lunes, 30 de septiembre de 2019

Final Feliz

Habría que enfocarse en la literatura argentina actual para encontrar una degradación artística tan notoria como la que media entre el barroco iberoamericano y la novela española contemporánea. Aquellas magníficas catedrales verbales -como la de Juan Benet o Francisco Ayala- han descendido a vana palabrería con harta frecuencia. Esa retórica intrascendente, cargada de tópicos, intoxicada de corrección política se encuentra presente en la obra más reciente de Isaac Rosa (Sevilla, 1974). Verborrea es el nombre del juego.
Feliz final (Seix Barral, 300 páginas) somete a escrutinio neurótico algo tan vulgar como una separación matrimonial por desgaste y por la aparición de una tercera en discordia. El se llama Antonio y se gana la vida como periodista, por lo que -en todos lados Internet cuece habas- se ha hundido en la precariedad laboral (la inestabilidad del freelance). Ella es Angela, profesora de Historia. Tienen dos hijas. Típica clase media intelectual y progre. Vidas agobiadas, como las de la mayoría de los seres humanos.
La trama se hilvana como si se tratase de cartas que se envían el uno al otro. Una interminable sucesión de reproches, recuentos mezquinos de su historia marital, nostalgia tóxica, ataques narcisistas, racionalizaciones y relatos sobre casi todo: "...que si yo me he acostado con otra persona ha sido porque nuestra relación estaba muerta... levantamos un muro de piedra, stonewalling lo llaman..." 
Es un espiral tedioso que conduce a la iluminación final, y que le permite al autor injertar opiniones -algunas muy sagaces- sobre problemas de hoy, como el enamoramiento, el adulterio o el deterioro de la profesión periodística. El señor Rosa se jacta de escribir "novelas políticas".
En la hinchada trama, hay un mecanismo ingenioso. La narración marcha de adelante hacia atrás, desde la separación hasta el momento en que Antonio y Angela se habían conocido, en una suerte de genealogía del desamor. Epílogo, capítulo 8, luego el 7, etcétera, hasta el prólogo. Hay también trucos tipográficos y otro procedimiento que siempre causa fastidio a quien esto escribe: la profusión de listas (¿Quién habrá sido el insensato que convenció a los escritores de que las listas de cosas resultan interesantes?; ¿será otro déficit de invención?).
Puede que lo mejor del libro sean las reflexiones sobre el deterioro de la institución matrimonial en esta fase líquida de la modernidad, que "refunde las relaciones humanas a imagen y semejanza de las relaciones que se establecen entre consumidores y objetos de consumo", Zygmunt Bauman dixit.
Fiel al espíritu de la época, el autor coloca las palabras más atinadas en boca de Angela. En la página 150, se reivindica la "comunidad de madres", es decir, criar en tribus no es una locura africana, "...la locura es criar tus hijos sin ayuda, dejarlos ocho o diez horas en la guardería, el colegio, las extraescolares, contratar a otra mujer que dejó a sus hijos en su país de origen para que por la tarde madres o padres volvamos a casa y juguemos al juego de quien está más cansado y quien tiene menos paciencia..."
El divorcio es una catástrofe para nuestra generación, pero una catástrofe económica, "una garantía de descenso social", se queja Antonio, el inmaduro de la relación. 
Y en la página 70, Angela nos ilumina -con talante socialdemócrata, faltaba más- cómo es eso de "envejecer juntos": que cada casa, cimentada sobre una "forma tranquila de quererse" se convierta en el propio Welfare State, una campana de acero que proteja a cada uno de los integrantes de esa familia. Isaac Rosa, que en el fondo es un moralista, tiene razón en el punto: no es que afuera esté lloviendo; hay devastadoras ventiscas de infortunios en la alborada del siglo XXI.
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.
Calificación: Regular

