miércoles, 25 de diciembre de 2019

Naturaleza salvaje

Por Jane Harper
Salamandra. 396 páginas. Edición 2019
Australia es una nación civilizada que vive, por así decirlo, en plena naturaleza. El peligro capital para el ciudadano no proviene del sicario, el político corrompido o el pibe chorro, sino de las serpientes y los arácnidos, los rigores del clima, alguna estupidez o maldad aislada. Hay manzanas podridas como en todos lados, pero no existe un estado de podredumbre generalizada como al sur del Río Bravo. Los agentes de la ley lucen intachables. Al menos, así se desprende de la segunda novela policial de Jane Harper.
Naturaleza salvaje es una agradable lectura de verano. Una manufactura muy bien construida, propia de la era del trabajo editorial en equipo (la figura romántica del escritor que compone en solitario es cada vez más rara).
Nos lleva la novela a un parque nacional llamado Giralang Ranges, que en la vida real, podría ser el de los Montes Grampianos. Allí, concluirá como la mona una "aventura para ejecutivos", esas boberías que empresas presuntuosas contratan para fomentar el espíritu de equipo entre su personal. 
De las cinco mujeres seleccionadas por la firma BaileyTennants de Melbourne para compartir tres días de senderismo y acampada en la foresta, una no regresa y las otras cuatro lo hacen en condiciones deplorables. No es una empleada cualquiera la que ha desaparecido. Secretamente y a regañadientes, Alice Russell había accedido a colaborar con las autoridades para revelar los trapos sucios del estudio contable, es decir, lavado de dinero y tratos con la mafia.
Por eso, investiga la desaparición de la odiosa Alice el detective estrella del universo Harper: Aaron Falk, as del Departamento de Delitos Financieros de la Policía Federal. Joven, taciturno, casi albino, el investigador había presionado hasta doblegarla a la ejecutiva, junto a su compañera Carmen Cooper, cuyo rol en esta historia resulta prácticamente insignificante. Para complicar el asunto, en la zona de operaciones cazaba años atrás un asesino en serie, hoy muerto pero al parecer tenía un hijo.
Se ha urdido el thriller con un procedimiento muy eficaz; hay un vaivén entre presente y pasado. La autora intercala los capítulos de la busqueda contrarreloj de la informante, con la narración de los tres días previos en el bosque, bajo la lluvia, con mucho frío y sin provisiones. Todo les sale mal a los cinco compañeras de trabajo. Se extravían, se abren viejas heridas, se van degradando las relaciones hasta el climax final. El suspenso fue bien dosificado; Harper ha añadido un gancho al final de cada episodio, tal como estipula el manual del best-seller contemporáneo.
La autora profundiza, además, sobre problemas típicos de la clase media: el bullying, las adicciones, el sentido de la existencia, el estrés laboral, las decepciones con nuestros seres queridos, la rabia acumulada. Es una égloga de la mediocracia universal, aquí no encontramos héroes, sino esa gente que fracasa en la crianza de los hijos, tiene un proyecto de vida mediocre y un mal día pierde los estribos. Ni siquiera los detectives muestran cualidades especiales, son burócratas competentes, a lo sumo. Corajudo, empático, buen observador es lo mejor que puede decirse de Falk. No es una criatura que atrape nuestra imaginación.
No obstante, hay un elemento interesante haciendo de las suyas en la trama: el agreste entorno rural, seña de identidad de Australia. Es decir, tenemos aquí personas comunes y corrientes arrojadas a un paisaje excepcional, en este caso el bosque y las correntadas. Naturaleza salvaje, pues, pero además de la espesura hostil, el título podría aludir a las relaciones tóxicas en la familia, el lugar de trabajo y la sociedad en general que abruman al habitante del siglo XXI, incluso en paraísos como la isla continente, con sus envidiables niveles de desarrollo.
Ciertamente, por momentos el libro cae en un andar moroso (sin que esto implique un defecto); se toma su tiempo para las descripciones del lugar y las historias de fondo de los personajes. Cabe suponer que, de todos modos, habrá una adaptación televisiva o cinematográfica. Como la hubo de la primera novela de la señora Harper (Años de sequía), multipremiada y traducida a treinta lenguas. 
La escritora, por cierto, nació en Manchester en 1980 pero a los ocho años se mudó con su familia a Australia. Tiene doble nacionalidad y una carrera promisoria por delante. Su tercera novela se titula The Lost Man y aún no ha sido traducida al español.
Guillermo Belcore
Calificación: Bueno

