Crítica. 762 páginas, Ensayo de Historia. Edición 2009.
Lugones sugería dejar a los suizos la fabricación de relojes; a los ingleses, la confección de trajes; y a los estadounidenses, el cine. La lectura de este monumental ensayo permite colegir que también debería ser exclusividad británica la historia militar. Antony Beevor es uno de los dos Tucídides de nuestro tiempo (el otro es John Keegan). Ha narrado con pericia la batalla de Stalingrado, la caída de Berlín, la guerra civil española. Combina amenidad con erudición, en dosis exactas. Publica ahora el relato, seguramente definitivo, de la invasión a Normandía.
Beevor se caracteriza por su dedicación a la microhistoria. Emplea técnicas del periodismo. Es un genio para captar el pormenor significativo. Las cartas del soldado raso son una de sus mil fuentes; las páginas están repletas de testimonios. Nos enteramos aquí qué comieron los ciento setenta y cinco mil soldados aliados la noche del desembarco; oímos los chistes que circulaban en la Wermach; nos mofamos del egocentrismo de los generales aliados y de Hemingway, el fatuo; conocemos las mil formas de matar a un ser humano que tiene la guerra. La reconstrucción de las ofensivas es minuciosa, lo que puede resultar algo aburrido para el lector corriente. Pero el libro, en general, se devora con fruición.
El erudito revela una carnicería ignorada durante la batalla que definió la Segunda Guerra. Decenas de miles de civiles murieron en bombardeos angloestadounideses, de escaso valor militar. Ciudades enteras fueron arrasadas. Normandía se convirtió en el cordero pascual que Francia aceptó sacrificar para apurar su liberación. Sorprende, además, la ferocidad de los combates. La tasa de mortalidad superó con largueza la del frente oriental. Fue tal la superioridad aliada (sobre todo en el aire) y la incompetencia del espionaje alemán que el resultado estaba cantado, a pesar de que las armas alemanas eran mejores y que el fanático nazi luchó más disciplinado que el recluta de las democracias. Se concluye que el martirio de los normandos no fue en vano: si el Día D fracasaba, la historia de Europa occidental hubiera sido diferente, hubiera sido funesta.
Guillermo Belcore
Publicado hoy en los suplementos de Cultura de La Prensa y La Capital de Mar del Plata
Guillermo Belcore
Publicado hoy en los suplementos de Cultura de La Prensa y La Capital de Mar del Plata
Calificación: Excelente
PD: El País de Madrid y en Clarín entrevistaron a Beever:
http://www.elpais.com/articulo/semana/Beevor/viaja/Dia/D/elpepuculbab/20090905elpbabese_3/Tes http://www.clarin.com/suplementos/zona/2009/09/27/z-02007016.htm
http://www.elpais.com/articulo/semana/Beevor/viaja/Dia/D/elpepuculbab/20090905elpbabese_3/Tes http://www.clarin.com/suplementos/zona/2009/09/27/z-02007016.htm
5 comentarios:
La obra de Beevor, a excepción de un obstáculo, es inobjetable. Tal defecto consiste en su en ocasiones justificada eslavofobia, sobre todo en lo que toca al período soviético. No intentaré convertirme en detractor de la sangre de los Aliados derramada en esas playas; no hay razón válida para no alegrarse ante la decisiva derrota de los alemanes. No obstante, e igual cosa sucede con aquella conflagración que los estadounidenses llaman Battle of the Bulge, para que el sacrificio y la pericia estratégica de cada sector del bando aliado se sobrepusiera a los restantes, las estadísticas fueron henchidas más allá de la exageración de un Heródoto. Desde mediados de 1943 Alemania combatía a la defensiva y padecía una campaña de bombardeo que, sumada a los sabotajes y atentados cometidos por las distintas resistencias, minaban el esfuerzo de guerra. De idéntica manera el nazismo comenzó a extrañar el otrora interminable fluir de materias primas hacia el corazón de la Festung Europa.
