Fogwill
Editorial El Ateneo. 253 páginas. Edición 2010. Precio aproximado: 55 pesos.
En caso de duda, opte por los clásicos. El consejo nunca falla. Cada vez que alguien le pregunte “qué puedo leer“, repita la sugerencia como si de una letanía se tratase (siempre y cuando el otro no sea un tarado). Los pichiciegos es ya un clásico de la literatura nacional. Su ingesta en 2010 resulta igual de placentera y reveladora que en los tremendos días de 1982. No ha perdido un gramo de calidad literaria. Hay consenso en que es una de las mejores novelas sobre la Guerra de Malvinas que ha parido la Argentina (1).
Tanto se ha escrito sobre la obra maestra de Fogwill que otra lectura parece, a priori, temeraria y vanidosa. Pero este libro cayó en mis manos y este blog no pretende más que la transmisión de experiencias de lectura, en este caso, muy gozosa. Los pichiciegos son una tribu de colimbas avispados que en plena guerra contra el inglés crearon en las islas una comunidad aislada. El mítico pichi “guarda, aguarda, aguanta“. Sobrevive bajo tierra como el mamífero edentado del que tomó su nombre. Despide olor a vaho de socavón y olor fuerte a ceniza. Roba y almacena, comercia con todos, traiciona a esa entidad platónica y malvada conocida como la Patria, y ajusticia a los miserables de uniforme que condenaron a morir (o a cosas peores) a pibes de 18 años. Una fábula de primera clase.
Alguna gente sostiene que la enorme popularidad de Fogwill deviene sólo de su talento para atrapar la imaginación y satisfacer las demandas simbólicas de una o dos generaciones que se hastiaron de la Argentina. Esto, en un doble sentido: en su carácter de artista maldito, Fogwill desolló lo peor de la Patria, denunció todo lo que debía ser severamente condenado; y en su carácter de artista ’cool’ escribió los cuentos y novelas que todo rebeldejo de Caballito o San Isidro sueña publicar. No es la opinión de este blog. Más importante que la forma en qué se lee un libro, es el libro en sí mismo como fenómeno estético y asocial. Dicho en términos kantianos, aprehender el noúmeno de la obra es una percepción más sofisticada y trascendente, que la mera lectura de los fenómenos que provoca. Un lector no es un sociólogo.
Y el noúmeno estético de Los pichiciegos (de toda la obra de Fogwill, en realidad) es, quizás, la construcción lingüística, empezando claro por su inigualable capacidad para apresar “lo que se habla”, es decir, las maneras de conversar.
Voy a trascribir un párrafo rendondito para que se aprecie la sabrosa claridad del estilo. Obsérvese la última frase tan deliciosamente argentina:
“Pero pelear, pelear, en realidad nadie sabía. El Ejército toma soldados buenos, les enseña más o menos a tirar, a correr, a limpiar el equipo, y con suerte les enseña a clavar bien la bayoneta, y viene la guerra y te enteras de qué se pelea de noche, con radios, radar, miras infrarrojas y en el oscuro y que lo único que vos saber hacer bien, que es correr, no se puede llevar a la práctica porque atrás tuyo, los de tu propio regimiento habían estado colocando minas a medida que avanzabas. Y las minas son lo peor que hay”.
La novela va encadenando, pues, con pericia una retahíla de espléndidos objetos verbales. De esa red obtiene toda su potencia. Lo explica el propio Fogwill en uno de sus mejores cuentos: “enchufar palabras de un léxico legítimo, pero inesperado en el contexto del relato. Ese uso eruptivo y exagerado del giro coloquial distorsiona toda alusión realista, creando un clima de alteración mayor…” Los pichiciegos explota los bolazos de la guerra, el poder hipnótico de una buena historia, la belleza de la oralidad y de las descripciones expertas (vb., la oveja carneada en seco por una mina), la construcción del mito oral, los discursos del poder. Resalta la fascinación de escribir y saber (“nada se puede saber bien“), la importancia de hallar la palabra correcta en cada circunstancia. Demuestra un gran dominio de la metáfora y la adjetivación (“la luna finita“). Se detiene en la magia de la palabra “mamá”. Aplica la técnica hemigwayana del iceberg en los diálogos, filosos como una cimitarra. La idea de fondo -me parece- es que, al fin y cabo, somos lo que decimos, como sostienen los lacanianos y Wittgenstein teorizó. Lo que es mucho decir.
Se incluyó también una buena ración de cosas inexplicables, aunque no creo que el libro pueda ubicarse en el estante del realismo mágico. Cruza, de tanto en tanto, alguna intuición genial, como la de la página ciento sesenta y seis. No somos nosotros los que actuamos en una situación límite, sino nuestro pánico: “es el miedo el que está atrás mandándote, cambiándote”. La definición, obviamente, puede aplicarse también para la sociedad en su conjunto. Ericz, un amigo de este blog, ha notado otra virtud literaria de Fogwill: tiene un extraordinario conocimiento de sus personajes. Detrás de todos estos procedimientos hay, obviamente, una formidable inteligencia y un espíritu libre, dos de los materiales que exige la elaboración de todo gran libro, de un clásico, bah.
Fogwill avisa en el prólogo que, por cuestiones biológicas, ésta debe considerarse la versión definitiva de la obra. La de El Ateneo es, por ende, la versión más recomendable.
Guillermo Belcore
Calificación: Excelente
PD: Hace una semana escribí otro ditirambo a Fogwill en Eterna Cadencia. La tesis es la misma: el esplendor lingüístico es lo que hace grande al autor de Vivir afuera. Sugiero prestar atención a la demoledora réplica de Omar Genovese. Cuando uno se encuentra con tamaño nivel argumentativo, tanta amabilidad en el tono y semejante riqueza en la expresión, no puede concluirse otra cosa que el que ha errado el camino es uno. Ojalá, me refutarán aquí con tanta altura. Por lo general, tontos escudados tras el anonimato me han tachado de de gil, puto, cacofónico, viejo gagá. especulador, sinvergüenza, lector de pacotilla, e incluso cosas peores.
(1) Para mí, la otra gran obra argentina sobre Malvinas es Partes de Guerra de Graciela Speranza y Fernando Cittadini. En cambio, nunca pude terminar "Las islas" de Carlos Gamerro.