domingo, 15 de diciembre de 2019

La prueba del ácido

"La belleza es una buena razón, para vivir, ¿no?"
Elmer Mendoza
El 11 de diciembre de 2006, el presidente Felipe Calderón declaró la guerra al narcotráfico. México aún discute aquella decisión dramática que elevó hasta la estratósfera la tasa de homicidios y sólo redundó en la hegemonía del Cartel de Sinaloa (¿era ese el propósito inconfesado?). 
"¿Quién puede hacerle la guerra a los cabrones? Lo tienen todo: armas, relaciones, estrategas, espías, dinero, aliados, etc?. ¿Sabes cuantos policías pueden morir? Todos...", reflexionan los personajes de una novela de don Elmer Filemón Mendoza Valenzuela (Sinaloa, 1949), el as de la narcoliteratura mexicana, que aquí venimos a recomendar.
La prueba del ácido (243 páginas) fue entregada a la imprenta en 2010; gracias a la decisión del Grupo Planeta de liquidar las existencias de Tusquets puede encontrarla hoy en las librerías de saldo de Buenos Aires a un precio irrisorio. Vale la pena el esfuerzo de buscarla, si que es usted comparte el gusto por la buena novela policial con abundante efusión de sangre.
En este blog ya hemos elogiado por partida doble a Elmer Mendoza. Su criatura se llama Edgar El Zurdo Mendieta, de la Policía Ministerial del estado de Sinaloa. El detective viste de punta en negro, y a los 43 años juguetea con la idea del suicidio, abrumado por la soledad y por la degradación de su oficio. Trabajar en los feudos de los brutales carteles de las drogas, en efecto, es como hacerlo en el Tercer Reich.
¿Se puede mantener la decencia en el infierno? El Zurdo acepta un sobre de vez en cuando, consiente las torturas a los detenidos para obtener información (la prueba del ácido) y es un protegido de Samantha Valdez (Sandra Beltrán, en la vida real) la reina del Cartel del Pacífico, pero su riqueza es la austeridad, el coraje y la independencia de criterio. Le agrada incomodar a los poderosos.
En esta ocasión, obrará por venganza, acaso el único estímulo que puede acicatear a un escéptico sin remedio. Mayra Cabral de Melo, meretriz brasileña de las que cuestan un ojo de la cara, fue asesinada. El pinche sabandija, incluso, le cortó un pezón. El Zurdo la amaba, como todos aquellos clientes que la conocieron bien. ¿Un narco la escabechó? ¿O fue uno de los políticos o empresarios influyentes de Culiacán, también mafiosos? Hasta las tres últimas páginas no conoceremos al asesino.
El telón de fondo, como se dijo, es la declaración de guerra de México D.F a esa "minoría ridícula" (Calderon dixit) de los narcos. Y la guerra de los cárteles entre sí. Decenas de cadáveres tapizan Culiacán. El padre del presidente de Estados Unidos llega a la zona a cazar patos. Casi lo matan. Por cierto, don Mendoza no se priva del prejuicio y el estereotipo ante sus poderosos vecinos del Norte. "Los gringos no son felices si no están peleando y ya se aburrieron de Medio Oriente", escribió (¡Ja, ja!, le dice el tamal a la olla).
EL HABLA SABROSA
Ingeniero de profesión (como Pynchon, Dostoieski, Primo Levi o Juan Benet) Mendoza se ufana de "haber logrado dar un lugar al lenguaje del estado de Sinaloa" en su veintena de libros (la saga detective Mendieta suma cinco). Es así. La novela desborda de coloquialismos, recoge esa maravillosa propensión del habla mexicana a acuñar apodos y a crear neologismos -vaya paradoja- usando tradición precolombina. Verbigracia: al esbirro se lo llama achichintle y a los guardaespaldas, guaruras. 
El procedimiento, claro, ha generado críticas académicas. En la magnífica revista Letras libres se ha acusado a Mendoza de cierto vicio que Aira denominó folclorismo programático, es decir colorear el texto con un diccionario en la mano, tan artificioso como esos entretenimientos aborígenes que los mercachifles nos infligen a los turistas cuando viajamos al trópico.
El texto, no obstante, tienen musicalidad y gracia. Ha sido bien trabajado. Es ingenioso -aunque arduo, a menudo, para distinguir una voz de otra- el truco de embutir el diálogo en el párrafo, a lo Saramago. Desborda, además, de sensiblerías, a lo telenovela mexicana. Todos lloran a la hetaira asesinada. Mendieta apela a Sandro de América: "Tus labios de rubí, de rojo carmesí...".
Por otra parte, halcones han acusado a Elmer Mendoza de paloma, de minimizar crímenes narcos, como si fuesen una fuerza de la naturaleza amoral, incluso de darle lustre a los hampones. El debate está abierto y nos interpela a los argentinos. 
¿Cuál es la mejor estrategia para enfrentar a ese cruel poder fáctico que ha regresado al querido México a la edad feudal? ¿Guerra sin cuartel o negociar con los malos una administración del delito que permita reducir los niveles de violencia homicida? ¿Deben los militares salir de los cuarteles para afrontar el reto? Francamente, quién esto escribe no lo tiene claro. Ríos de sangre, siguen corriendo. La tasa de asesinatos en México se ha estabilizado este año en 3.000 al mes. ¡Cien asesinatos por día!
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura de La Prensa.
Calificación: Bueno

miércoles, 4 de diciembre de 2019

Retorno a Brideshead

Amar a un ser humano -aunque sea a uno solo- es la base de toda sabiduría.
 Evelyn Waugh

Podría decirse, amigo lector o amiga lectora, que la gran noticia de la primavera no ha sido el inquietante retorno del peronismo o la fuga de Evo Morales, sino la decisión del sello Tusquets de liquidar inventarios en Buenos Aires. Hoy, uno puede descubrir gemas en las librerías porteñas al precio de un pan de manteca. Hallará, por ejemplo, una de las mejores novelas del siglo XX: Retorno a Brideshead, la obra maestra de Evelyn Waugh (1903-1966), "escritor inglés considerado por muchos como el novelista satírico más brillante de su día" (Enciclopedia Británica dixit).

Hace setenta y cinco años, Waugh concluyó el libro, aprovechando que un indulgente comandante militar prolongó su licencia médica. En 1944, el literato servía en los Royals Marines y se unió a una misión británica para apuntalar a los partisanos yugoslavos, pero -explica en el prólogo- tuvo la buena fortuna de sufrir una herida sin importancia que le proporcionó una temporada de descanso.

Rompió entonces la hucha de sus experiencias personales para componer un sublime ejercicio de nostalgia que retrata un minúsculo sector de la aristocracia británica -los terratenientes católicos, veinte familias apartadas de cualquier ascenso- y que reflexiona sobre el amor, el deseo y las convicciones religiosas (en 1930 Waugh había sido recibido en la Iglesia Católica).

En el prefacio, que no puede ser definido sino como "encantador" (esta es una palabra que aquí usaremos a menudo), Waugh afirma que el tema de la novela es, justamente, "la influencia de la gracia divina en un grupo de personajes muy diferentes entre sí, aunque estrechamente relacionados".


MIRANDO ATRAS


"La memoria, ese anfitrión alado que se cierne a tu alrededor, es la vida, porque no poseemos nada con certeza excepto nuestro pasado", establece Waugh en la página doscientos sesenta y siete. Fiel a la premisa ha escrito una deliciosa y tierna añoranza.

En plena Segunda Guerra Mundial, el capitán de infantería Charles Ryder recuerda con lágrimas en los ojos los lánguidos días de la juventud, cuando conoció en Oxford a Sir Sebastian Flyte, un alma atormentada de la nobleza católica. La movilización de tropas lleva al oficial (temporario) a la mansión de Brideshead, propiedad del barón de Marchmain, el padre de Sebastian. Cientos de días felices había pasado Ryder allí.

El primer tramo del libro nos conduce pues a 1923, la Arcadia del narrador. Irrumpimos en el Hertford College, reducto de una aristocracia universitaria que parece dispuesta a perdonar cualquier cosa excepto la falta de ingenio verbal (los magníficos parlamentos son una de las glorias del libro). Vemos a Sebastian paseando con un oso de peluche por debajo de los castaños en flor. Aparecen personajes encantadores en su anacronismo (el criado Lunt; el tutor Sangrass; lord Brideshead, el hermano mayor de Sebastian) o en su locura, como Anthony Blanche, el esteta por excelencia.

Viajamos después a Londres, Venecia, París y Marruecos. Hay escenas divertidas, como la visita de la pandilla estudiantil a un cabaret de mala muerte, el Old Hundredth. Todos terminan en la cárcel. Sebastian degenera en borracho perdido; odia a su familia, en particular a su madre, Lady Teresa Marchmain, tan fría como clamorosa, y con ese suave e infinitesimal matiz de burla que caracteriza a las clases altas del Reino Unido. Charles se transforma en la parte del mundo que Sebastian quiere abandonar. Por eso, los amigos -¿hay tensión sexual entre ellos o se trata de amor platónico?- se separan para siempre. Ryder se casa, se dedica a la pintura al óleo (como Waugh), juega a ser Gauguin.

