Barrio de Almagro (Medrano y Bartolomé Mitre). 1.30 P.M.
Vamos hacia Palermo Viejo en busca de un lugar apacible para leer y almorzayunar, es decir lo que los yanquis llaman un brunch. Las terrazas o las veredas de Baraka son la primera opción. Tengo antojo de sus muffins de nuez o frutos del bosque.
En la esquina, María de los Angeles descubre que no tiene el calzado apropiado para caminar veinticinco cuadras. Colectivo o taxi. Vamos a la parada del 151. Un minuto después, me percato de que los treinta grados y pico a la sombra no son una broma. Mejor nos quedamos en el barrio. Elegimos El fuelle, una nueva confizzería que se ha ganado un lugar en el corazón de los almagreños a fuerza de porciones generosas y precios muy razonables. Las meseras, por lo demás no están nada mal.
Mi pareja encarga una ensalada de arroz blanco, zanahoria, tomate y pollo con agua mineral. Teme las iras de su nutricionista. Yo, animalejo de costumbres perversas, voy con el infaltable café con leche secundado con un sándwich de muzzarella, tomate y aceitunas en pan casero, que aquí tiene el tamaño de una zapatilla de Bauza.
Tengo sobre la mesa una obra de arte. La Argentina intelectualoide, siempre tan pendiente del último rizoma francés o la novedad neoyorcaliforniana, nunca la ha celebrado como corresponde. Cuando publique la reseña en el blog, deberé aplicarle una calificación ad hoc, muy por arriba de “excelente”. Gran Serton: Veredas es un libro im-pres-cin-di-ble. ¿Soy claro?
Es maravilloso que un sello nacional en franco ascenso se haya animado a reimprimir la obra maestra del Brasil. Adriana Hidalgo invirtió, incluso, en una nueva traducción. No me siento capacitado para juzgar la técnica de Florencia Garramuño y Gonzalo Aguilar. A mí me parece magnífico su trabajo. No le he pescado ni un ripio. Doy fe que los traductores han logrado capturar y transmitir la belleza conmovedora del texto.
Gran Serton le debe algo -y nada tiene que envidiarle, postulo- a El Quijote, Ulises y Los cuentos de Canterbury. Se trata de un largo e ininterrumpido monólogo de un viejo bandido rural. Nunca aburre, siempre deslumbra. Quisiera detenerme en un solo punto: la exuberancia verbal.
Revela el prólogo de Garramuño y Aguilar que la novela inventó unos ocho mil vocablos. Hay sustantivos que se convierten en verbos (periplear, papagaguear, tempestear) o dos vocablos que se fusionan (ahijadazgo, sagacigato, indacusar). Se atesoran decenas de expresiones del norte pobre y cimarrón: “breve como meada de sapo”, “peor de suerte que una pulga entre dos dedos”, “vigilante como onza que devora carcaza“. Hay muchísimos sobrenombres sabrosos: el Mano de Lija, el Rasga Abajo, el Colmillos de Pez Gato, el Carro de Buey, el Batata Roja, el Zé Bebelo. Aflora lo real maravilloso: flora, fauna, hábitos, naturaleza, mitologías rurales, anécdotas. La escritura esta repleta de palabras fragantes, apetitosas, exóticas, sabias, bellísimas. Joao Guimaraes Rosa (foto) ha alcanzado el grado superlativo del hedonismo literario.
Estoy recorriendo, queridos amigos y amigas, conmovedores castillos de palabras. Disfrutando como nunca antes, creo. Me resulta muy extraño que estas formas alucinadas (palpitan, ¡tienen viva propia!) hayan sido forjadas por un diplomático de carrera que, como refieren sus biografías, era incapaz de cruzar un semáforo en rojo. ¡Ah, el talento en libertad!
Guillermo Belcore
Guillermo Belcore
PD: Este blog contiene una reseña de otra obra de Guimaraes Rosa. Sagarana, una espléndida colección de cuentas. Otra joya de Adriana Hidalgo.
PD II: Libros como éste confirman la absurda pérdida de tiempo que es leer novemalitas, cuentejos, ensayillos. ¡Viva la Gran Literatura!