Ensayo filosófico. Edición 2005.
Resulta imposible catalogar a Emil Cioran (1911-1995). Se ha escrito que su individualidad -como la de algunos ángeles- agotó la especie a la que pertenecía. La moda hoy es denigrarlo por dandy metafísico y por haber sucumbido a un pecado habitual: coquetear con el error durante la juventud. Pero sus páginas refulgen en la cumbre de la literatura universal. Siempre será un placer descubrir o releer el pesimismo desaforado y el fino sentido del humor de un estilista maldito que nació en Rumania, pero vivió en París, porque “es el único lugar donde la desesperación resulta agradable”.
Tusquets reimprimió una retahila de reflexiones, paradojas, sarcasmos, anatemas, comentarios cínicos y otras trepidantes expresiones que datan de 1979 y recorren las mismas perplejidades que interpelaron a Pascal, Buda y Zenón de Chipre.
La primera parte refiere a la historia, paraíso de los sonámbulos, obnubilación andante, odisea inútil sin excusa. Desmenuza, además, la decadencia de Occidente, Francia, el hombre curado de la tentación de lo titánico. En el capitulo Esbozos de vértigo se hilvanan decenas de aforismos, la especialidad de Cioran. Cumplen las tres condiciones que exigía Samuel Johnson: esplendor estético, fuerza intelectual y sabiduría. Pero es una sabiduría como la de Nietzsche, al borde del abismo.
Entre otros dardos envenenados, Cioran postula que la vejez, en definitiva, es el castigo por haber vivido. Más allá del nihilismo recalcitrante, éste es uno de esos textos febriles que el lector debe llevar en el morral mientras transita por la vida. Opera -postuló Savater- como un antídoto contra la superstición de decir cosas nuevas.
Guillermo Belcore
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