viernes, 31 de marzo de 2017

El motel del voyeur

POR GUILLERMO BELCORE

En un país como la Argentina, tan aficionado a la premisa nietzscheana ’verdad es lo que te conviene’ (o lo que le conviene a tu caudillo político), donde una ex presidenta de la Nación afirmó suelta de cuerpo en un foro internacional que Alemania tiene más pobres que nuestro país y consintió que se destruyeran las estadísticas nacionales para ocultar el nivel real de miseria, inflación y desempleo, el último libro de Gay Talese (Nueva Jersey, 1932) no debería moverle un pelo a nadie. En cambio, en el Estados Unidos previo a Donald Trump (otro populista deshonesto) desató un sonado escándalo.

Es que Talese -uno de los padres del Nuevo Periodismo- se ufana de no haberle mentido jamás a sus lectores y de usar solo nombres reales en sus fascinantes indagaciones. A pesar de ello, ahora da por buenas la mayoría de las afirmaciones “de un maestro del engaño”. Y no es la única -ni la más grave- concesión moral (la ‘criética‘ es la ciencia de los canallas, estableció Borges, no obstante).

Vayamos al principio. En enero de 1980, el exquisito artesano de la no ficción recibió una carta manuscrita y excitante de un fulano llamado Gerald Foos. Un hombre casado con dos hijos que a mediados de los sesenta había comprado el motel Manor House de veintiuna habitaciones, cerca de Denver, a fin de convertirse en su “voyeur residente”.

Talese mordió el anzuelo. Viajó a Colorado. Antes de salir del aeropuerto firmó un acuerdo de confidencialidad. Como consecuencia, el señor Foos le abrió su alma y lo autorizó a fisgonear en ‘su plataforma de observación‘, un desván que le permitía observar a los huéspedes, sin que ellos se percaten. El muy sinvergüenza instaló en las habitaciones del hotel unos falsos conductos de ventilación, rejillas de quince por treinta centímetros pintadas del mismo color del techo. Tomaba abundantes notas de lo que veía. Una de las imágenes más poderosas del libro es el elegante Talese, hijo de un sastre orgulloso de su profesión, reptando por el entretecho en busca de presenciar actividad erótica. Casi lo descubren. Su corbata de seda asomó por la rejilla durante unos segundos.

NACE EL LIBRO

De vuelta en Nueva York, el escritor fue recibiendo por entregas el diario del señor Foos. La primera anotación data del 24 de noviembre de 1966. Cuarenta y siete años más tarde, el anciano -ya retirado del voyeurismo- dio, por fin, su consentimiento para que las miles de páginas sean reveladas, quería que la humanidad conociese el trabajo sin precedentes de “un laboratorio único para el estudio del comportamiento humano“. Confiaba en que el estatuto de limitaciones lo pusiera a salvo del largo brazo de la Justicia. Por cierto, el bueno de Gerald siempre quiso ser considerado “un pionero de la investigación sexual”, de ninguna manera un delincuente o un pervertido. Así, las fijaciones onanistas de un hombre cuya felicidad absoluta consistía en invadir la intimidad de los demás sin que lo ellos lo supieran, -salpimentadas con sociología y al voleo y conclusiones banales- se transformaron en un libro.

La industria cultural se frotó las manos. The New Yorker publicó un adelantó y Steven Spielberg se apresuró a comprar los derechos (San Mendes iba a dirigir la película). El libro se publico con pompa, alguien lo definió como “la obra maestra de Talese”… y entonces la prensa comenzó a investigar. Se detectaron inconsistencias. The Washington Post descubrió, por ejemplo, que el señor Foos compró el hotel en 1969... Talese montó en cólera, pero se limitó a vilipendiar a su fuente y añadir una mínimas correcciones en el texto. “No me cabe la menor duda de que Foos es un voyeur épico, pero a veces era un narrador poco inexacto y poco fiable. No puedo responder de todo los detalles que incluye el manuscrito”, escribió en la página noventa y tres. Talese, a los ochenta y pocos años, traiciona sus convicciones literarias y se sofoca en una red de mentiras, dispararon escritores y críticos con el dedo inhiesto.