En la tercera parte, la historia salta a 1933. Ya es hora de hablar de Julia Flyte, la hermana de Sebastian. Se reencuentra con Charles en un trasatlántico, se enamoran, los dos arrastran matrimonios infelices. La joven se había casado con un sinvergüenza ambicioso llegado del Canadá que se llama Rex Mottram (otro gran carácter), quintaesencia del "mundo adquisitivo" y de la política sin escrúpulos. Su conversión al catolicismo es tan patética como desopilante.

Charles y Julia resuelven divorciarse, planean irse a vivir juntos a House Marchmain ("donde la riqueza ya no tiene esplendor ni el poder posee dignidad"), pero la vuelta para morir en casa del barón, después de veinticinco años de exilio con una amante en Italia, revive "la cuestión religiosa". No es sencillo "vivir (técnicamente) en pecado". La antiquísima lucha entre lo profano y lo sagrado en la vida de un creyente. El final de las memorias del capitán Ryder resulta conmovedor.

UNA VIRTUD ESENCIAL


Decía Stevenson que hay una virtud sin la cual todas las demás son inútiles; esa virtud es el encanto. Retorno a Brideshead es puro encanto. Son encantadores los personajes, en particular los jóvenes de las clases ociosas que pueden vivir cómodamente de una subvención de sus mayores y necesitan escandalizar. Son encantadores también las conversaciones refinadas, las largas y majestuosas comparaciones (indudablemente Waugh tenía talento para la metáfora), los giros de la trama. La crítica social también es exquisita: detrás de un lord suele haber podredumbre, esnobismo y estupidez, como en cualquier otro ser humano.

Pero el autor en la página trescientos veintidós se rebela contra el artificio e incluso contra la intensa necesidad de los ingleses de ser educados. Escribió: 


"El encanto es la gran plaga de los ingleses. No existe fueras de éstas húmedas islas. Corrompe y mata todo lo que toca. Mata el amor, mata el arte".

Y en el prólogo -data de 1959- confieza que, "ahora con el estómago lleno", encuentra de mal gusto "el lenguaje retórico y adornado". No le haga caso, debe haber sido una concesión a una época en la que el socialismo ganaba terreno en forma de esa calamidad llamada corrección política.

Lo cierto es que, aún hoy, la novela atrapa tanto por la potencia estética como por la profundidad del contenido. Es fácil la identificación. ¿Quién no ha perdido algún paraíso en su vida, real o imaginario? ¿Qué persona de fe no sufre alguna vez un problema de conciencia? Por cierto, para el escritor la fe es básicamente dos cosas: aceptar lo sobrenatural como real y abrir a la religión la puerta del espíritu.

Retorno a Brideshead es, en síntesis, uno de esas novelas geniales en la que simplemente uno debe abandonarse al goce de la lectura. Digámoslo con palabras de Evelyn Waugh: la literatura "como mensajera de un instante de dicha, como la que llega en el fondo del corazón en la orilla de un río, cuando, de repente, el martín pescador destella por encima del agua".
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Excelente


lunes, 25 de noviembre de 2019

La cadena

En el aburrimiento y el miedo están las raíces de todo mal.
Kierkegaard

El historiador estadounidense Christopher Browning ha escrito uno de los libros más esclarecedores sobre el Holocausto. En Aquellos hombres grises (Edhasa, edición 2008), coloca bajo el microscopio al Batallón 101 de la Policía del Orden, una infame guadaña nazi que obró en Polonia. Unos 500 reservistas alemanes con sus peculiares uniformes verdes -hombres comunes y corrientes, personas decentes hasta la II Guerra- fusilaron a 38.000 judíos y deportaron hacia la cámara de gas a otros 45.000. El genocidio fue posible -concluye finalmente el catedrático estadounidense- porque debajo de la piel de la mayoría de nosotros hay una bestia ávida. A asesinar, incluso a gran escala, casi cualquier ser humano se acostumbra. Es otro gusto adquirido.

Una trepidante novela policial que el sello Planeta -con una tirada superior a lo normal- trajo a la Argentina se sostiene sobre idéntica hipótesis: "La civilización no es más que un puente de soga suspendido sobre un abismo", se establece citando a los existencialistas. Los humanos podemos cumplir el rol de depredador o de víctima. Sólo se necesita de un poderoso estímulo en la dirección del mal, plantea Adrian McKinty (Belfast, 1968) en La cadena, acaso el bestseller del año, por su originalidad y calidad narrativa.

¿Qué clase de persona es capaz de secuestrar a un niño y someter a sus padres a la más diabólica extorsión? Cualquier persona, que a su vez esté siendo chantajeada por una organización delictiva que había ordenado raptar a su propio vástago. Ingeniosa trama.

¿DONDE ESTA KYLE?


Una helada mañana de invierno, la profesora de filosofía Rachel O"Neill -sobreviviente de un cáncer de mama- recibe un par de llamadas escalofriantes. Su adorada hijita, Kyle, ha sido secuestrada. Para recuperarla sana y salva (es lo único que tiene en el mundo), deberá pagar veinticinco mil dólares en bitcoins y a su vez capturar a un niño o niña, cuyos padres serán sometidos a la misma doble demanda. Rachel se ha convertido en otro eslabón de La cadena.

Cualquier aviso a las autoridades, concluirá con su muerte y la de Kyle, que está en manos de otra familia chantajeada y que, como cualquiera de nosotros, es capaz de cualquier cosa con tal de salvar la vida de su prole. La sofisticada empresa criminal tiene cientos de agentes y parece infalible.

Ayudada por su ex cuñado Pete (un veterano de guerra, aficionado a la heroína mexicana), Rachel debe encontrar un objetivo en Facebook o Instagram, comprar una pistola, encontrar una mazmorra para encerrar a su pequeña víctima y realizar otros hechos aberrantes. Como los reservistas alemanes, la mujer nunca se hubiera creído capaz de perpetrar semejantes barbaridades. En la segunda parte del libro, intentará destruir La cadena, una suerte de Uber del secuestro, la extorsión y el terrorismo en la que los propios clientes realizan la mayor parte del trabajo. No conviene explicar más. 

La trama se desarrolla en Nueva Inglaterra, más precisamente en la parte norte del estado de Massachusetts, el culmine de la civilización occidental, un lugar donde la gente es muy amable y no necesita cerrar con llave sus casas. Es decir, McKinty usufructúa uno de los temores más profundos de la clase media estadounidense: Nadie, en ningún rincón de los cincuenta estados, puede vivir completamente a salvo. Como si se tratara de un cáncer, una entidad maligna puede caer en cualquier momento sobre los buenos ciudadanos. 