martes, 24 de septiembre de 2019

Lo estás deseando

La señorita Kristen Roupenian ha recibido por sus primeros dos libros 1,2 millón de dólares en concepto de adelanto editorial. También vendió, suponemos que por una jugosa suma, los derechos televisivos de uno de ellos a HBO, que planea filmar una serie. ¿Estamos ante otra estrella rutilante de la literatura estadounidense? La atenta lectura de Lo estás deseando (Anagrama, 283 páginas) no provoca esa impresión.
Hay dos cuentos buenos o muy buenos y otros dos aceptables de un total de doce; el resto son regulares o directamente malos, como aquellos donde se introduce, sin la menor gracia, un elemento fantástico. La prosa no es nada del otro mundo, aunque en sus mejores momentos ostenta elegancia y un humor inteligente y delicado.
¿Por qué sobresale Roupenian de la manada, entonces? El volumen incluye Un tipo con gatos, publicado en diciembre de 2017 en The New Yorker. En una semana se convirtió en la ficción más leída de todos los tiempos de la prestigiosa revista y abrió un debate global, a horcajadas del movimiento #MeToo.
QUE BUENA HISTORIA
Oportunismo cultural más la propia naturaleza de las redes sociales, que pueden convertir en fenómeno de masas materiales de la más diversa calidad, son dos de las razones que explican la colosal popularidad del texto. La tercera es que la joven escritora estadounidense ha escrito una buena historia que empalma con las angustias de millones de seres humanos que cada fin de semana concertan, esperanzados, una cita romántica con un desconocido.
Si la ansiedad del varón pasa por gustar y no convertirse en víctima de burlas o desprecio, en el caso de las mujeres se suman los temores de que el hombre no sea un malvado o un demente que le produzca daños físicos o hasta la muerte. El cuento deja el punto en claro.
Un tipo con gatos nos presenta a Margot (20 años) y a Robert (34 años). Ella, estudiante universitaria, vendía pochoclo en el cine arte. Allí se conocieron. Después de un breve coqueteo digital, llega la temida primera cita, una noche de cristal que se hace añicos, diría Solari. Aterriza Margot en la cama del inseguro, torpe y con tendencia a fofo Robert (en realidad no había más que un canapé y un colchón) para cumplir una fantasía ególatra y por culpa de esa cuota de estupidez que todos llevamos encima. ¿Hace falta recordar que ciertas situaciones, además, adquieren impulso propio?
Consumado el desagradable sexo, la chica se hunde en el asco. Se siente como "una babosa sobre la que han vertido sal". Días más tarde, el gigantón recibirá un mensaje lapidario por WhatsApp: "No me interesas, deja de escribirme". Le cae, como suelen caer esas rupturas sin contemplaciones.
La comunidad de internautas polemizó ampliamente sobre las motivaciones y actos de la frívola Margot. Se escribieron artículos indignados. Conectó el debate con la valerosa lucha del feminismo racional. Roupenian fue elogiada, insultada y se hizo famosa, lo que en Estados Unidos significa que se hizo rica. Todo por una buena historia de ficción. ¿No es maravilloso el capitalismo?
DINAMICA DE PODER
Los mejores cuentos de Roupenian, en rigor, son aquellos donde se explora una dinámica de poder entre los sexos. Es el caso de Un buen tipo (¡sesenta páginas!). El canalla de Ted es el personaje más interesante del libro; ha encontrado un truco infalible para seducir -y a la postre causar daño- a esa clase de mujeres derrotadas, de treinta o cuarenta años, que terminan conformándose con encontrar un compañero no muy atractivo pero de buen corazón, que no las haga sufrir como el amor de mi vida que habían perseguido sin suerte. Hilvana el texto una genealogía de la neurosis de Ted.
Digno de mención es el escalofriante Look at your game, girl, en la que una niña de doce años traba relación en un parque con un indigente mayor de edad, admirador de Charles Manson. Y no deja de tener encanto, El chico en la piscina con una divertida despedida de soltera.
El resto -como se dijo- bascula entre lo inane y lo desagradable (cuando no, lo nauseabundo). Uno puede concluir que la autora comete, con harta frecuencia, el pecado de la sobreactuación literaria, en su afán de ser admirada por la elección de temáticas retorcidas.
Otro caso: En el curriculum vitae que publicó en la página de la Universidad de Harvard, Roupenian dice que pasó dos años en Kenia con el Cuerpo de Paz enseñando educación sanitaria, a tiro de piedra de la frontera con Uganda. Una mina de oro a priori para cualquier escritor, pero esa fuerte experiencia ha engendrado, por ahora, sólo un texto flojo: El corredor nocturno.
Hay que decir, por último, que la colección de cuentos que llegó a nuestras manos fue impresa en la Argentina, pero la traducción es castiza. Hay, para quien esto escribe, un agrado en ir rearmando las frases con vocablos, modismos, giros del Río de la Plata. No obstante, algún lector puede sentirse fastidiado por esa profusión de empollones, pollas, gilipolleces, chollos, folladas, etc. ¡Qué obsesión la de los españoles por las palabras y las palabrotas con elle!
Guillermo Belcore
Calificación: Regular

domingo, 15 de septiembre de 2019

Serverland

Por Josefine Rieks
Adriana Hidalgo. Novela, 189 páginas. Edición 2019. Precio aproximado 680 pesos.

