miércoles, 25 de diciembre de 2019

Naturaleza salvaje

Por Jane Harper
Salamandra. 396 páginas. Edición 2019
Australia es una nación civilizada que vive, por así decirlo, en plena naturaleza. El peligro capital para el ciudadano no proviene del sicario, el político corrompido o el pibe chorro, sino de las serpientes y los arácnidos, los rigores del clima, alguna estupidez o maldad aislada. Hay manzanas podridas como en todos lados, pero no existe un estado de podredumbre generalizada como al sur del Río Bravo. Los agentes de la ley lucen intachables. Al menos, así se desprende de la segunda novela policial de Jane Harper.
Naturaleza salvaje es una agradable lectura de verano. Una manufactura muy bien construida, propia de la era del trabajo editorial en equipo (la figura romántica del escritor que compone en solitario es cada vez más rara).
Nos lleva la novela a un parque nacional llamado Giralang Ranges, que en la vida real, podría ser el de los Montes Grampianos. Allí, concluirá como la mona una "aventura para ejecutivos", esas boberías que empresas presuntuosas contratan para fomentar el espíritu de equipo entre su personal. 
De las cinco mujeres seleccionadas por la firma BaileyTennants de Melbourne para compartir tres días de senderismo y acampada en la foresta, una no regresa y las otras cuatro lo hacen en condiciones deplorables. No es una empleada cualquiera la que ha desaparecido. Secretamente y a regañadientes, Alice Russell había accedido a colaborar con las autoridades para revelar los trapos sucios del estudio contable, es decir, lavado de dinero y tratos con la mafia.
Por eso, investiga la desaparición de la odiosa Alice el detective estrella del universo Harper: Aaron Falk, as del Departamento de Delitos Financieros de la Policía Federal. Joven, taciturno, casi albino, el investigador había presionado hasta doblegarla a la ejecutiva, junto a su compañera Carmen Cooper, cuyo rol en esta historia resulta prácticamente insignificante. Para complicar el asunto, en la zona de operaciones cazaba años atrás un asesino en serie, hoy muerto pero al parecer tenía un hijo.
Se ha urdido el thriller con un procedimiento muy eficaz; hay un vaivén entre presente y pasado. La autora intercala los capítulos de la busqueda contrarreloj de la informante, con la narración de los tres días previos en el bosque, bajo la lluvia, con mucho frío y sin provisiones. Todo les sale mal a los cinco compañeras de trabajo. Se extravían, se abren viejas heridas, se van degradando las relaciones hasta el climax final. El suspenso fue bien dosificado; Harper ha añadido un gancho al final de cada episodio, tal como estipula el manual del best-seller contemporáneo.
La autora profundiza, además, sobre problemas típicos de la clase media: el bullying, las adicciones, el sentido de la existencia, el estrés laboral, las decepciones con nuestros seres queridos, la rabia acumulada. Es una égloga de la mediocracia universal, aquí no encontramos héroes, sino esa gente que fracasa en la crianza de los hijos, tiene un proyecto de vida mediocre y un mal día pierde los estribos. Ni siquiera los detectives muestran cualidades especiales, son burócratas competentes, a lo sumo. Corajudo, empático, buen observador es lo mejor que puede decirse de Falk. No es una criatura que atrape nuestra imaginación.
No obstante, hay un elemento interesante haciendo de las suyas en la trama: el agreste entorno rural, seña de identidad de Australia. Es decir, tenemos aquí personas comunes y corrientes arrojadas a un paisaje excepcional, en este caso el bosque y las correntadas. Naturaleza salvaje, pues, pero además de la espesura hostil, el título podría aludir a las relaciones tóxicas en la familia, el lugar de trabajo y la sociedad en general que abruman al habitante del siglo XXI, incluso en paraísos como la isla continente, con sus envidiables niveles de desarrollo.
Ciertamente, por momentos el libro cae en un andar moroso (sin que esto implique un defecto); se toma su tiempo para las descripciones del lugar y las historias de fondo de los personajes. Cabe suponer que, de todos modos, habrá una adaptación televisiva o cinematográfica. Como la hubo de la primera novela de la señora Harper (Años de sequía), multipremiada y traducida a treinta lenguas. 
La escritora, por cierto, nació en Manchester en 1980 pero a los ocho años se mudó con su familia a Australia. Tiene doble nacionalidad y una carrera promisoria por delante. Su tercera novela se titula The Lost Man y aún no ha sido traducida al español.
Guillermo Belcore
Calificación: Bueno