EL MOMENTO DE LA VERDAD


Literariamente hablando, lo mejor de la novela es la historia y el ritmo vertiginoso que magnetiza los dedos, uno no puede soltar el libro. McKinty hace alarde de una eficaz economía verbal pero fragmenta la novela en capitulitos (¿quién puede comer un bife apetitoso en pedazos chiquitos? Respuesta: Un niño). 
Como para justificar su paso por Oxford para estudiar filosofía, el autor salpica la trama con citas eruditas (incluso menciona un cuento de Borges) que contribuyen a demostrar una hipótesis: en el momento de la verdad, cuando lo que está en juego es la vida propia o la de un ser querido, ningún pensamiento elevado es capaz de proporcionarnos paz o guía moral.

Hay además otro interesante esbozo de denuncia social. ¿Estamos todos locos? ¿Cómo vamos a revelar en las redes sociales cada uno de los matices de nuestra existencia? Direcciones, teléfonos, trabajo, hijos, colegios, así como las aficiones y las actividades de cada cual. Somos nuestra propia Stasi.

Pero la meditación más poderosa de La cadena -cuyos derechos ya compró Hollywood- discurre sobre el punto que mencionamos al comienzo de este artículo y que, recordemos, también ha desarrollado muy bien Mario Vargas Llosa en Lituma en los Andes. La civilización es un fino y frágil barniz sobre la ley de la jungla, escribió J.G. Ballard.
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura de La Prensa.

Calificación: bueno

miércoles, 13 de noviembre de 2019

La muerte nómada

El saber popular repite un cliché: si escupes una semilla en la Pampa Húmeda inexorablemente crecerá un árbol. Es nuestro don del Cielo. Aunque puede que también sea una forma de maldición (hizo a muchos criollos indolentes).
Algo parecido puede decirse de la remota Mongolia. Allí donde usted excave encontrará oro, carbón, uranio, minerales raros, cobre, etc. Es también bendición y gualicho. Con sólo 3,5 millones de habitantes, una clase política corrompida y un pueblo desmoralizado como todos los que perdieron un Imperio, Mongolia es un bocadillo apetitoso para sus colosos vecinos (China y Rusia), así como para las multinacionales.
Ese Gran Juego en Asia Central de la realpolitik y la codicia empresaria agitan el último tomo de la saga Yeruldelgger, sin duda el mejor de los tres. Dígase al principiar y justifíquese después: La muerte nómada (Salamandra, 395 páginas) es una buena novela policial, a pesar de sus defectos de ejecución.
Su autor Ian Manook (Meidon, 1949) empezó tarde en la literatura (a los 65 años) y a instancias de una hija, según ha explicado. Abogado, periodista especializado en turismo, se enamoró de las infinitas estepas y del desierto de Gobi ("una inmensidad tan hermosa que enardece los corazones"), y escribió una trilogía protagonizada por el comisario Yeruldelgger Khaltar Guichyguinnkken, el as de la Brigada Criminal de Ulan Bator.
La crítica francesa ubicó tan noble empresa en el estante del policial étnico. Manook -seudónimo de Patrick Manoukian- recibió varios premios en su patria.
¿Escribe bien? Tiene los defectos del improvisador; se demora en detalles nimios que aburren; quiere decirlo todo. Lo mejor que puede decirse de su prosa es que es competente. Carece Manook de talento para la poética y, como dijimos en otra oportunidad (1), tres harpías desgarran la trama. Se llaman truculencia, cursilería y pintoresquismo.
Borges notaba que en el Corán no hay camellos. Una sutil forma de repudiar el folclorismo programático. Un licenciado de la Sorbona escribiendo sobre una civilización milenaria incurre en el vicio. Yeruldelgger está a punto de morir y su creador lo obliga a recitar el fragmento de una guía de turismo que describe a los burgueses europeos las arenas cantoras del Gobi, con sus tenues diferencias musicales de las dunas de Marruecos y Omán.
A pesar de sus ripios, el libro es en un noventa por ciento entretenido. Si el autor es un fiasco con el pincel de marta, el trazo grueso lo ejecuta bien. Pasan muchas cosas interesantes en la La muerte nómada. 

RETIRO ESPIRITUAL

Retirado en una yurta en el desierto para hallar la paz y la armonía, el ex comisario ve interrumpida su casta reclusión por el empeño de dos mujeres. Una amazona madura le pide ayuda al Pequeño Gran Hombre para encontrar a una hija desaparecida. Horas después, otra mujer a caballo -una joven- le suplica que castigue a los asesinos de su amante, un geólogo francés. Que no, que sí, que por qué no me dejan tranquilo, hasta que empiezan a aparecer cadáveres.
Cuatro hombres han sido ejecutados con el suplicio que Gengis Khan reservaba a los traidores. A esos desdichados los obligaban a tumbarse de espaldas sobre la estepa, los ataban uno al lado del otro y los tapaban con una alfombra gruesa. Y luego el conquistador lanzaba sobre sus cuerpos a sus guerreros a todo galope. Un tumen entero, una unidad del ejército de diez mil caballos. Una y otra vez. Ese era el castigo, ser machacados vivos sufriendo diez mil fracturas antes de morir, pues los jinetes evitaban pisarles la cabeza para alargar el tormento.
Las extrañas muertes ocurren en territorios que explota una poderosa compañía australiana. La Colorado mueve sus tentáculos para que las autoridades mongolas dictaminen que en realidad se ha tratado de un accidente. Así se lo hace saber, con amenazas, a la forense Solongo -novia de Yeruldelgger- la villana de este libro, Chagdarsuren Diugderdemidiin Bilegt, alias Madame Sue, una lobbista despiadada que ostenta "caprichos de millonaria china" y usa el sexo como un arma más.
Así la trama, se despliega en dos prolíficas direcciones. Los asesinatos cometidos de manera ritual nos conducen a una célula de terrorismo ultranacionalista que trata de inflamar a los abatidos mongoles con crímenes rutilantes. El lobby minero implica, como dijimos, los intereses de las grandes potencias que se disputan el derecho a ordeñar Mongolia como haría un viejo campesino rapaz con sus animales. Viajamos a Perth, Nueva York, Quebec y los jardines de Matignon. Por esas cosas de la manipulación política, el bueno de Yeruldelgger se convierte, muy a su pesar, en el Delgger Kahn, el líder improvisado de la resistencia nacional.