Aquí estamos pues, con una segunda versión. Nunca sabremos, empero, cuál de las entradas del diario se basan en experiencias reales y cuáles son el producto de una imaginación afiebrada. Más allá de la polémica, cabe preguntarse si tiene esto alguna relevancia artística. Un tercio del libro lo ocupan los textos del hotelero que, además de pornografía -que siempre termina aburriendo- incluye boberías políticamente correctas pero también referencias interesantes sobre los cambios de hábitos (“un voyeur sirve de historiador social“). No hay sorpresas; se concluye que la gente es básicamente deshonesta y sucia (literalmente) y que la mayoría de los seres humanos tiene una pobre vida sexual (si así no fuera no habría arte ni política, conjeturaba Freud). 

Se animó el diletante Foos a elaborar estadísticas sobre las frecuencias íntimas. Dedujo lo siguiente:

* “El doce por ciento de las parejas observables en el hotel son muy sexuales.
* El sesenta y dos por ciento lleva una vida sexual moderadamente activa.
* El veintidós por ciento tiene un apetito sexual bajo.
* El tres por ciento nunca tiene relaciones”.

¿UN HOMICIDIO? 

En fin, lo chocante del libro no es la narración con lujo de detalles de las habilidades de una felatriz experta sino que Foos afirma haber presenciado, además de incesto, robos y abusos, un asesinato. Y dice que él mismo lo provocó, al arrojar por el inodoro las drogas de un traficante. Creyó el delincuente que la novia le había birlado los estupefacientes y, tras una airada discusión, la ahorcó con sus manos. Cuando abandoné la torre de vigilancia la mujer estaba inconciente pero respiraba, alega Foos. A la mañana siguiente, la mucama descubrió el cadáver y Foos hizo la denuncia a la policía, sin revelar que había presenciado el homicidio. Tremendo… si es que es verdad. Décadas más tarde, Talese investigó y no descubrió rastro alguno del supuesto estrangulamiento. Se supo, sí, que hubo un crimen similar a pocos kilómetros del motel Manor House. Por detallitos como éste, la prensa anglosajona hizo pedazos al venerable escritor.

El libro, pese a todo, magnetiza los dedos, se lee casi de un tirón. Al fin y al cabo, puede decirse que todo buen lector es un redomado voyeur; nunca nos cansaremos de observar a la naturaleza humana. Muy placentero, intelectualmente hablando resulta, además, el núcleo literario: Talese tiene un talento descomunal para tornar atractivas a personas comunes y corrientes, y para entremezclar la Alta Literatura con la cultura pedestre.

Concluye El motel del voyeur con una frase redondita, perfecta. Y en las últimas páginas se ofrece una reflexión interesante. Los espiones infames de nuestro tiempo no son los maniáticos como Foos sino los medios de comunicación y los Estados, incluso los democráticos, que controlan nuestras existencias mediante miles de cámaras de seguridad, internet, tarjetas de crédito, escuchas telefónicas y todo lo demás.
Publicado en el Suplemento de Cultura de La Prensa

Calificación: Bueno

jueves, 16 de marzo de 2017

Recuerdos de la vida literaria II

Manuel Gálvez.
Taurus. Edición 2002. Memorias,791 páginas 

Si la vanidad fuese una antena, Manuel Gálvez (1882-1962) hubiese captado Radio Plutón. Es fama que el misterioso don de producir literatura, suele rebajar a los artistas (y a los que aspiran a serlo) a la condición de pedantes insufribles (e inseguros), una suerte de enfermedad profesional; pero el narcisismo del autor de Nacha Regules superaba el promedio, era monstruoso. Quién sabe. Tal vez haya sido una compensación por su escaso talento; una forma de autoengaño para superar el hecho de que en realidad era un polemista de primera, un periodista de segunda, y un escritor de tercera o cuarta categoría. Esa jactancia con rasgos neuróticos ameniza, sin dudas, las memorias del prolífico Gálvez. Sazona las páginas como si fuera una especia deliciosa. 

Los programas de chismes nos han persuadido de que los fatuos suelen ser interesantes; pero lo notable en este caso es que la petulancia también puede convertirse una cualidad literaria. Los cuatros tomos de Recuerdos de la Vida Literaria -dejémoslo claro- son muy divertidos, desopilantes por momentos. No sólo resulta conmovedora su falsa modestia sino también el intento de defender a capa y espada una obra copiosa que -¡ay!- no ha trascendido y una combativa vida pública. Causa ternura ver a un hombre famoso, atesorando y mostrándole a la gente cada una de las lisonjas recibidas en cartas y periódicos (muchas provienen de eminencias), como un chico con sus figuritas.   