domingo, 15 de diciembre de 2019

La prueba del ácido

"La belleza es una buena razón, para vivir, ¿no?"
Elmer Mendoza
El 11 de diciembre de 2006, el presidente Felipe Calderón declaró la guerra al narcotráfico. México aún discute aquella decisión dramática que elevó hasta la estratósfera la tasa de homicidios y sólo redundó en la hegemonía del Cartel de Sinaloa (¿era ese el propósito inconfesado?). 
"¿Quién puede hacerle la guerra a los cabrones? Lo tienen todo: armas, relaciones, estrategas, espías, dinero, aliados, etc?. ¿Sabes cuantos policías pueden morir? Todos...", reflexionan los personajes de una novela de don Elmer Filemón Mendoza Valenzuela (Sinaloa, 1949), el as de la narcoliteratura mexicana, que aquí venimos a recomendar.
La prueba del ácido (243 páginas) fue entregada a la imprenta en 2010; gracias a la decisión del Grupo Planeta de liquidar las existencias de Tusquets puede encontrarla hoy en las librerías de saldo de Buenos Aires a un precio irrisorio. Vale la pena el esfuerzo de buscarla, si que es usted comparte el gusto por la buena novela policial con abundante efusión de sangre.
En este blog ya hemos elogiado por partida doble a Elmer Mendoza. Su criatura se llama Edgar El Zurdo Mendieta, de la Policía Ministerial del estado de Sinaloa. El detective viste de punta en negro, y a los 43 años juguetea con la idea del suicidio, abrumado por la soledad y por la degradación de su oficio. Trabajar en los feudos de los brutales carteles de las drogas, en efecto, es como hacerlo en el Tercer Reich.
¿Se puede mantener la decencia en el infierno? El Zurdo acepta un sobre de vez en cuando, consiente las torturas a los detenidos para obtener información (la prueba del ácido) y es un protegido de Samantha Valdez (Sandra Beltrán, en la vida real) la reina del Cartel del Pacífico, pero su riqueza es la austeridad, el coraje y la independencia de criterio. Le agrada incomodar a los poderosos.
En esta ocasión, obrará por venganza, acaso el único estímulo que puede acicatear a un escéptico sin remedio. Mayra Cabral de Melo, meretriz brasileña de las que cuestan un ojo de la cara, fue asesinada. El pinche sabandija, incluso, le cortó un pezón. El Zurdo la amaba, como todos aquellos clientes que la conocieron bien. ¿Un narco la escabechó? ¿O fue uno de los políticos o empresarios influyentes de Culiacán, también mafiosos? Hasta las tres últimas páginas no conoceremos al asesino.
El telón de fondo, como se dijo, es la declaración de guerra de México D.F a esa "minoría ridícula" (Calderon dixit) de los narcos. Y la guerra de los cárteles entre sí. Decenas de cadáveres tapizan Culiacán. El padre del presidente de Estados Unidos llega a la zona a cazar patos. Casi lo matan. Por cierto, don Mendoza no se priva del prejuicio y el estereotipo ante sus poderosos vecinos del Norte. "Los gringos no son felices si no están peleando y ya se aburrieron de Medio Oriente", escribió (¡Ja, ja!, le dice el tamal a la olla).
EL HABLA SABROSA
Ingeniero de profesión (como Pynchon, Dostoieski, Primo Levi o Juan Benet) Mendoza se ufana de "haber logrado dar un lugar al lenguaje del estado de Sinaloa" en su veintena de libros (la saga detective Mendieta suma cinco). Es así. La novela desborda de coloquialismos, recoge esa maravillosa propensión del habla mexicana a acuñar apodos y a crear neologismos -vaya paradoja- usando tradición precolombina. Verbigracia: al esbirro se lo llama achichintle y a los guardaespaldas, guaruras. 
El procedimiento, claro, ha generado críticas académicas. En la magnífica revista Letras libres se ha acusado a Mendoza de cierto vicio que Aira denominó folclorismo programático, es decir colorear el texto con un diccionario en la mano, tan artificioso como esos entretenimientos aborígenes que los mercachifles nos infligen a los turistas cuando viajamos al trópico.
El texto, no obstante, tienen musicalidad y gracia. Ha sido bien trabajado. Es ingenioso -aunque arduo, a menudo, para distinguir una voz de otra- el truco de embutir el diálogo en el párrafo, a lo Saramago. Desborda, además, de sensiblerías, a lo telenovela mexicana. Todos lloran a la hetaira asesinada. Mendieta apela a Sandro de América: "Tus labios de rubí, de rojo carmesí...".
Por otra parte, halcones han acusado a Elmer Mendoza de paloma, de minimizar crímenes narcos, como si fuesen una fuerza de la naturaleza amoral, incluso de darle lustre a los hampones. El debate está abierto y nos interpela a los argentinos. 
¿Cuál es la mejor estrategia para enfrentar a ese cruel poder fáctico que ha regresado al querido México a la edad feudal? ¿Guerra sin cuartel o negociar con los malos una administración del delito que permita reducir los niveles de violencia homicida? ¿Deben los militares salir de los cuarteles para afrontar el reto? Francamente, quién esto escribe no lo tiene claro. Ríos de sangre, siguen corriendo. La tasa de asesinatos en México se ha estabilizado este año en 3.000 al mes. ¡Cien asesinatos por día!
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura de La Prensa.
Calificación: Bueno