LITERATURA Y MENSAJE

No esconde Manook sus propósitos edificantes. Es una literatura con mensaje, ese colmo de horrores, según Oscar Wilde. En primer plano, ubica la denuncia del pillaje que sufre un pueblo y su cultura en manos de "conquistadores invisibles" (los halcones del capitalismo global). Se alza contra la destrucción de "mil años de tradiciones y sabiduría nómada". Una vez más, el mito del buen salvaje.
A tono con la época, reivindica añosas costumbres ecológicas de la atormentada estepa. Expone una hermosa costumbre mongola: el río no se ensucia, nada se tira en él. Si vas a bañarte o lavar la loza, saca el agua con una jarra. Entierra las porquerías. Ya limpio, podrás entrar a las aguas heladas que bajan del Altai. Dice que Gengis Khan ejecutó a generales sólo por orinar en el torrente.
Hay otra curiosidad que atañe a nuestro país. Leemos en la página cincuenta y dos: "...exagerando el gesto como jugador argentino de polo..." 
Guillermo Belcore
Calificación: Bueno

miércoles, 6 de noviembre de 2019

El cartógrafo de Lisboa

"Nada procura más paz que la contemplación de un mapa. Qué sencillo, firme, cierto parece el mundo en él". 
"De tanto aguzar la mirada para caligrafiar, a lo largo de tanta costa, nombres minúsculos de puertos o cabos, los cartógrafos sufren alucinaciones que casi siempre son de mujeres desnudas".
Bartolomé Colón

Capturar un hecho histórico trascendente -el descubrimiento de América, digamos- para convertirlo en una novela, desde una perspectiva singular, con una prosa elegante y erudita es una apuesta literaria que este blog siempre aplaudirá. Uno es capaz de perdonarle al osado -Erik Orsenna, por caso- los defectos de su escritura.

La noticia de la primavera porteña no es la vuelta del peronismo al poder, sino la decisión del Grupo Planeta de liquidar existencias del sello Tusquets. Decenas de buenos libros nos gritan desde las mesas de las librerías de saldo, a precios increíbles. Una buena novela, más barata que un pan de manteca.

Así llegamos a El cartógrafo de Lisboa (Tusquets, edición 2012, 328 páginas). El autor, como se dijo, se llama Erik Orsenna (pseudónimo de Eric Arnoult). Nacido en 1947, economista y escritor de profesión, miembro de la Academia Francesa, consejero de Francois Mitterrand, un cuadro eminente del desaparecido Partido Socialista. ¿Todavía no murió el PS? Bueno, los últimos resultados electorales en el hexágono indican que al dinosaurio rojo pálido le queda pocos años de vida.

Orsenna nos lleva a La Española, en 1511. Al final de su existencia, Bartolomé Colón, hermano menor del Gran Almirante y primer gobernador de la isla, se confiesa ante un cura dominico, que tiene su mismo nombre de pila, y se ha impuesto la misión de relatar en un libro la Historia del Gran Descubrimiento para que sirva de lección a los crueles españoles. El fraile se llama Bartolomé de las Casas, de la bondad extrema con los indios al peor salvajismo con los judíos. Lo acompaña un amanuense que toma notas. Escuchan arrobados el nacimiento de la idea y el crecimiento del afán que condujo a los cuatro viajes de Cristóbal Colón a América. El relato del anciano ancla en Lisboa, donde descollaba como cartógrafo, al servicio del Maese Andrea. Allí comenzó todo.

Es una travesía fantástica. En el siglo XV, la a capital de Portugal, es la capital de los Descubrimientos y los prodigios. En las endebles carabelas, llegan todas las semanas portentos de las costas africanas que necesitan ser renombrados en “idioma cristiano“. Los aborígenes desafían a los teólogos. ¿Qué ve en realidad un negro cuando observa a una mujer blanca desnuda? El asunto demanda una investigación del eminentísimo arzobispo. Los audaces se enriquecen: se puede cambiar en Senegal una pulida palangana de latón por cincuenta gramos de oro o tres esclavos. Pero el afán de lucro no es la motivación más poderosa, nos aclara la novela: Soplan vientos de curiosidad.

Quiera Orsenna transmitir un mensaje: las urbes más indulgentes son las que más progresan, pues atraen talentos de aquellas regiones donde cunde la persecución. La intolerancia es mal negocio.


EL NAUFRAGIO Y LA FIEBRE

El 13 de agosto de 1476, Cristóbal Colón naufraga en aguas de Portugal. Tenía 25 años, espesa cabellera rojiza y fama como marino. Se refugia en el taller donde trabaja su hermano (1). Lo ha conquistado una fiebre: navegar hacia Occidente para encontrar una nueva ruta hacia las Indias, saltando de isla en isla. De eso hablan en su taberna favorita de Lisboa: ‘El Loro Taciturno’. Encomienda a Bartolomé, pues, que investigue posibilidades en los libros maravillosos que desvelan a los hombres de su época. Lo envía a Estrasburgo y Lovaina para encontrar el Imago Mundi, que escribió el ex obispo de Cambrai, Pierre D’Ailly. Profundamente francés, Monsieur Orsenna atribuye a esta obra enciclopédica un papel decisivo en el viaje a América.

Uno de los puntos fuertes de la trama es que ha sido trufada con curiosidades, leyendas (¡ah!, la de San Brandan), textos maravillosos y extravagancias. El dato raro hace a la novela entretenida. Verbigracia: ¿Sabían ustedes que antes de ser elegido papa en 1458 (Pío II) Enea Silvio Piccolomini escribió una novela erótica titulada De duobus amantibus?

Ha logrado Monsieur Orsenna transvasar a los personajes de El cartógrafo de Lisboa su bibliofilia, por lo que aparecen una y otra vez referencias eruditas a textos sublimes de la era del nacimiento de la imprenta. Como el Atlas Catalán del judío mallorquino Abraham Cresques; o El libro de las maravillas del mundo de Marco Polo“¡Tengo que conseguir ese libro!”, exclama el gran marino pelirrojo ante su hermano en la página 175. ¿Quién de nosotros no lo ha dicho alguna vez? Qué somos: “No soy más que dos ojos que siguen apasionadamente los renglones"… “Cuando no se tiene agua que surcar con barcos, el único modo de huir es leer”. Pasión por el mar y pasión por la lectura.

La prosa de Orsenna, como se dijo, es elegante y erudita con un toque -sólo un toque- de mediocre naif europeo. Recuerda al Umberto Ecco de las aventuras medievales como Baudolino. La poética del francés es simplona; su necesidad de transmitir un mensaje, urgente. No pudo resistir la tentación de incluir, al final del libro, el repudio convencional a la maldad del colonizador europeo.


