El moscardón imaginario VII
¡Qué buenos libros están llegando a Buenos Aires! Aun tengo en el paladar los cuentos completos de John McGahern (imagen). Me pregunto por qué me fascina tanto la vieja y resentida Irlanda. ¿Será por la omnipresencia de la Iglesia Católica? ¿ O por las relaciones familiares tan fuertes? Percibo en la isla verde algo familiar y extraño al mismo tiempo. En fin, dilucidar la cuestión es materia para otra entrada. El tema aquí es otro. Quisiera reproducir una cita de McGahern (ligeramente corregida) que me dejó meditando sobre un asunto crucial hoy en mi vida de lector empedernido y, supongo, también en la vida de muchos bibliófilos:
“Hay dos clases de escritores interesantes: los auténticos inútiles y los campeones. Los que están en el medio fastidian, son los peores. Siempre escriben bastante bien como para tentarse a probar de nuevo”.
Que las pésimas narraciones o las poesías deleznables pueden resultar tan encantadoras como una obra maestra es algo que Jorge Luis Borges ya postulaba hace más de setenta años. En un artículo publicado en el diario Crítica el 23 de diciembre de 1933, el maestro se definía como “un amateur del mal gusto”. “Casi descreo del placer de libros buenos, prefiero el de los otros“, remató, no sin ironía, tras crucificar con letra impresa los poemas de un tal Francisco Villamil.
Comparto el sentimiento. Lo he experimentado al leer, por obligación profesional, mucha novelilla argentina, en especial la que recibe algún premio literario. No quisiera herir susceptibilidades, no voy a dar nombres aquí, pero confieso que a menudo llegue al final de un libro sólo por una malsana afición a la prosa de ínfima categoría. Se puede, me parece, trazar parangones con los filmes clase “C” o “D”.
La segunda parte de la apreciación (adulterada) de McGahern sostiene que los escritores del medio son los peores. Nos hacen perder lo más valioso que tenemos: el tiempo. No son tan malos como para desistir y dedicarse a otra cosa. Entonces, la mediocracia sigue publicando, distrayéndonos con sus acrobacias más o menos dignas. Y así se nos va la vida sin leer a Shakespeare, Conrad, Borges, Levrero o McGahern. El Dios de la Alta Literatura nos pedirá cuentas.
Pero de tanto en tanto se cuela entre la turbamulta de la industria editorial un campeón, según la terminología “mcgaheriana”. Como el que tengo ahora en mis manos. Estoy leyendo arrobado la última novela de Saldman Rusdhie. Lo anticipó ya: es lo mejor que le conozco, es el fruto de un talento en la cima de su madurez, una obra sensualista y erudita que atrapa desde la primera página. En una semana les detalló porque no pueden perderse “La encantadora de Florencia”. Olvídense de los del medio. “Leer sólo cuesta vida“, diría el gran poeta Carlos Solari.
Guillermo Belcore
“Hay dos clases de escritores interesantes: los auténticos inútiles y los campeones. Los que están en el medio fastidian, son los peores. Siempre escriben bastante bien como para tentarse a probar de nuevo”.
Que las pésimas narraciones o las poesías deleznables pueden resultar tan encantadoras como una obra maestra es algo que Jorge Luis Borges ya postulaba hace más de setenta años. En un artículo publicado en el diario Crítica el 23 de diciembre de 1933, el maestro se definía como “un amateur del mal gusto”. “Casi descreo del placer de libros buenos, prefiero el de los otros“, remató, no sin ironía, tras crucificar con letra impresa los poemas de un tal Francisco Villamil.
Comparto el sentimiento. Lo he experimentado al leer, por obligación profesional, mucha novelilla argentina, en especial la que recibe algún premio literario. No quisiera herir susceptibilidades, no voy a dar nombres aquí, pero confieso que a menudo llegue al final de un libro sólo por una malsana afición a la prosa de ínfima categoría. Se puede, me parece, trazar parangones con los filmes clase “C” o “D”.
La segunda parte de la apreciación (adulterada) de McGahern sostiene que los escritores del medio son los peores. Nos hacen perder lo más valioso que tenemos: el tiempo. No son tan malos como para desistir y dedicarse a otra cosa. Entonces, la mediocracia sigue publicando, distrayéndonos con sus acrobacias más o menos dignas. Y así se nos va la vida sin leer a Shakespeare, Conrad, Borges, Levrero o McGahern. El Dios de la Alta Literatura nos pedirá cuentas.
Pero de tanto en tanto se cuela entre la turbamulta de la industria editorial un campeón, según la terminología “mcgaheriana”. Como el que tengo ahora en mis manos. Estoy leyendo arrobado la última novela de Saldman Rusdhie. Lo anticipó ya: es lo mejor que le conozco, es el fruto de un talento en la cima de su madurez, una obra sensualista y erudita que atrapa desde la primera página. En una semana les detalló porque no pueden perderse “La encantadora de Florencia”. Olvídense de los del medio. “Leer sólo cuesta vida“, diría el gran poeta Carlos Solari.
Guillermo Belcore
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