En 2021, la Humanidad resuelve -por medio de un referendo- la desconexión definitiva de Internet. Nace un mundo nuevo; mejor dicho se recupera el anterior con mapas y guías telefónicas de papel, carteros y estampillas. Décadas más tarde, una pandilla de inadaptados quiere recuperar hebras de ese mítico pasado digital, algunos chicos como negocio (se pagan fortunas por los antiguos perfiles de Facebook), otros como arma para un movimiento contestatario.

Básicamente, he aquí la trama de Serverland, primera novela de Josefine Rieks (Höxter, 1988). La retiración de tapa nos informa que vive actualmente en Berlín, estudió filosofía, ganó la beca Alfred Döblin y escribió un guión. Las fotos de Internet revelan que es una de esas personas que le gustan esos raros peinados nuevos.

El narrador de Serverland es un tal Reiner, veinteañero que trabaja en el Correo Alemán. Se ha aficionado a las reliquias de la época anterior como los videojuegos y las computadoras portátiles, que en el presente literario se consiguen en remates, anticuarios y chatarrerías.

Un amigo buscavidas de Reiner -el pillastre de Meyer- lo lleva a Holanda, a un centro de datos abandonado de Google, que fue un nodo de conexión muy importante en tiempos de Internet. Allí, nuestro héroe menudo se sumará a una comunidad, pequeña y variopinta, de rebeldes sin causa. Su crimen será módico: aprovechando un programa que diseñó Reiner encienden los servers, desconectados largo tiempo atrás, para apoderarse de los videos de YouTube.

Da la impresión que la señora Rieks ha querido hacer lo que hizo Doris Lessing, con más talento y ambición, en La buena terrorista: mofarse de una célula de sediciosos de pacotilla, que albergan ínfulas revolucionarias. Bobos en busca de una familia ampliada que los contenga. Pero en Serverland prácticamente no ocurre nada de relieve. 

Hay otro punto flaco: el contexto es pobre. Se supone que todo aquél que proponga al lector una utopía, una distopía o un universo paralelo debe esforzarse por atrapar nuestra imaginación con detalles. Un futuro sin computadoras ni teléfonos celulares por decisión del pueblo soberano es una premisa cautivante. La señora Rieks la desperdicia, está insuficientemente desarrollada.

Del estilo narrativo no puede escribirse mucho. En realidad no hay aquí un estilo en juego. La prosa es seca, plana, rústica por momentos y cuanto mucho, funcional. Sin poética ni filosofía, la novela zozobra en la intrascendencia.

No obstante, como sabían los antiguos no hay libro tan malo que no contenga algo bueno. En este caso, se deslizan críticas atinadas a "la época de los medios sociales", cuando "toda una generación había hecho accesibles sus pensamientos a todo lo demás. Uniendo a ello la promesa de algo que no podían definir claramente, que no podían describir".

Esta muy bien que un texto nos invite a reflexionar sobre las tonterías (¿el 90% del material que circula en el ciberespacio?) de las redes contemporáneas, sobre la obsesión por figurar, por ser visto como un quía listo, afortunado, cool. Soy percibido, luego existo. No podemos ser inmunes -vaya a saber por qué- a esa extraña vanidad.
Guillermo Belcore

