martes, 17 de noviembre de 2020

Retratos de poetas rusos

 


Podría decirse que, entre los compañeros de ruta del comunismo soviético, Ilyá Ehrenburg fue el equilibrista más afortunado. Nació en Kiev en 1891 y murió en Moscú a los 76 años, de cáncer. Como miembro de la nomenklatura e intelectual orgánico del régimen gozó de privilegios, no obstante hubo períodos en los que sufrió acoso y censura. Se salvó del gulag, acaso, por su talento como cronista durante la Guerra Civil Española y durante la Operación Barbarroja, por ser funcional a los planes de los gerifaltes del Kremlin, y por los caprichos inescrutables de la mente paranoica más perversa de toda la Historia, la de un tal Josef Stalin.

Un centenar de obras llevan su firma. George Orwell, nada menos, tachó al escritor ucraniano y judío de "prostituta literaria", pero Ilyá tuvo algunos gestos de grandeza (conservar la dignidad y la decencia en determinadas épocas es un verdadero milagro) y, en todo caso, se trataba de una de esas meretrices que realizan su trabajo con diligencia. Lo prueba un magnífico ejercicio de crítica literaria que se publicó hace casi cien años. Aquí venimos a recomendar Retratos de poetas rusos de Ehrenburg, reimpreso en Buenos Aires el año de la peste por el sello Añozluz editora. Es una gema rara.

El libro de ciento ochenta y dos páginas y tapa color celeste es, por encima de todo, una brillante exhibición de estilo. Hay un poeta que juzga a sus pares; con gran dominio de la metáfora e intenso lirismo, define "el rostro, la persona y la obra" de catorce escritores: Ajmátova, Baltrushaitis, Balmont, Blok, Briúsov, Bieli, Voloshin, Esenin, Ivánov, Mandelstam, Maikovski, Pasternak, Sologub y Tsvietáieva. Se acompaña la descripción con una selección de poemas y una foto de los artistas. 

Los retratos fueron entregados a la imprenta en 1922; hubo una segunda edición un año más tarde y nunca más se volvió a publicar la Unión Soviética. Lo devaneos de Ehrenburg con el futurismo y el simbolismo, su desinterés por el realismo socialista y las alusiones a la tradición hebrea fueron demasiado para los guardianes del marxismo cuartelero, esa desgracia de media humanidad.

Ehrenburg sabía de que hablaba:

"El poeta no escribe los poemas, sino que los dice. Aunque sea en silencio; sus labios igual se mueven. Las manos vienen después, las manos son prácticamente un tipógrafo... ¿Pero acaso debe el poeta discutir, contar, denunciar?... El poeta debe profetizar... discute frente a frente con el terrible Todopoderoso... Es que del poeta esperamos visiones nuevas y cambiantes, y exigimos que nos asombre, como un peculiar jardín o el baile de una chica morena".

VISION INGENUA

Como se vé, nada más lejos del materialismo dialéctico que este delicado esteticismo, a lo Vladimir Nabokov. Había en el joven Ehrenburg amor al arte, ternura y compasión, respeto por la autonomía del hecho estético. Y, desde el plano político, había en la mente del intelectual oficialista, y de algunos amigos poetas, una visión de la Unión Soviética ingenua, equivocada pero colmada de esperanza. La Santa Rus sería otro Estados Unidos: 

"Rusia no desea ser Europa y desde Asia se lanza hacia América... la gran mecanización de nuestra caótica existencia anterior es una victoria sobre los oscuros elementos del alma... es claro que el ruiseñor tiene un canto bellísimo, pero el futuro le pertenece, parece ser, al gramófono".

A comienzos de los años veinte, el ideal comunista era aún lo nuevo, el repudio asiático a la Vieja Europa, ese concierto infernal de naciones que había engendrado el colonialismo y la hecatombe de la Gran Guerra. Ehrenburg sigue, entre otros, a Alexándr Alexandrovich Blok en el magnífico poema Los escitas. Copiamos algunas estrofas:

"Ustedes son millones, nosotros, como tinieblas y más tinieblas/

¡Prueben combatir con nosotros!/

¡Sí, los escitas somos nosotros! Sí, los asiáticos somos nosotros,/

con oblicuos y voraces ojos/


Para ustedes el siglo, para nosotros, la hora única./

¡Nosotros como siervos sumisos,/

sostuvimos un escudo entre dos razas hostiles,/

la de los mongoles y la de Europa!/


Cientos de años miraron ustedes hacia el Este,/

amontonando y extrayendo nuestras perlas,/

¡Y burlándose, para apuntarnos con las bocas/

de sus cañones, sólo esperaban el momento!/ 


(...) ¡Oh viejo mundo! Aun no has muerto/

y te consumes en dulce tortura./

¡Detente prudente como Edipo/

ante la Esfinge del viejo enigma!/


Rusia es la Esfinge. Regocijándose, afligiéndose/

y bañándose con negra sangre./

Ella observa, observa, te observa a ti,/

con tanto odio como amor".

