Luis Sepúlveda
Tusquets. Cuentos, 174 páginas. Edición 2008
Este volumen de cuentos no es para todos. Es muy probable que deleite a aquéllos europeos simplones que creen que la literatura de América latina debe ser el mero abuso de los detalles pintorescos. O a los militantes políticos que subordinan cualquier manifestación artística al mensaje. También será apreciado por los lectores que crean que la sensiblería no es un ripio insoportable.
Luis Sepúlveda (Ovalle, 1949) es un narrador chileno que aquí reitera defectos de Isabel Allende y Eduardo Galeano. Trata a sus personajes con paternalismo. Sucumbe al mito del buen salvaje y tiene el mal hábito de retacear información sin llegar nunca a ser sugerente. Se nota en todas partes la falta de inventiva.
Quizás el mejor relato sea Historia mínima. Un hombre desespera en la espera de una mujer. Lleva un ramo de flores. La gente lo mira con curiosidad o con sorna. No sabemos por qué. Al final, Sepúlveda descubre sus cartas: se trata de un enano. Esta maravilla contrasta con El Vengador, un flojísimo relato policial que ignora o desprecia las reglas del género. El propósito de la composición parece haber sido mofarse de los policías de Hamburgo.
El lector podrá encontrar abundante color local en Hotel Z y en La reconstrucción de la catedral (la Amazonia); y en La lámpara de Aladino (el estrecho de Magallanes). Hay un homenaje al primer squatter de la Patagonia, cuya maldición fue haber hallado monedas de oro. Hay relatos del tumultuoso Chile de los años sesenta y setenta, que incluyen una atractiva reconstrucción de época y anécdotas que van deshilanchándose por las ñoñerías del escritor. Justamente, ¡Ding-dong, ding-dong, son las cosas del amor! alude a un canción de Leonardo Favio y puede ser tachado de versión literaria de las empalagosas baladas románticas.
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.
Calificación: Regular
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