jueves, 5 de septiembre de 2019

Pinceladas musicales

Macondo y el condado de condado de Yoknapatawpha. Santa María y la comarca de Región. La buena literatura es pródiga en lugares míticos. En su novela breve número mil, César Aira propone sumar Coronel Pringles a tan eminente cartografía. Hay algo secreto y fantástico, al parecer, en sus cambios de luz, en la metafísica de sus habitantes y en las criaturas que merodean el arroyo Pillahuincó, se nos advierte en Pinceladas musicales (132 páginas, Blatt & Ríos).
Como el lector sabe, Pringles tiene encarnadura real. Es una pequeña y laboriosa ciudad sobre la llanura bonaerense, igual a cualquier otra. Quien vio una, las ha visto todas, podría decirse. Sólo es digno de mención el espectacular Palacio Municipal, fruto del genio loco de Francisco Salamone en la década del treinta; y acaso la cercanía con las Sierras de la Ventana. Si yo fuera el intendente, ya estaría invirtiendo en un Museo César Aira.
No sin poesía, Aira eleva al Palacio a "pistilo, titánico, triunfante"...; "maravilla arquitectónica de extravagancia sin par..."; "gigantesco piano desarmado de cemento que debería haber sido el orgullo del pueblo..."; fruto de "una estética improbable".
El eje argumental de la nouvelle se articula en torno a unos murales para el Palacio que le encargan, en pleno apogeo del primer peronismo, a un artista dudoso, un vecino antiguo con ínfulas de pintor, retirado del comercio, viudo, con hijos grandes. El narrador evoca sus dudas artísticas, su deslizamiento hacia la locura del anacoreta, su presencia ante un episodio legendario de la Revolución Libertadora. El narrador no es otro que Aira.
LOS TRUCOS DEL MAGO
Como en tantas de sus obras, las anécdotas -regidas por el disparate- sirven de pretexto para que el literato defienda una peculiar teoría literaria, que le ha dado prestigio y polémica. Cuando el arte se degrada a testimonio -establece en la página cincuenta y siete- pierde su condición alada, se hace pesado como un día laborable.
Las facultades del artista -propone más adelante- no son el entendimiento común, la memoria, la comprensión, la agilidad o la flexibilidad mental. Residen en otro lado. Son "raras, oblicuas y hasta pueden parecerse al desvarío o, por qué no, a la estupidez".
Al mago de Pringles le encanta revelar sus trucos. Literatura de autojustificación, que llega a denunciar "el demonio de la Perfecta Comprensión", una sentencia antigua pues ya Borges había notado que lo más conveniente para el relato es que se narre como si no comprendiera del todo lo que ocurre.
Se trata -añade el vate pringlense- de "abrir la mente, no de cerrarla, y servirse de las aberturas para ver el mundo y leer la poesía del mundo, o al menos sus rimas". 
Y concluye que "una obra inconclusa no es un error estético, como lo cree la gente sin sentido artístico. Eso debe venir de la pulsión burguesa de obtener satisfacción por lo que se paga". Entonces, la obra de arte sin terminar siempre será mejor que la terminada,sentencia un literato que ha sido parejamente admirado y repudiado por sus finales absurdos, repentinos, desaforados como si se hubiera hastiado de la novela que está escribiendo y ya estuviera pensando en la siguiente (Aira publica unos tres libros por año).
REALISMO LUDICO
El realismo lúdico de Aira -en perpetua lucha contra el verosímil literario- no es para todas las sensibilidades, volvemos a repetir en este suplemento. Se lo menciona para el Premio Nobel, pero puede que a algunos lectores lo canse, aburra, provoque la desagradable sensación de tiempo dilapidado (¡hay tantos tesoros literarios esperándonos!).
Seguramente, hay algo profundo en el atildado procedimiento, pero bien puede parangonarse con las monótonas ciudades rurales que mencionábamos al principio. Quien leyó una de estas nouvelles, podría sentir las ha leído todas, con algunas excepciones contadas con los dedos de la mano, como La liebre (1) o El santo (2). Aira, todo hay que decirlo, ha renunciado a sorprender. Abrió una grieta en el público especializado, además.
La intrascendencia, eso sí, se disipa en los comentarios inteligentes que esmaltan todo texto aireano. Son como flores hermosas en una jungla descabellada. Verbigracia: ¿Cómo procurarse optimismo en la edad de la melancolía?, reflexiona un literato que ha llegado a los setenta años de vida. "El envejecimiento es una decadencia", admite luego.
A favor de Pinceladas musicales, agréguese una sintaxis perfecta; el cultivo de la paradoja y el humor (hay un tête à tête de una señora con un árbol, ¡ja, ja, ja!) y el objeto libro. La edición de Blatt & Ríos es simplemente hermosa.
Guillermo Belcore
Calificación: Regular