Los escitas bien pudo haberse escrito ayer a la tarde, bajo el reinado del zar Vladimir Putin. Es que este volumen fascinante trae a la Rusia inmortal con ""el dolor mudo de una tristeza oculta, la angustia sin salida, el silencio, la inmensidad, la fría altura, las lejanías que se van"", como compuso Konstantin Balmont.

Es verdad que siempre algo valioso se pierda en la traducción de un poema, y se pierde mucho cuando el traductor no es un Jorge Luis Borges. Pero también hay algo que nos llega del fulgor original cuando la sensibilidad es socorrida por la inteligencia. Vale esto tanto para la prosa poética de Ilyá Ehrenburg como para su antología. El libro atesora momentos conmovedores (como Canción sobre una perra, de Serguei Esenin).

Al fin y al cabo, "la contrucción de un mundo distinto (artítiscamente hablando), con combinaciones nada comunes de formas comunes, con proporciones desesperadas y escalas insensantas siempre fue una eterna necesidad del hombre". Incluso en épocas infernales como la de la tiranía comunista.

En tren de ser exigentes, lo único que podría reprocharse a esta muy recomendable edición es que le faltarían algunas notas biográficas de los catorce poetas. Los jóvenes y los desinformados deberían conocer los tormentos que el régimen comunista les infligió a Ajmátova, a Pasternak, a Mandelstan. Es decir, necesitan saber los peligros que implica correrse un milímetro -en nombre de la libertad de pensamiento o de lo que sea- de la línea que establecen los catecismos rojos (aún hoy). "Oh pobre Homo Sapiens,/ la existencia es opresión// (...) Todos vívían con hambre y sed,/ bárbaros en la batalla/ y nadie pensaba que la vida/ es un milagro breve.", escribió justamente Pasternak.

Guillermo Belcore

Calificación: Bueno

jueves, 12 de noviembre de 2020

La transmigración de Timothy Archer

 


En Presencias reales, George Steiner medita sobre las dificultades con que se encuentra el artista cuando en su experiencia creativa busca expresar el opus metaphysicus en un momento de la historia en que se ridiculiza sin contemplaciones lo abiertamente religioso. ``Impera -estableció el maestro de la crítica erudita- una racionalidad moldeada de modo ingenuo sobre las ciencias y la tecnología, donde la norma del discurso aprobado es el agnosticismo, cuando no un consiguiente ateísmo''.

 Esa reflexión fue escrita hace cuarenta años y no ha perdido un gramo de frescura. La novela teológica es la más rara de las flores del Parnaso literario. Por eso, el lector con inquietudes espirituales no puede sino sentirse extasiado cuando descubre el postulado de trascedencia en el arte. Es el caso de la última novela que escribió Philip Kindrek Dick (1928-1982), uno de los escritores fundamentales del siglo XXI. Aquí venimos a recomendar La transmigración de Timothy Archer (Minotauro, 220 páginas).

 La trama se basa en un hecho real -la muerte en el desierto del Mar Muerto del obispo James Pike- y depliega esos temas y subtemas tipicamente philipdickianos. Examina aquí el Misterio del Hijo de Dios, las enfermedades mentales, el sentido del mundo, la fuerza de lo inevitable, la cultura libresca en oposición al vitalismo, la búsqueda de la sabiduría, el espiritismo, la cultura de California del norte, el misticismo oriental, la Guerra de los Treinta Años. Esboza una nueva teoría acerca del ascenso y la caída de Satán. Postula que el cristianismo llegó a su culminación en el Renacimiento. Señala textos y composiciones musicales. Bascula entre los chistes políticamente incorrectos (el de los noruegos, según los suecos, es buenísimo) y las pruebas de la existencia de Dios. Se abisma en argumentos ontológicos y epistemológicos. Llega a la conclusión de que ``la facultad del conocimiento es variable y depende, en último análisis, de lo que uno quiere creer, y no de lo que es''.

EL OBISPO

 La historia también es cautivante. Conocemos a Timothy Archer, obispo de California, el más famoso de la Iglesia Episcopal de Estados Unidos, conocido en el mundo entero, amigo de Martin Luther King y Robert Kennedy, enjuiciado por uno de sus pares por herejía, alcohólico redimido, un egoísta inestable. 

