miércoles, 7 de octubre de 2009

Cuentos reunidos

Felisberto Hernández
Eterna Cadencia. Edición 2009

Este año será recordado por las reimpresiones. A Murakami, Guimaraes Rosa, Arlt y Lovecraft se suma ahora un cuentista extraordinario. El sello editorial demostró buen criterio al conservar el vocabulario, la sintaxis y la puntuación original de diez espléndidos relatos de Felisberto Hernández (Montevideo 1902-1964), uno de esos heterodoxos que confieren a la escritura una dimensión extraña y en el cual hasta los descuidos resultan encantadores. El volumen, lleno de ternura, trae un prólogo excelente de Elvio Gandolfo. Uno debería reproducirlo completo e irse a desayunar silbando bajito con la satisfacción del deber cumplido. Pero algo hay que decir. Siempre hay que decir algo, ese es nuestro drama. Se describirán entonces algunos textos representativos. Seres “locamente interesantes” pueblan las páginas.

Por los tiempos de Clemente Colling (1942)
El primer relato es extraordinario. Establece Gandolfo que “el modo en que Felisberto se mete con la memoria no se parece al de nadie“. A lo largo de casi ochenta páginas (¡aprendan, vagos!), el uruguayo revuelve los arcanos de un profesor de música ciego que cada vez que se bañaba era un acontecimiento público. En efecto, grandes virtudes y poca higiene definían al patético señor Colling. La evocación es melancólica, pero la sutil irrupción del humor alivia el conjunto. El punto de vista es nostálgico; el recurso de la prosopopeya (palabra fea si las hay) una de las gracias del texto. Leo en la página sesenta y siete está estupenda personificación: “el conventillo apretaba su boca negra, sucia y deshecha en el zaguán y el zaguán respondía al foco que se balanceaba en la mitad de la calle mascullando sombras contra la luz”.

El caballo perdido (1943)
Aquí también la apuesta narrativa es -en términos felisberteanos- una escrupúlosa búsqueda de los últimos filamentos del tejido del recuerdo. El pretexto es el amor frustrado del evocador con Celina, su profesora de piano cuando era un chico de diez años. Hay una morosa acumulación de metáforas y símiles sobre el íntimo acto de rememorar, una prosa impresionista y una audaz especulación filosófica: “los objetos tienen más vida que nosotros”. La azorada mirada infantil ante el femicuerpo (ese prodigio del universo) es una de las cimas de la escritura, a la que -quizás- le sobran algunas páginas.
El acomodador (1947)
Una noche, al despertar, un acomodador roñoso descubre en la oscuridad que una luz sale de sus ojos, una luz de infierno que brilla “como el triunfo de una enfermedad desconocida”. En el prólogo, Gandolfo resalta las semejanzas entre Felisberto y Kafka. Aquí se evidencian. El cuento marcha por el sendero del realismo sórdido y de pronto, con un chasquido de dedos, nos hunde en los abismos simbólicos del surrealismo. Un sabroso disparate que se comenta unas páginas más adelante. En Explicación falsa de mis cuentos (1955), el uruguayo dice: “mis cuentos no tienen estructuras lógicas”; traen “algo que se transforma en poesía si la miran ciertos ojos”; cada cuento “vive peleando con la conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda”.

El cocodrilo
Este cuento (también Nadie encendía las lámparas) pertenece a la estirpe de los perfectos. El tono naif resulta encantador; la simpleza es sólo aparente. Testimonia las penurias del pianista Felisberto para ganarse la vida en pueblos de provincia. Imagina a un vendedor de medias -músico de profesión- que ha desarrollado el arte de llorar a voluntad. La intención de este hombre triste y pobre es tantear al mundo con cosas desacostumbradas. Hay una vaguedad eficacísima en todos los cuentos del volumen. Como escribió Guillermo Piro en su última novela, “sin imprecisión no hay poesía”.

Me despido del libro preguntándome qué tiene el diminuto Uruguay. No ha surgido en toda América latina un novelista como Onetti, un ideólogo como Galeano, un excéntrico como Mario Levrero, críticos como Rodríguez Monegal o Ángel Rama, un cuentista como Felisberto, confirmamos ahora. ¿Meditar sobre la uruguayidad es platonismo trasnochado? ¿Hay algún procedimiento que una a Onetti, Levrero y Hernández? Voy a arriesgar una hipótesis: el hilo dorado es la reflexión sensata, triste y modesta sobre lo incognoscible, sobre el ser inacabado, sobre el misterio que hay en cada persona puesta en el mundo. Nada menos.
Guillermo Belcore

Calificación: Muy bueno

PD: Julio Cortazar también fue conquistado por Felisberto. Corroboralo en http://www.felisberto.org.uy/prolog_cortazar.html

1 comentario:

Alvaro G. Loayza dijo...

Guillermo, justo en éste momento me encontraba leyendo "La vida breve" de Onetti, además de tu post que me evocó algunas de mis memorias felisbertianas, además de que ayer cayó en mis manos "La novela luminosa" de Levrero, que me imagino que tu ya le has hincado el diente, por lo que la urugayidad platónica parece estar revoloteando a mi alrededor como lo hizo algún tiempo atrás cuando escribí un texto en esa vena del cual te pongo el link para ver si ayuda a encontrar otro hilo que refuerce tu poderosa hipótesis. Un abrazo.

http://el-lar.blogspot.com/2008/09/las-letras-de-mario-levrero-y-un-pequeo.html