Hace quince años, el sello Taurus reimprimió (en dos volúmenes) la minuciosa evocación de Gálvez de cincuenta años de vida cultural de la Argentina. Nos detendremos en el segundo libro, que incluye Entre la novela y la historia, y En el mundo de los seres reales. En el estudio preliminar, destaca Beatriz Sarlo dos dramas del proyecto novelístico de Gálvez: quiso ser nuestro Zola y nuestro Pérez Galdos primero; nuestro Graham Greene y nuestro Muriac después, pero no le dio la talla y fue más romántico que realista. En segundo lugar, fue un resentido, escribió siempre movido por la idea de que su obra no había encontrado el reconocimiento que se le debía (sobre todo entre las elites intelectuales). La prologuista le reconoce, no obstante, ‘conciencia sociológica‘, en el sentido de que se comprometió en cuerpo y alma con la profesionalización de los escritores.

VAYA TIPO

Se jacta Gálvez de haber vendido más de un millón de libros. También de haberse sacrificado de veras y como nadie por el escritor argentino. Se trabajó, no sólo una vez, la candidatura al Premio Nóbel de Literatura (“...si algún escritor hispanoamericano merecía ese premio era yo, sobre todo después de haber publicado las Escenas de la Guerra del Paraguay", escribió). Llega a sugerir que una de sus novelas indujo el suicidio de Alfonsina Storni. Afirma que ninguna obra publicada en el siglo XX ejerció tanta influencia sobre la opinión pública como su biografía de Yrigoyen (“un éxito nunca visto desde el Martín Fierro”). Añadió a las memorias un capítulo sobre las entrevistas que le hicieron (veintisiete hasta 1960); otro explica: “cómo alcancé la celebridad literaria“. No ha deseado ocultar a la posteridad lo que sus coetáneos sabían. Fue un chupacirios ñoño, al punto de modificar o suprimir escenas por los reparos de monseñor Franceschi. Pero no era un fanático; como buen ególatra juzgaba a los hombres no por su adscripción política o religiosa sino por el reconocimiento que le tributaban.

Realmente, hay aspectos muy meritorios en Recuerdos. Tiene páginas encantadoras (es lo mejor que puede decirse de su prosa), casi nunca aburre y trae un impresionante bagaje documental. Son buenos libros de historia, sobre todo de historia de las ideas. El autor narra en detalle, por ejemplo, el surgimiento y auge del fascismo criollo (nacionalismo + catolicismo político) que derivó en el golpe de 1930 y en la irrupción de Juan Perón. Gálvez, con una insoportable pose de superioridad moral (como los progresistas de hoy en día) fue un entusiasta militante de la causa antirrepublicana, antiliberal y antiestadounidense. Causa perplejidad ver como la Argentina va abandonando, paso a paso, el credo de Sarmiento, el de la masonería de los Ochenta, que había colocado a este paupérrimo arrabal del mundo a las puertas del desarrollo. Fue una tragedia. Hoy, con la educación pública destruida por los demagogos y la humillante decadencia económica, creo que no somos pocos lo que nos preguntamos que habría sido de nosotros si a la Edad de Oro no la hubiesen decapitado… 

Volviendo a los recuerdos de Gálvez, hay que resaltar que el lector interesado en el pasado hallará decenas de retratos interesantes, como el de Leopoldo Lugones, adversario encarnizado de nuestro auténtico mediocre (pero entrañable). Hay centenares de anécdotas sabrosas, hay un muestrario muy bien surtido de las mezquindades de los intelectuales. Descubrimos, por citar un caso entre muchos, que Victoria Ocampo era una esnob, que una noche del PEN prefirió al nazi Drieu La Rochelle por sobre los novelistas judíos de Polonia. Tramos muy seductores son, asimismo, las peripecias de Gálvez con los traductores, editores y librerías; el capítulo “Los que no quisieron vivir” (escritores/as suicidas); las luchas políticas-literarias en la SADE izquierdista y en la ADEA de Perón… Es opinión compartida que éste son los mejores libros de Gálvez (le dedicó sus últimos años), los que se leen con mayor placer y provecho. “Incomparable panorama de la vida literaria de la primera mitad del siglo XX”, dictaminó César Aira en su formidable diccionario.