UN NIÑO GRANDE


Hasta aquí, si la memoria no me falla, había leído una sola novela que incluyera a Cristóbal Colón como personaje. El arpa y la sombra de -suenen las trompetas- don Alejo Carpentier. ¿Cómo es el gran Almirante de Orsenna, el de los años previos al viaje? Un marino excelente, versado en matemáticas, para el que sólo existía el Oeste. Sediento de saber, “se había encomendado a la tarea de agrandar el mundo visible”. Se creía designado, anunciado en las escrituras clásicas para llevar a cabo los planes de Dios. Bartolomé lo describe así en la página 158:

“Los que no conocen a Cristóbal no saben que siempre fue un niño que amaba, como aman los niños, lo lejano, lo brillante, los trajes y buscaba, como buscan los niños, el amor de su padre y su madre, no ya de Doménico y de Susana, sino de Fernando e Isabel, el rey y la reina”…

Estamos hechos de agua, conjetura Monsieur Orsenna, inspirado acaso por Nietzsche (Somos fuerzas, decía el alemán). Y, como el agua, seguimos nuestra inclinación más fuerte. Hermoso, ¿no?
Guillermo Belcore


Calificación: Bueno


(1) Bajo el reinado de Alfonso V funcionaban 152 talleres de cartografía. La venta de mapas marítimos a extranjeros estaba penada con la pérdida de una oreja.

viernes, 25 de octubre de 2019

Entierre a sus muertos

La historia es vieja como Occidente: una persona quiere cumplir con un deber moral -enterrar a un muerto, digamos- pero la polis, el poder real, se opone. ¿Dijimos Occidente? Nos quedamos cortos. ""No hay una sola lengua que yo conozca ni un solo país que no haya creado el personaje de Antígona"", ha destacado George Steiner (1), ese crítico sublime. La historia entonces es antigua como el mundo.
En la novela más reciente de Ana Paula Maia (Nova Iguazú, 1977), el papel de Antígona lo interpreta un quía llamado Edgar Wilson, en una remota carretera del Brasil rural. El hombre va de aquí para allá levantando los animales muertos -desde un agutí a un buey- que yacen sobre la ruta y pueden causar accidentes. Ese es su trabajo. Recoge los cuerpos de las bestias y los lleva hasta una colosal trituradora que los convertirá en abono.
Hasta que un día, siguiendo el rastro de las aves de rapiña, Edgar encuentra a una mujer ahorcada en un árbol. Podría ser una de esas prostitutas que trabajan día y noche en la ruta. No hay quien quiera o pueda hacerse cargo (lo explicamos más abajo); los restos se convierten en festín del urubú. El obrero viola las reglas de su empresa, desafía a las autoridades, y se lleva el cadáver. Su código moral le dice que ninguna persona muerta debería quedar sin sepultura. Lo mismo ocurrirá días después con un motociclista muerto.
Entierre a sus muertos (Eterna Cadencia, 127 páginas) es una novela demasiado breve para nuestro gusto (da la impresión por momentos que es un cuento alargado), pero con una saludable y delicada indagación filosófica.
Volviendo al mito clásico, el papel de Creonte lo cumple aquí la sociedad mísera, codiciosa y burocrática en que se desenvuelven los personajes; el sistema diría un izquierdista de salón. La policía no cuenta con los medios para retirar un cadáver. Las morgues desbordan. Es una mala época para morir, establece alguien. Cuerpos desaparecen, son usufructuados por los mercaderes de la Parca, las familias no pueden enterrarlos. "Millones y millones de hombres y mujeres que no conocen una sola palabra de griego y nunca han oído hablar de Sófocles han visto con sus propios ojos y vivido en sus almas el drama de Antígona", notaba el maestro Steiner.
Acompaña al buen Edgar en su cruzada, un compañero de trabajo, un cura excomulgado por ultimar en defensa propia a un matón, antes de entrar al seminario. Tomás también quiere hacer los correcto. Acostumbrados a tratar con el final de las cosas, no toleran que el cuerpo de una persona se pudra a la intemperie, a la vista de todos, para gozo de los animales carroñeros. Quieren sentirse no felices, sino menos miserables.
Y allí van las dos conciencias rectas por las carreteras sertanejas de una ciudad a otra, buscando una tumba digna y lidiando con lluvias bíblicas y hombres malvados que piensan con el bolsillo. Todo narrado con imágenes fuertes y un finísimo humor negro, de tragicomedia. Se esbozan interesantes subhistorias, como la del taxidermista.
Del estilo siempre algo hay que decir. La prosa de la señora Maia es seca, transparente y funcional como la de Graciliano Ramos, aunque más minuciosa en la narración de los hechos. No se omite nada, pero la voluptuosidad brasileña sólo aparece en el disfrute del buen café. No hay lugar para lo real maravilloso. Cunde el realismo sórdido.
EL RIPIO
Un solo ripio hemos encontrado. Ana Paula tiene un problema con la religión organizada; la detesta, deja entrever. En la página 36, injerta esta frase extemporánea:
"El libre comercio religioso, apoyado en ideas de prosperidad no sólo celestial sino también terrenal, logró por medio de los tres pilares que lo sustentan -culpa, miedo, lucro- construir un nuevo sistema en donde el arrepentimiento y la expiación ya no suponen exclusivamente una recompensa de los cielos, sino también una de este mundo, mediante el viejo modelo de el que paga, recibe".
Parece escrito por uno de esos sociólogos progres que detestan a Bolsonaro, ¿no? Nada tiene que ver con los personajes que aparecen en escena o con la voz del narrador, pero por fortuna, es el único exabrupto. 
Más respetable es la decisión artística de convertir la fe de los pobres y de los desesperados en el segundo gran tema de la novela. "Dios y dolor es lo único que se ve las rutas". "La muerte y lo sagrado están siempre juntos", reflexionan los amigos justicieros. 
Nos quejábamos más arriba de la avara cantidad de páginas; uno se queda con ganar de seguir explorando el seductor Brasil de tierra adentro. Pero un amigo nos advierte que Edgar Wilson -siempre ligado a la muerte- y el pauperismo campestre en general han aparecido en obras anteriores de Maia. El periodismo le ha preguntado a la escritora si Entierre a sus muertos debe ser leído como el final de una trilogía (2). O como el tercer volumen de una saga que Dios quiera continúe. 
Nadie nace solo, nadie debería morir solo. La carne no debe quedar expuesta a la vejación. Esos son los poderosos mensajes sofocleanos que nos ofrece una nueva estrella en la constelación literaria brasileña. 
(1) George Steiner en diálogo con Ramin Jahanbegloo, Anaya & Mario Muchnik, edición 1992.
(2) "De ganados y de hombres" (2013) y "Así en la tierra como debajo de la tierra" (2017).

