Alfaguara. Memorias. Edición 2007.
El mejor José Saramago deambula por estas páginas. El narrador de ácido mordisco al servicio de una causa; el estilista de la prosa poética, exuberante, barroca; el forjador de exquisitas metáforas; el filósofo de las buenas lecciones, esa que nos agarran del hombro cuando estamos a punto de ceder; el romántico que abomina de una modernidad que atropella lo pintoresco.
El librito es mera recuperación de recuerdos. El Premio Nobel 1998 viene resistiendo las presiones editoriales para que hilvane el gran relato de su vida. Alega problemas de salud. Nos ofrece algo más modesto, las memorias pequeñas de cuando fue pequeño. Eso basta para el deleite del amante de la buena lectura, ni qué decir para los incondicionales de Saramago, que son legión. Fue traducido por la segunda esposa del escritor, la sevillana Pilar del Río. Agrega al final diecisiete fotografías con epígrafe de puño y letra.
Saramago nació en en 1922. Aquéllos eran tiempos de inocencia. Sólo la ingenuidad salvaba del ridículo. Labriegos de azada al hombro en Azinhaga y gente humilde y trabajadora en Lisboa. Lugares que el Creador de paisajes olvidó llevar al Paraíso. Y un racionalista precoz cuya atención siempre prefiere fijarse en cosas que urge comprender e incorporar al espíritu. El texto rebosa de recuerdos nítidos como una pintura de Millet. La crítica europea ha festejado el retorno del artista al realismo bucólico.
La evocación se concentra, pues, en la infancia y los primeros años de la adolescencia. Se lee con una media sonrisa en los labios y hay un solo hecho espeluznante: cuando el niño de dos años es torturado por vandalitos. De principio a fin se lee con exquisito placer, que en literatura es -al fin y al cabo- lo único que cuenta, como sostiene Nabokov.
Guillermo Belcore
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