Un último pormenor significativo. Gálvez nombra sólo cuatro veces, y al pasar, a Jorge Luis Borges. Pero lo aguijonea con indirectas venenosas y estúpidas:

"Los libros argentinos no se venden porque existe un divorcio absoluto entre el lector y el público. En su casi totalidad, los libros argentinos son colecciones de versos, o pseudoversos, que nadie entiende; cuentos, género literario que en ninguna parte del mundo tiene público; o ensayos, escritos en prosa difícil, sobre extranjeros que, como Kafka, sólo agradan a una minoría".

 El desdén era mutuo. En los diarios de Bioy Casares, el mejor de nuestros escritores se mofa de la grandilocuencia y de una estrofa desdichada de Gálvez. El miércoles 5 de septiembre de 1979, Borges dijo: 


“No estoy muy inventivo. El nivel de Manuel Gálvez, más o menos”.

Guillermo Belcore

Calificación: Muy bueno  

domingo, 12 de marzo de 2017

La Esposa joven

Por Alessandro Baricco

Anagrama, 199 páginas. Novela

Si alguna vez, un crítico decide componer una lista con las mejores veinte novelas eróticas de todos los tiempos haría bien en incluir La Esposa joven, la obra más reciente de Alessandro Baricco (Turín, 1958). El sexo, en efecto, es el hilo de plata que atraviesa la historia de una familia tan burguesa como exótica del norte de Italia. El sexo como obsesión, como el estribillo de una canción, el soniquete de un ave. Pero abordado con una delicadeza y profundidad admirable. Se confirma que cuando las dos Diosas de la Excelencia -Poética y Filosofía- atraviesan la trama no existen los temas gárrulos.

Baricco nos conduce a una fascinante casa de maniáticos, cargada de secretos, que desayuna hasta las tres la tarde y con un tío que duerme todo el tiempo. Es una locura feliz. El sacerdote de ese templo se llama Modesto, que sirve en el caserón desde hace cincuenta nueve años. Hay un Padre, una Madre, una Hija, un Hijo ausente (viajó a Inglaterra por distintos motivos) y una Esposa joven (en realidad futura esposa) que un día aparece en el umbral para cumplir el matrimonio concertado con el Hijo tres años atrás. Vuelve desde la Argentina, donde sus padres y hermanos -toscos ganaderos- emigraron para acumular fortuna. La llegada de la chica va levantando los velos que, como si fuesen pesados cortinados, cubre el pasado de cada de uno de los personajes, cuyo nombre nunca oímos. Sólo el de Modesto, el mayordomo que gobierna a golpes de tos.

La revelación de los enigmas -además del erotismo- es lo que hace avanzar una novela que por momentos provoca la agradable sensación de que va a la deriva en la corriente. El procedimiento detectivesco puede compararse con ir quitando una a una las capas de una cebolla. Algo peregrino se había enroscado en el destino de la Familia. Notable estilista, Baricco parece que no confía en sus lectores. En la página cincuenta y cuatro, ve la necesidad de explicar lo obvio: que el texto va cambiando de manera más o menos abrupta la voz del narrador. Nos lo advierte un escritor que evoca la historia de la Familia extravagante. También ha perdido la cordura.

La escritura es simplemente hermosa de leer. El autor del bestseller Seda es uno de esos narradores que tienen muy poco que decir pero lo hace de una manera bellísima. Su prosa está forjada con mil lecturas fecundas, incluso latinoamericanas. Hay pasajes del más rancio realismo mágico, como las maravillosas páginas que describen los efectos tremebundos de los senos de la Madre entre la población masculina. Es que es ésta, por encima de todo, una novela feminista. Las heroínas son mujeres que se liberan de la opresión patriarcal dando vía libre a la cruda necesidad del deseo. Son los cuerpos los que dictan la vida, todo lo demás es consecuencia, se establece.

Un comentario al margen. Baricco dice, con gran amabilidad, tres o cuatro verdades sobre la Argentina. Sus antenas perciben en nuestro país "una idea misteriosa de la propiedad y un concepto escurridizo de la justicia". También padecemos "una violencia invisible que es fácil de percibir, pero resulta arduo de descifrar". Así nos va.