Calificación: Bueno


martes, 22 de octubre de 2019

La chica que vivió dos veces

Por David Lagercrantz

Destino. 581 páginas

Solíamos los muchachos de antaño entretenernos con Bomba, el muchacho de la selva, colección escrita por diferentes plumas y popularizada en la Argentina por el legendario sello Robin Hood. A fines de los años setenta, devoraba las peripecias de un joven Tarzán del Amazonas, luchando contra anacondas, jaguares y exploradores envilecidos. Eran libros divertidos, atrapantes, pero hoy sólo podría recomendarlo a personas de no más de dieciséis años. Bueno, lo mismo ocurre con el latido postrero de la saga Millennium, uno de los más exitosos productos de exportación de Suecia.
En este siglo, se vendieron más de cien millones de copias de las aventuras de Lisbeth Salander. La extraordinaria criatura cultiva el punk y es uno de los hackers más eficaces del planeta. Flaca como un palo, puede, además, partir en dos de una patada a un matón de dos metros de alto.
Lisbeth ha surgido de la imaginación del periodista Stieg Larsson, quien, por culpa de un infarto de miocardio en 2004, no logró ver sus tres novelas publicadas y aclamadas en todo el mundo. Sus herederos (hubo una feroz batalla judicial de por medio) consideraron pertinente continuar con el negocio y contrataron a otro periodista, David Lagercrantz (Solna, Suecia, 1952), para componer otra trilogía (1).
 Acaba de aparecer el último volumen. Jura la contratapa que aquí termina la saga Millennium, pero con la industria editorial nunca se sabe. Ya llevamos, por otra parte, cinco adaptaciones al cine (tres producciones suecas, dos de Hollywood).
En este universo de partículas elementales, el segundo gran personaje es Mikael Blomkvist, alter ego de Larsson. Periodista de investigación de la revista independiente Millennium, amigo para siempre (y con derecho a sexo) de la colérica y anarcoide Lisbeth. 
En su última correría, brega para esclarecer la muerte en Estocolmo de un mendigo con rasgos orientales, que está vinculado -de alguna forma- con el ministro de Defensa sueco, un político en ascenso hasta que osó denunciar la intromisión del Kremlin en el reino.
La segunda línea argumental de La chica que vivió dos veces despliega la batalla final entre Salander -que ahora tiene un aspecto mucho más pulcro, los piercings han desaparecido y usa el pelo corto- y su malvada hermana. Es Camilla-Kira una de esas bellezas que cortan el aliento (¿son gemelas o no?), y está vinculada con agentes de inteligencia y mafiosos rusos. Este es un punto importante de la trama.
Si hay algo que puede elogiarse en el libro, en efecto, es que indaga en uno de los submundos más revulsivos de la política internacional: las fábricas de trolls de la Federación Rusa, el brazo clandestino del GRU que con ataques de hackers y campañas de desinformación siembran el caos y potencian el odio. Se ha denunciado su influencia deletérea en elecciones occidentales, siempre de acuerdo a los intereses del zar Vladimir I. Uno de los beneficiados, al parecer, fue Donald Trump.
Como idea general, podría decirse que para un lector más o menos experimentado resulta difícil llegar hasta el final de una novela cuya potencia estética es de menos diez. He aquí otro caso. El libro carece de densidades estéticas, psicológicas y temáticas (con la excepción de los hackers rusos, como se mencionó). Entretiene, a lo sumo. ¿Ya dijimos que la prosa de Lagercrantz es para adolescentes?
Naturalmente, la historia, con su módico suspenso y su acción trepidante del final, no se mueve un milímetro de los andariveles de la corrección política, lo que siempre contribuye a multiplicar el tedio. Lisbeth, quien en su momento quemó vivo a su padre abusador, es una heroína feminista que aquí no duda en torturar con una plancha a un marido que golpea a su esposa.

viernes, 18 de octubre de 2019

Harold Bloom QEPD: Homenaje al maestro

Harold Bloom, uno de los dos mejores críticos literarios de nuestro tiempo, murió el lunes en un hospital de New Haven. Tenía 89 años y la salud quebrantada desde hacía un tiempo. Enseñó durante más de medio siglo literatura de la imaginación en Yale (la semana pasada dio su última clase). Se consideraba a sí mismo un gnóstico empedernido y un ``formulador crítico de lo sublime''. Tenía una fe inquebrantable en el juicio estético y las jerarquías literarias. Predicó la shakespearología como la más benigna de las religiones. Fue un entusiasta maestro de lecturas. Lo echaremos de menos; sus enseñanzas han inspirado este blog.
 Había nacido en Nueva York en 1930, en el seno de una familia piadosa y pobre de judíos ucranianos. Escribió más de cuarenta libros (muchos influyentes), miles de artículos y hasta los 500 prólogos de los tomos de la Biblioteca de Chelsea.
 Su obra más conocida -y polémica- fue El canon occidental, toda una referencia para el lector que busca profundidad y calidad literaria. Publicada en 1994, lista unas trescientas obras de ficción que el hombre ilustrado ``debe asimilar para llenar el vacío de su soledad''.
 Más que el inventario en sí (hay omisiones imperdonables y Bloom terminó renegando de la lista), lo importante fueron los conceptos con que el que fue edificado. ¿Cómo saber si una obra famosa es canónica? A menos que exija relectura no podemos calificarla como tal, sentenció el maestro. La analogía inevitable es erótica.
Nos advirtió Bloom a los que comentamos libros que siempre debemos preguntar, respetuosamente, al texto: ¿Contienes originalidad, sabiduría, exuberancia en la dicción, dominio de la metáfora y profundidad psicológica? Las obras canónicas suelen incluir todas o la mayor parte de las cinco potencias estéticas.
 Hay que destacar que en este ensayo imprescindible no solo quiso enseñar a leer. También sugirió abominar de lo que designaba como la escuela del resentimiento, integrada por esos ``idealistas resentidos que denuncian la competencia tanto en la vida como en el arte''. Sentenció con lucidez que leer al servicio de una ideología es no leer nada. La deconstrucción, el multiculturalismo, la corrección política, el feminismo radical fueron sus enemigos. El mensaje primordial de su vasta creación podría resumirse en una frase: las jerarquías literarias existen y son importantes. 
EL ELITISTA
 El erudito siempre trabajó con elementos sublimes pero Shakespeare fue largamente su materia prima favorita (véase Shakespeare, la invención de lo humano). Podía recitar casi toda la obra del vate inglés de memoria y se jactaba de ser capaz de leer y asimilar un libro de 400 páginas en una hora, según The New York Times
 A pesar de su prosa nerviosa y confusa (por momentos) que propende al aforismo y al panfleto, nunca sus juicios dejaron de resultar interesantes, para quien esto escribe. Naturalmente, fue injusto y arbitrario, como todos los grandes críticos. Sostuvo la tontería de que no hay valores artísticos en la obra de Stephen King y Doris Lessing (¡Ja!). Todo hay que decirlo, le gustaba provocar y que lo compararan con Samuel Johnson.
Lo paradójico es que Bloom, el elitista, fue el crítico estadounidense más famoso de su tiempo y muchas de sus obras se convirtieron en best sellers. Le pagaron 1,2 millón de dólares como adelantó por Genio: un mosaico de cien mentes creativas ejemplares (2002).
 Pero por sobre todas las cosas, Bloom fue un polemista valiente que desafió las tortuosas corrientes intelectuales de su tiempo. Al fin y al cabo, a cualquiera que se anime a emitir un juicio sobre el valor estético de un texto -``mejor, peor, igual a''- corre el riesgo de ser tachado sumariamente de aficionado total por la Academia o la mala crítica diarística.