"Como los realistas medievales, Tim creía que las palabras son cosas reales. Si se puede poner algo en palabras, es de facto verdad...'', lo describe su nuera, Angel Archer, la narradora. El obispo provoca el suicidio de su hijo Jeff y de su amante Kirsten, paladín de la emancipación femenina. Concentró el religioso toda su candidez en los escritos de una antigua secta hebrea, los malditos documentos zadokitas que, según cree, anticipan en doscientos años las enseñanzas de Jesucristo. Archer viaja a Tierra Santa en busca de un hongo alucinógeno (el anokhi) que otorgaría la conciencia de Dios, la parusía.

 Hay otro juego de ideas interesante, el vaivén entre fe (el obispo) e intelecto (Angela, licenciada en Berkeley). ¿Por cuál de los dos se decanta Philip Dick, el filósofo? Por la compasión o la caridad, no por la sabiduría. Destaca la necesidad de un Segundo Nacimiento, el nacimiento superior en o del espíritu, del que hablaba el Ungido. Moksha, según la tradición hindú, un brusco relámpago de comprensión absoluta venida de ninguna parte. La transmutación del Ser inauténtico al Ser auténtico, el Sein de Martin Heidegger.

La dimensión trascendental, queda demostrado una vez más, eleva cualquier libro.

Guillermo Belcore

Calificación: Excelente


martes, 10 de noviembre de 2020

Homenaje ilustrado al gaucho

 


El gaucho no existe, es un invento de los estancieros para entretener a los caballos, bromeaba Macedonio Fernández , acaso el único auténtico intelectual que ha engendrado la Argentina (vivía para pensar y conversar, según Borges). Pero Macedonio estaba equivocado. El gaucho existe y está en el centro de nuestra nacionalidad. Y el artista virtuoso así lo ha hecho notar; José Hernández, Lugones y Güiraldes, desde ya, pero también escritores ilustradores de la talla de Enrique José Rapela (1911-1978), destacado colaborador de La Prensa en los sesenta y setenta.

Acaba de reimprimir Editoral El Ateneo una obra sublime de Rapela: Conozcamos lo nuestro. Homenaje ilustrado al gaucho (343 páginas). Se trata de una "" enciclopedia singular de terminología campestre "" que había sido publicada por primera vez en 1977. Eran tres fascículos que se ofrecían en los kioscos de diarios y revistas. Uno de sus cometidos era enseñarles a los lectores contemporáneos que "nada hizo el gaucho que no tuviera una finalidad importante". Aquellos "maravillosos antepasados ​" eran hombres y mujeres prácticos; desconocían las fruslerías urbanas como el psicoanálisis.

La de 2020 es una bellísima edición bilingüe, en rústica, que conserva la excelencia de la pluma y el pincel de Rapela. El volumen fue organizado en capítulos y partes temáticas: prendas de vestir, implementos de trabajo y habilidades; hogar y alrededores, costumbres, pasatiempos y supersticiones; el caballo y otros animales. El homenaje no sólo involucra al individualista paisano de las llanuras ("que heredó todo del pueblo español") y su inseparable compañero ungulado. Rapela agregó un pantallazo de los usos y costumbres del indio, "aquel valiente dueño de la tierra que defendió con valor y orgullo luchando contra el gaucho, que fue el primer instrumento que el ilustrado utilizó para liberar esas grandes extensiones de rica tierra".

Una o más ilustraciones engalanan cada página de esta obra esclarecedora. El arte visual de Rapela se construía "con dibujos sobrios, aplomados, clásicos pero con grises que enriquecen no solo la composición, sino que funcionan como ornato", describe la licenciada Pilar Altilio en uno de los dos prólogos. El otro, del periodista Mariano Wullich, proclama que el gaucho, "amalgama de tierra y hombre", no es cosa del pasado.

HOMBRE ORQUESTA

Rapela fue "un apasionado emprendedor, guionista, dibujante, editor, escritor e historiador", destaca también Altilio. La historieta criollista fue la herramienta favorita de un artista autodidacta que empeñó su vida en el rescate de una tradición que juzgaba esencial. ¡Bienaventurados los hombres y mujeres que tienen una causa noble a la que obedecer! Hasta febrero de 1978, Rapela honraba las ediciones dominicales de este diario con la tira Fabián Leyes , justiciero libre como el viento. Cirilo el Audaz, El Huinca y Cirilo el Argentino también llevaban su firma. Hay que destacar que tenía información de primera mano: fue administrador de estancia por los pagos de Roque Pérez.

