Como las olas borrascosas en la playa, hay ciertas ideas que siempre retornan con fuerza. La utilidad social es una de ellas. Durante y después de la Revolución Francesa, las propiedades de la Iglesia fueron declaradas “nulas de utilidad social” y confiscadas. El concepto quiere retornar en el vertiginoso siglo XXI. ¿Qué interés, provecho o fruto obtiene la comunidad de los supersueldos que pagan las multinacionales a los CEO, de las rentas improductivas de los magnates, de la escandalosa elusión (o evasión lisa y llana) fiscal de esos individuos ricos como países enteros?, se pregunta el economista más comentado (mas no leído, ¡ay!) desde el año pasado. La desigualdad social es una amenaza para la democracia liberal. Roe uno de sus pilares: la meritocracia. El heredero de una gran fortuna no es otra cosa que un parásito. Elevados impuestos -a nivel global para que nadie se salga con la suya fugando fondos al extranjero- es el antídoto según el francés Thomas Piketty.
El capital en el siglo XXI (Fondo de Cultura Económica, 663 páginas) acaba de desembarcar en las librerías argentinas. Un intenso debate había generado el año pasado en el Primer Mundo; en Argentina sólo han desenvainado la espada para defenderlo los economistas ‘K‘, es especial desde que fue recibido por Axel Kicillof y Cristina Kirchner. Si cada obra debiera ser juzgada por la ambición de su autor (variable muy relevante, por cierto), Piketty merecería el Premio Nobel. Este profesor de la Ecole d’Economie de París de 44 años ha buscado ser el Lord Keynes contemporáneo; es decir el economista más influyente de su era. El artículo que usted está leyendo expondrá las ideas primordiales del jacobino Piketty que -como Rousseau en el siglo XVIII- pregona que la propiedad privada puede y debe ser limitada por razones de utilidad social.
LA MISION DE UN HOMBRE
Como científico social, se ha impuesto Piketty una misión en la vida: reubicar el tema de la distribución de la riqueza en el centro del análisis económico y de que salté allí al corazón del debate político (no se hace muchas ilusiones al respecto, ya volveremos sobre el punto). Como Keynes, puede que -acaso secretamente- este neomarxista pretende reformar al capitalismo para salvarlo de sí mismo. En tres cuartas partes de su ardua y minuciosa obra maestra, analiza la evolución en la distribución de la riqueza y de la estructura de las desigualdades desde el siglo XVIII. En el último tramo intenta sacar conclusiones sobre el porvenir.
Piketty define nociones, quiere ayudar a comprender los procesos históricos en juego, describe principios fundamentales del capitalismo, desarrolla la evolución de la relación capital/ingreso, explica las leyes generales que rigen en promedio las dinámicas patrimoniales. Presenta evidencia empírica y aporta digresiones valiosas, como la medición económica de la esclavitud en el sur de Estados Unidos, la explicación de por qué el estatismo es popular en Francia o la refutación del vaticinio de que los chinos llegarán a poseer al mundo. Navegando entre tres siglos de estadísticas arriba a una conclusión escandalosa: “los grandes capitales privados, a pesar del colapso de 2007-2008, gozan hoy de una prosperidad no vista desde 1913". Algo hay que hacer para remediarlo, machaca. Porque si bien el trabajo empresarial es una fuerza absolutamente indispensable para el desarrollo económico, “el capital sin trabas es enemigo del mérito y por ende de la democracia“. El hombre de negocios termina transformándose en rentista.
Las ideas económicas del libro pueden resumirse pues en siete puntos:
1 - La tasa de rendimiento del capital supera de modo constante la tasa de crecimiento de la producción y del ingreso. Esta es la contradicción fundamental del capitalismo y la noción más ardua de aprehender porque deviene de una fórmula matemática (el desequilibrio r > g). "Si uno analiza el período desde 1700 hasta 2012 se ve que la producción anual creció a un promedio de un 1,6%. En cambio el rendimiento del capital ha sido del 4 al 5%", indicó Piketty a The New York Times.2 - No hay ninguna razón para creer en el carácter autoequilibrado del crecimiento económico. Sólo la acción estatal modera la desigualdad.3 - La desigualdad es mucho más doméstica que internacional, enfrenta más a los ricos y a los pobres en el seno de cada país que a los países entre sí.4. - Las leyes de la economía de mercado y la estructura del crecimiento moderno conducen en forma natural a una mayor desigualdad social y a la inestabilidad política.5 - La desigualdad no se resuelve con mercados cada vez más libres y eficientes.6 - Las fortunas tan desmesuradamente desiguales (el famoso uno por ciento) tienen poco que ver con el espíritu empresarial y carecen de utilidad social.7 - La institución ideal que permitiría evitar una espiral de desigualdad sin fin y retomar el control de la dinámica en curso sería un impuesto mundial y progresivo sobre el capital. Tributos del 80 al 90% para las rentas más altas y alicuotas de hasta el 10% sobre el patrimonio. Pero en lugar de ello -pronostica Piketty- cuando las papas quemen de nuevo la humanidad probablemente optará por alguna forma de repliegue nacionalista agresivo.
ENTRE MARX Y ADENAUER
Se ha llamado a Piketty el “Marx de nuestra era”, una exageración sin duda, pero el buen profesor no deja de reconocer su inspiración marxista, en el sentido de que basa su trabajo en el análisis de las contradicciones lógicas internas del sistema capitalista. Y en el hecho de que considera las ideas como un mero subproducto de las condiciones materiales, sean estas demográficas o económicas. Además reivindica la vigencia del principio marxista de acumulación infinita del capital. Una vuelta de tuerca previsible tres décadas después del desplome del Muro de Berlín y a pocos años de la peor crisis en el Primer Mundo desde la Gran Depresión. No obstante, el modelo político y económico que se recomienda aquí -como al pasar- no es el de Lenin o Gorbachev, sino el capitalismo renano (¿Recuerdan a Michel Albert?) de Adenauer y Merkel con su propiedad social de la empresa, con sus representantes obreros en la mesa de directorio. Hay varios capitalismos posibles, se nos avisa, además del modelo de matriz anglosajona, descalificado como ‘neoliberal‘, aquel que exhibe sus plumas doradas todos los eneros en el Foro de Davos y potencia la desigualdad.
Piketty, (como Axel Kicillof) quiere hacer economía política. Quiere enseñarle al mundo una lección elemental: la principal fuerza desestabilizadora del planeta no es el calentamiento global, los desastres naturales o los alienígenas, sino el hecho histórico de que la tasa de rendimiento privado del capital “r” puede ser significativa y duraderamente más alta que la tasa de crecimiento del ingreso y la producción “g”.
La divergencia oligárquica debería ser, entonces, el enemigo de todos nosotros, la clase media, es decir de ese “conjunto de personas que se las arreglan bastante mejor que la masa del pueblo aunque permanezcan muy lejos de las verdaderas élites”. Piketty predica con un afán tan convincente como patético por momentos. Es un mensaje muy atractivo, como la religión. El dinero y la codicia son sus grandes adversarios. Puede, incluso, que los hechos estén de su parte. Quien esto escribe acaba de leer que la diferencia en remuneración entre un trabajador promedio y un alto directivo estaba alrededor de 30 a 1 en 1970 en el Primer Mundo. Hoy en día se halla fácilmente sobre los 300 a 1 y en el caso de las empresas de comida rápida, sobre los 1.200 a 1.
Publicado en el Suplemento de Economìa del diario La Prensa.