Guillermo Belcore
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa

Calificación: Muy bueno

lunes, 6 de marzo de 2017

Introducción a la antifilosofía

Boris Groys
Eterna Cadencia. Ensayo de filosofía, 282 páginas. Edición 2016

En una muy grosera simplificación, podría decirse que un buen libro de filosofía es aquél que no causa tedio, fuerza a pensar y permite trazar parangones con el mundo que nos rodea. Esta colección de artículos, a pesar de su título engañoso, cumple las tres condiciones. Dije “engañoso” porque el volumen es más un cajón de sastre que un trabajo sistemático (atesora once artículos escritos entre 1994 y 2008). La promesa que se anuncia en la sagaz introducción se cumple parcialmente. El lector se queda con hambre.

Boris Groys (Berlín oriental 1947) estudio filosofía y matemáticas en Leningrado. Enseñó lingüística en Moscú hasta que abandonó el ’Imperio del mal’ en 1981. Se radicó en la República Federal Alemana. Fue profesor en la Universidad de Münster y en la escuela de Karlsruhe que dirigía Peter Sloterdijk. En la alborada de este libro, advierte sobre el surgimiento de una nueva rama de la filosofía a la que, por analogía con el antiarte del Dada y Duchamp, cabe denominar antifilosofía. Su misión primordial es dar órdenes cuya perentoriedad no da tiempo para cultivar una actitud reposada, crítica y consumista. La verdad surge sólo después de cumplido el mandato. Veamos: 


“Este giro que comienza con Marx y Kierkegaard ya no opera por medio de la crítica, sino por medio de órdenes. Se ordena transformar el mundo, en lugar de explicarlo. Se ordena convertirse en animal, en lugar de cavilar. Se ordena prohibir todas las preguntas filosóficas y callar sobre aquello que no se puede decir. Se ordena transformar el propio cuerpo en un cuerpo sin órganos y pensar de un modo rizomático en vez de lógico. Todas estas órdenes fueron impartidas para abolir la filosofía como fuente última de actitud consumista y crítica y liberar de este modo la verdad de su forma de mercancía”.

Fascinante resumen de todas las derivas del pensamiento moderno de la Europa continental, ¿no? Desafortunadamente, Groyss no profundiza tan sublime intuición. Se limita a examinar -de manera “benevolente”- algunos rasgos de Soren Kierkegaard, Lev Shestov, Jacques Derrida, Ernst Jünger y Alexandre Kojeve. Reivindica, además, la reivindicación del arte de Martin Heidegger. Le permite Theodor Lessing abordar la cuestión judía; Walter Benjamin, la teología. Reflexiona también sobre el impacto de Nietzsche en atormentados artistas de la Unión Soviética. Conecta a Richard Wagner con Marshall McLuhan e Internet

Se limita pues Groys aquí a exhibirse como un comentarista talmúdico de unos pocos autores modernos que nos dan órdenes. Su talento da para más. No obstante, logra filtrarse en el comentario (o en el comentario del comentario) pizcas de la propia noción profesional del autor, a la sazón lo más enjundioso del libro. El proyecto filosófico -establece Groys- es esencialmente abierto, infinito, se opone a su realización definitiva. El trabajo filosófico es interrumpido, es el trabajo del conocimiento, la crítica y la deconstrucción (lo mismo podría decirse del periodismo). Filosofía es producción de verdad. Su antítesis es la teología (y hoy en día, añado yo, tiene más que ver con la política que con la religión) supone que la verdad se ha mostrado, que la unión con la verdad ya ha tenido lugar, que la verdad ha sido revelada y proclamada (por un Profeta o un líder político carismático). Uno es subjetivo en tanto que duda. En cuanto renuncia a la duda, pierde su subjetividad, se convierte en objeto de otro, nos advierte. Los intelectuales militantes -esa plaga- deberían escucharlo.

Siguiendo a Husserl, Groys nos deja un buen consejo. Sostiene que antes de pensar hay que llevar a cabo la reducción fenomenológica. ¿En qué consiste? En tomar distancia de los propios intereses vitales, incluidos el interés en la propia supervivencia. Hay que contemplar al mundo sin estar aherrojado por las necesidades imperiosas del yo empírico (burgués es el que piensa con el estómago, decía Flaubert). Piensa el yo fenomenológico, por el contrario, como si no viviera. Es el reino husserliano del “como si”. El acatamiento y la inobservancia de las órdenes que recibimos se disuelven en el juego infinito de las posibilidades de vida.
Guillermo Belcore


Calificación: Bueno