Hoy, con la Patria degradada por la frustración económica y por la ausencia de un destino, vale la pena, mediante esta joya de El Ateneo, conocer o reencontrarse con Enrique José Rapela, apasionado nacionalista que trabajó para ampliar los conocimientos de sus semejantes . Debe destacarse que en 1967 creó la editorial Cielosur con el fin de potenciar la historieta gauchesca. 

Así razonaba el artista de las cosas nuestras:

"Esos gauchos, forjadores de nuestra grandeza nacional, con la lanza en un principio y con el arado después, son los mismos que hoy trabajan infatigables y anónimos, y que sin dilación empuñarían nuevamente la lanza para defender su tierra, su honor y su soberanía , siempre en peligro por los dones que a manos llenas ha derramado Dios sobre mi patria y que despierta la codicia de las poderosas potencias ".

 Calificación: Muy bueno

lunes, 2 de noviembre de 2020

Matterhorn


 Desde que la musa cantó la cólera funesta del hijo de Peleo, sabemos que la guerra no sólo provoca muerte y destrucción, sino también libros excelentes. Incluso la guerra de desgaste que Estados Unidos perdió en Vietnam. Es el caso de Matterhorn (Océano, 617 páginas, edición 2015), novela extraordinaria que el lector podrá encontrar hoy en las librerías de saldo de la Ciudad de Buenos Aires, a un precio ridículamente bajo para tanta intensidad narrativa.

La obra se encuentra en algún punto entre Tempestades de acero de Ernst Junger (sin sus meditaciones filosóficas) y el film Pelotón de Oliver Stone. Su mayor virtud, después de la atención al detalle, es la dimensión épica. Viajamos a 1969 para conocer el calvario de la Compañía Bravo del Primer Batallón del Vigésimocuarto Regimiento de la Quinta División del Cuerpo de Marines. Viajamos a la selva más inhóspita de la Triple Frontera entre Vietnam del Sur, Vietnam del Norte y Laos.

Una hazaña similar a las que narra la trama encontramos en la factura del libro. El señor Karl Marlantes (Oregón 1944) peleó con honor y bravura en Vietnam. Obtuvo dos corazones púrpuras entre otras condecoraciones. Gastó treinta y tres años para terminar la obra y encontrar un editor. Las mil seiscientas páginas se redujeron a seiscientos y pico en la versión final de Matterhorn, que vio la luz en 2010. La crítica la ovacionó. Fue definida por The New York Times como "una de las más profundas y devastadores novelas que hayan surgido de Vietnam, o de cualquier guerra". Este diario comparte el dictum letra por letra.

Imagínese amable lector una imagen tremenda: Marlantes, exitoso hombre de negocios después de Vietnam, escribe y rescribe febril en el sótano de su casa un domingo a la tarde, exorcizando los demonios del campo de batalla durante tres décadas, acompañado por una veintena de cartas que gritan el rechazo de editoriales, mientras su esposa y sus hijos mueven la cabeza y repiten en las habitaciones de arriba: ¡Oh, papá y su novela!

GUERREROS JUVENILES

El protagonista de la historia se llama Waldo Mellas. Subteniente de la reserva a cargo del Primer Pelotón de la Compañía Bravo. Se trata de Marlantes, por supuesto. Es un estudiante universitario que descendió al infierno en busca de medallas que impulsen su carrera de abogado y sus ambiciones políticas. Tiene veintiún años, todavía es virgen y a su cargo está la vida de cuarenta y tres hombres, la mayoría recién salidos de la adolescencia. Sorprende la juventud de los guerreros del sudeste asiático. El teniente Fitch, comandante de la Compañía Bravo, veintitrés años. El teniente coronel Simpson, jefe del Primer Batallón, treinta y nueve. El mayor Blakely, el responsable de las Operaciones, treinta y dos. Los eficaces soldados de Vietnam del Norte, diecisiete a lo sumo.

El volumen, compuesto según el realismo más convencional, se destaca por su furor didáctico, al punto que las últimas treinta dos páginas encierran un formidable glosario que describe el argot, la organización militar, las armamento y los equipos usados por los Marines. Es evidente que el señor Marlantes sentía vibrar en el pecho la necesidad imperiosa de exponer a sus compatriotas (y al mundo entero) la experiencia límite que el destino le había preparado como individuo y como miembro de esa comunidad organizada llamada Nación. La perspectiva del narrador va cambiando de lentes (es cínica, indignada o comprensiva) y la escritura nos atrapa con un aluvión de datos. El interesado en la Guerra de Vietnam quedará saciado.