Es verdad que la campaña de Normandía había sido ganada con anticipación por los angloamericanos; el ejército alemán, que nunca había sido invencible, era una sombra de su pasado, sin cobertura naval ni aérea. Las mejores unidades se hicieron añicos en el frente oriental, y no sólo en Stalingrado, sino también en la malhadada ofensiva de Kursk y en la catastrófica (para los alemanes) Operación Bagration de Junio de 1944. Aun así, pocas veces el Alto Mando alemán se dignó a distribuir sus fuerzas más aptas en el lado occidental, y prefirió oponerlas a los rusos, quienes pagaron e hicieron pagar con frioleras de muertos cada kilómetro arrebatado a la invasión alemana. Las estadísticas de Beevor, mejor informado en los asuntos del hundimiento alemán en el Este y la batalla de Berlín, simplemente se inflan hasta los cielos para pintar de color épico el desenlace de una historia que los generales alemanes ni siquiera deseaban unánimente retrasar: el intento de asesinato de Hitler, amén de la falta de combatividad que exhibieron muchos comandantes ansiosos por permitir la llegada de Patton o Montgomery a la capital bastan como prueba.
El armamento alemán distaba de la perfección, en contra de lo argüído por varios apologistas del tecnicismo germano. Los vehículos de combate diseñados a toda prisa para contrarrestar la excelente manufactura del enemigo soviético no brindaron los mágicos resultados esperados. Las armas milagrosas funcionaron sin inconvenientes en la mente de Hitler. Los ubicuos panzern han alcanzado estatura mitológica; las más de las veces se debió a que los departamentos de propaganda de los gobiernos estadounidense y británico los hacían aparecer como dragones hambrientos a los que sólo se daría muerte tras enormes penalidades. Por el contrario, las oficinas soviéticas subrayaban defectos reales o hipotéticos de los carros de combate alemanes, para resaltar la superioridad de la industria comunista.
Al contrario que enfrentamientos menos mediáticos, la campaña de Normandía, la Operación Overlord, carece aún, como un terco legado de tiempos anteriores al Muro, de una historia desprovista de ideología y menos influenciada por la cinematografía popular, sea de la inhábil mano de Spieberg o de las inmóviles expresiones de John Wayne. Beevor permanece, no me permito dudarlo, como un gran historiador cuyo reciente faux pas no empaña aciertos anteriores.
Hadrian Bagration
Estimado Guillermo: ¿qué vendría a ser "el lector corriente"? En este caso en particular digo. ¿Alguien que no está acostumbrado a leer libros sobre batallas?.
Te pregunto porque estoy meditando en si entrarle o no a este libro (sería la primera vez que leo un texto de estas características).
Eso por un lado. Por el otro, te cuento que 1Q84 me resultó un libro querible, atesorable. Murakami, ya no quedan dudas, tiene la misma efectividad que el Pelado Silva. Y el mismo carisma.
Abrazo.
Santiago.
Querido Santi:
Lector corriente podría ser aquella persona no familiarizada con la táctica y la jerga militar. Pero advierto que se trata de un libro minucioso, para sumergirse aquí hay que gustar del tema.
Recojo el guante de las metáforas futboleras. Me gustaría comparar a Murakami con El Burrito Martínez. Comparten una habilidad rara, excéntrica, no tradicional. En ambos casos, parece que el capítulo o la jugada fuera naufragar y logran sacar un conejo más de la galera. Son eficaces. Ah, y los dos sos muy empecinados en sus gambetas, mueren con las botas puestas.
Un abrazo
G.B.
El Burrito Martínez, qué jugador. Recuerdo que en 2007, a propósito de las semifinales de la Libertadores entre Boca (mi equipo) y Cúcuta, pensé mucho en cómo podía ser que semejante jugadorazo terminara perdido en un cuadrito colombiano. Luego, Vélez lo repatrió y los resultados están a la vista.
Gran equipo el Fortín. Probablemente se le niegue la Copa por el simple hecho de que Gareca tiene una desgracia personal con ese torneo, pero el campeonato local lo gana al trotecito y merecidamente.
Abrazo y aguanten Murakami y los buenos futbolistas.
Guille: con todo respeto nos cuesta mucho (porque somos dos viejos amigos tuyos), relacionar a Kafka con el Pelado Silva o el Burrito Martinez. Nos parece que este Blog està lleno de verseros que buscan una Pushi para ponerla.
Un fuerte abrazo de tus queridos amigos. (Adivina quienes somos)
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