miércoles, 4 de diciembre de 2019

Retorno a Brideshead

Amar a un ser humano -aunque sea a uno solo- es la base de toda sabiduría.
 Evelyn Waugh

Podría decirse, amigo lector o amiga lectora, que la gran noticia de la primavera no ha sido el inquietante retorno del peronismo o la fuga de Evo Morales, sino la decisión del sello Tusquets de liquidar inventarios en Buenos Aires. Hoy, uno puede descubrir gemas en las librerías porteñas al precio de un pan de manteca. Hallará, por ejemplo, una de las mejores novelas del siglo XX: Retorno a Brideshead, la obra maestra de Evelyn Waugh (1903-1966), "escritor inglés considerado por muchos como el novelista satírico más brillante de su día" (Enciclopedia Británica dixit).

Hace setenta y cinco años, Waugh concluyó el libro, aprovechando que un indulgente comandante militar prolongó su licencia médica. En 1944, el literato servía en los Royals Marines y se unió a una misión británica para apuntalar a los partisanos yugoslavos, pero -explica en el prólogo- tuvo la buena fortuna de sufrir una herida sin importancia que le proporcionó una temporada de descanso.

Rompió entonces la hucha de sus experiencias personales para componer un sublime ejercicio de nostalgia que retrata un minúsculo sector de la aristocracia británica -los terratenientes católicos, veinte familias apartadas de cualquier ascenso- y que reflexiona sobre el amor, el deseo y las convicciones religiosas (en 1930 Waugh había sido recibido en la Iglesia Católica).

En el prefacio, que no puede ser definido sino como "encantador" (esta es una palabra que aquí usaremos a menudo), Waugh afirma que el tema de la novela es, justamente, "la influencia de la gracia divina en un grupo de personajes muy diferentes entre sí, aunque estrechamente relacionados".


MIRANDO ATRAS


"La memoria, ese anfitrión alado que se cierne a tu alrededor, es la vida, porque no poseemos nada con certeza excepto nuestro pasado", establece Waugh en la página doscientos sesenta y siete. Fiel a la premisa ha escrito una deliciosa y tierna añoranza.

En plena Segunda Guerra Mundial, el capitán de infantería Charles Ryder recuerda con lágrimas en los ojos los lánguidos días de la juventud, cuando conoció en Oxford a Sir Sebastian Flyte, un alma atormentada de la nobleza católica. La movilización de tropas lleva al oficial (temporario) a la mansión de Brideshead, propiedad del barón de Marchmain, el padre de Sebastian. Cientos de días felices había pasado Ryder allí.