Entre tanta información esclarecedora, uno puede, por ejemplo, cribar siete razones que explican la humillante derrota de la superpotencia:

  • 1) Imposibilidad de Estados Unidos de librar una guerra de desgaste más allá de la próxima elección presidencial (los vietnamitas tenían toooodo el tiempo del mundo).
  • 2) Ordenes asnales. Mandos superiores que aplicaban mecánicamente a Vietnam las experiencias de la guerra de Corea.
  • 3) Oficiales ambiciosos que utilizaron a sus tropas para impulsar sus carreras, sin importar los costos en vidas.
  • 4) Inexperiencia de los mandos inferiores. Los pelotones de Marines estaban comandados por reservistas, novatos venidos del Medio Oeste. A los regulares se los tragó enseguida el conflicto.
  • 5) Desmotivación y brutales tensiones raciales entre las tropas. Mellas debía lidiar con ""pequeños Malcom X y blanquitos palurdos de Georgia"".
  • 6) Politización de la guerra. Movimientos absurdos para satisfacer a congresistas y a los corresponsales de guerra.
  • 7) Un enemigo disciplinado, valiente y convencido de que la verdad y la justicia estaba de su lado.


LA MONTAÑA MALDITA

Matterhorn fue un macizo de 2.300 metros de altura, cuya cima se convirtió en un erial seco a fuerza de C4 y desfoliantes, en uno de esos portaaviones que los norteamericanos construyeron en medio de un mar de selva para intentar -con gran sufirmiento de sus tropas- cortar la ruta de suministros de los comunistas de norte a sur. Fue bautizado así por cierta moda del Pentágono de usar nombres suizos.
La urdimbre se teje en torno a esta montaña maldita.

La Compañía Bravo recibe la orden de ocuparla y construir fortificaciones. La Compañía recibe la estúpida orden de abandonarla, marchar ocho días sin alimentos hasta la Cota 1.609 (Operación Sendero de Lágrimas) y limpiar allí el terreno sin herramientas para otra base de ataque. Los nortvienamitas ocupan la fortaleza de Matterhorn. La Compañía Bravo recibe la orden de recuperarla a sangre y fuego. Los bravos muchachos del teniente Fitch lo logran pero sus enemigos se reagrupan y los sitian en el cerro hasta que se les termina el agua y las municiones. Sí, se puede morir de sed en plena temporada monzónica.

La novela hilvana todas los peligros que acechaban (y diezmaban) a la infantería de Marina. Sanguijuelas se lanzan desde los árboles sobre los hombres. Al pobre cabo Fischer se le mete uno de estos bichos asquerosos en la uretra (algunos no usaban calzoncillos por la tiña y las úlceras tropicales). En las tinieblas, un tigre mata al soldado Williams; una rara forma de malaria cerebral liquida a Parker. Una mañana, por error, la Fuerza Aérea baña a la Compañía con el Agente Naranja.

Las raciones son asquerosas y los hombres pasan semanas, meses, sin poder ducharse. Las minas, el fuego de morteros, ametralladoras de grueso calibre y la versión moderna de los órganos de Stalin atacan desde la espesura. Los soldados -sometidos a una versión contemporánea de los trabajos de Hércules- ansían perder la conciencia. Fatiga atrofiante.

Y allí va el subteniente Mellas, que había llegado al "inmundo culo del mundo" por un vericueto administrativo. Que descubre que puede ser tan valiente como en una película: "se entregó de modo absoluto al dios de la guerra que lo habitaba...". Pero no sólo es la ética del soldado, sino también la belleza de la camadería que nace de las experiencias compartidas, cuanto más dolorosas más robusta la amistad, ese misterio del universo.

En esta era oscura de cuarentenas infinitas, afortunadamente tenemos novelas extraordinarias como Matterhorn que nos recuerdan que a casi todas las generaciones les tocan pruebas díficiles de cumplir, y que lo mejor es estar a la altura de la responsabilidad para poder seguir en paz con uno mismo. "Lo que de verdad importa durante el combate -escribió el señor Marlantes- es cómo son las personas cuando están exhaustas".

En la página ciento veintinueve, nos ofrecen otro consejo: "En tiempos de crisis, encuentra el sentido en tareas pequeñitas y prosaicas el sentido de nuestras acciones alejando de las mente las preguntas más profundas que sólo conducen a la desesperación".

Guillermo Belcore

Calificación: Muy bueno