendidos o heredados. Un hombre con fe es más peligroso que una bestia con hambre. La fe obliga a la acción, a la injusticia, al mal; es bueno escucharlos asintiendo, medir en silencio cauteloso y cortés la intensidad de sus lepras y darles siempre la razón. Y la fe puede ser puesta y atizada en lo más desdeñable y subjetivo. En la turnante mujer amada, en un perro, en un equipo de fútbol, en el número de una ruleta, en la vocación de una vida”.
“El leproso se exalta cuando tropieza, suda olores fosfóricos frente a la oposición más pequeña o sospechada, busca afirmarse pisando cabezas o intimidades tiernas, sagradas. Un hombre contaminado con cualquier clase de fe llega velozmente a confundirla consigo mismo; entonces es la vanidad la que ataca y se defiende. Con la ayuda de Dios es mejor no encontrarlos en el camino; con la ayuda propia, es mejor cambiar de vereda”.
Qué bien escribe Onetti, ¿verdad? Y cuánta razón tiene. Si mal no recuerdo, Nietzsche postulaba que una convicción es una tenaza que nos aferra del cuello y no nos permite pensar. Alabar al “hombre de sólidas convicciones” es entonces un error gravísimo. Son seres que no resulta conveniente mirar, sus lacras son peligrosas. Sospecho que a Borges y a Gregory House no le desagradarían estas conclusiones.
Guillermo Belcore
PD: A quien le interese incursionar en el maravilloso universo onettiano, le recomiendo darse una vuelta por: http://www.onetti.net/
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