El primer tramo del libro nos conduce pues a 1923, la Arcadia del narrador. Irrumpimos en el Hertford College, reducto de una aristocracia universitaria que parece dispuesta a perdonar cualquier cosa excepto la falta de ingenio verbal (los magníficos parlamentos son una de las glorias del libro). Vemos a Sebastian paseando con un oso de peluche por debajo de los castaños en flor. Aparecen personajes encantadores en su anacronismo (el criado Lunt; el tutor Sangrass; lord Brideshead, el hermano mayor de Sebastian) o en su locura, como Anthony Blanche, el esteta por excelencia.

Viajamos después a Londres, Venecia, París y Marruecos. Hay escenas divertidas, como la visita de la pandilla estudiantil a un cabaret de mala muerte, el Old Hundredth. Todos terminan en la cárcel. Sebastian degenera en borracho perdido; odia a su familia, en particular a su madre, Lady Teresa Marchmain, tan fría como clamorosa, y con ese suave e infinitesimal matiz de burla que caracteriza a las clases altas del Reino Unido. Charles se transforma en la parte del mundo que Sebastian quiere abandonar. Por eso, los amigos -¿hay tensión sexual entre ellos o se trata de amor platónico?- se separan para siempre. Ryder se casa, se dedica a la pintura al óleo (como Waugh), juega a ser Gauguin.

En la tercera parte, la historia salta a 1933. Ya es hora de hablar de Julia Flyte, la hermana de Sebastian. Se reencuentra con Charles en un trasatlántico, se enamoran, los dos arrastran matrimonios infelices. La joven se había casado con un sinvergüenza ambicioso llegado del Canadá que se llama Rex Mottram (otro gran carácter), quintaesencia del "mundo adquisitivo" y de la política sin escrúpulos. Su conversión al catolicismo es tan patética como desopilante.

Charles y Julia resuelven divorciarse, planean irse a vivir juntos a House Marchmain ("donde la riqueza ya no tiene esplendor ni el poder posee dignidad"), pero la vuelta para morir en casa del barón, después de veinticinco años de exilio con una amante en Italia, revive "la cuestión religiosa". No es sencillo "vivir (técnicamente) en pecado". La antiquísima lucha entre lo profano y lo sagrado en la vida de un creyente. El final de las memorias del capitán Ryder resulta conmovedor.

UNA VIRTUD ESENCIAL


Decía Stevenson que hay una virtud sin la cual todas las demás son inútiles; esa virtud es el encanto. Retorno a Brideshead es puro encanto. Son encantadores los personajes, en particular los jóvenes de las clases ociosas que pueden vivir cómodamente de una subvención de sus mayores y necesitan escandalizar. Son encantadores también las conversaciones refinadas, las largas y majestuosas comparaciones (indudablemente Waugh tenía talento para la metáfora), los giros de la trama. La crítica social también es exquisita: detrás de un lord suele haber podredumbre, esnobismo y estupidez, como en cualquier otro ser humano.

Pero el autor en la página trescientos veintidós se rebela contra el artificio e incluso contra la intensa necesidad de los ingleses de ser educados. Escribió: 


"El encanto es la gran plaga de los ingleses. No existe fueras de éstas húmedas islas. Corrompe y mata todo lo que toca. Mata el amor, mata el arte".

Y en el prólogo -data de 1959- confieza que, "ahora con el estómago lleno", encuentra de mal gusto "el lenguaje retórico y adornado". No le haga caso, debe haber sido una concesión a una época en la que el socialismo ganaba terreno en forma de esa calamidad llamada corrección política.

Lo cierto es que, aún hoy, la novela atrapa tanto por la potencia estética como por la profundidad del contenido. Es fácil la identificación. ¿Quién no ha perdido algún paraíso en su vida, real o imaginario? ¿Qué persona de fe no sufre alguna vez un problema de conciencia? Por cierto, para el escritor la fe es básicamente dos cosas: aceptar lo sobrenatural como real y abrir a la religión la puerta del espíritu.

Retorno a Brideshead es, en síntesis, uno de esas novelas geniales en la que simplemente uno debe abandonarse al goce de la lectura. Digámoslo con palabras de Evelyn Waugh: la literatura "como mensajera de un instante de dicha, como la que llega en el fondo del corazón en la orilla de un río, cuando, de repente, el martín pescador destella por encima del agua".
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Excelente