LAS INFLUENCIAS

 Otra obra magnífica que no puedo dejar de recomendar de Bloom es Anatomía de la influencia (2011), que retomó una hipótesis presentada en 1973 y a la que consideraba su canto de cisne. Escribía en este blog hace ocho años: ``Ha querido publicar el maestro una reflexión final sobre lo que llama proceso de la influencia. Comenta con pasión y sensualidad (la clave en su procedimiento es pensar las sensaciones) unos treinta autores extraordinarios del canon occidental''.
 ``Entiende Bloom que en literatura la influencia (como la jerarquía) existe. Consiste en la transmisión de un escritor anterior a uno posterior. Lo único que importa a la hora de interpretar -sostiene- es como un poema revisa a otro, tal como lo manifiestan sus metáforas, sus imágenes, su dicción, su sintaxis, su gramática, su métrica, su postura poética. El quid es la lectura creativa errónea. Eso sí, la influencia actúa de manera laberíntica, nunca lineal''. 
 ``El agón resulta el rasgo central de las relaciones literarias. El crítico debe comprender la imitación, debe preguntarse de dónde extrae un gran escritor la idea de... y cómo la perfecciona. Que hay de Faulkner en Onetti, por ejemplo''.

¿YAHVE, EL PERSONAJE?

 Bloom también se interesó en la religión. Quiso ser original pero no evitó el disparate, fruto de una imaginación poderosísima con recaídas en el ateísmo. En El libro de J de 1990, Bloom vio al Dios judeocristiano como un personaje literario, inventado por una mujer.
 En Los nombre divinos postuló, incluso, en que no existe una tradición judeocristiana. Las dos historias, los dos dioses, e incluso las dos Biblias serían irreconciliables. El cristianismo es básicamente politeísta; la Santísima Trinidad es una ardid para ocultarlo. El evangelista Juan fue un antisemita terrible. Definió a Cristo como la hiperbólica expansión del acto de usurpar a su amado Padre, tal como hizo Zeus con Cronos. Adorar a esa invención greocorromana sería como rendirle culto a Hamlet o Don Quijote, exageró.
 En 1991, exploró los misterios de la espiritualidad de su país en La Religión Americana, que sería un fenómeno nuevo y aún en desarrollo, que entremezcla antiguas herejías y acentos decimonónicos y avanza con un triunfalismo inmoderado. ``Sería inexacto considerarla como parte del cristianismo histórico'', advirtió. ``Representa una gran victoria de la imaginación, pero ha generado desgraciadas secuelas políticas y sociales''. Incluye a los mormones y a los bautistas sureños.
 Como se ve, Bloom fue un aguafiestas que llegaba con la mala noticia de que las creencias de los estadounidenses no son en absoluto las que dicen tener. No obstante, entendió con toda sabiduría que la religión no es el opio de las masas, sino más bien su poesía. Una lírica desbordada, buena y mala.

 Digamos, finalmente, que abordar los libros de Bloom -como los de Borges o Ecco- implica sumergirse en una desbordante biblioteca. Lo mismo puede aseverarse del otro extraordinario crítico de las letras que nos queda, George Steiner.
Guillermo Belcore
PD: La foto es de The New Yorker.

sábado, 12 de octubre de 2019

Dos series de la República Checa

En el norte de Moravia se encuentra la ciudad de Olomouc. Tiene la misma cantidad de habitantes que Pergamino, unas cien mil almas más o menos. Es una urbe reconocida en Europa Central por la universidad y por la columna de la Santísima Trinidad, una de las glorias de la arquitectura barroca. Ahora es la locación de una de las mejores miniseries exóticas de la Galaxia Streaming: Anatomía de un asesinato, libre traducción al español de Detektivové od nejsvetejsí trojice (Detectives de la Santísima Trinidad).

  ¿Un policial de la República Checa? Precisamente, esto venimos a recomendar. Puede encontrarlo en Amazon Prime Video. Hasta ayer habían subido las dos primeras temporadas; siete capítulos en total.Es una joya rara que combina magníficas actuaciones, un guion cautivante, realismo sucio, y ese virtuoso manejo de la cámara que sólo puede encontrar en el gran cine, especialmente europeo.

  La miniserie se basa en los libros de Michal Sykora. Los personajes principales son la capitana Marie Vyrová (Klára Melísková) y su equipo de detectives de Olomouc. El jefe de la unidad, Viktor Vitos (Miroslav Krobot), fue obligado a jubilarse al descubrirse que de joven perteneció a la odiada Seguridad del Estado (StB) durante el infierno comunista.

  Aquí no hay alarde de nuevas tecnologías; la comisaría es más bien pobretona, como las nuestras de provincia. Se emprende una investigación a la vieja usanza, con interrogatorios, trabajo de campo, mucho esfuerzo artesanal. Los policías son personas comunes y silvestres que deben lidiar con las bajezas de la política (se afirma que Chequia es uno de esos países donde un tunante puede llegar a ministro); con su salud (la jefa Vyrová sufrió un infarto durante un operativo); y con sus afectos: el detective Pavel Mráz (Stanislav Majer) debe hacerse cargo en soledad de su hija adolescente; y la novata Kristyna Horová (Tereza Vorísková) se enamora de un profesor casado, un verdadero hipócrita, y eso podría arruinar definitivamente su carrera.

EL EXORCISTA

  La primera temporada (tres capítulos) se titula El caso para el exorcista. El cadáver de una joven, desnuda y con el número 666 marcado en su vientre con hierros candentes, es hallado en el altar de la iglesia del poblado de Stepanovice. Enseguida se descubre que era la novia del padre Karas, un hombre bueno que se preparaba para dejar los hábitos religiosos por haber quebrantado los votos de celibato. El sacerdote es el primer sospechoso.

  Sombras azules es el nombre de la espléndida segunda temporada (cuatro capítulos), cuyos planos extravagantes y la cámara flotante del director Viktor Taus son un valor añadido que encantará al cinéfilo.

  Ha aparecido muerto en su despacho de la Universidad Jesuítica de Olomouc un profesor de literatura -experto en estructuralismo, para más señas-. Recibió tres balazos a quemarropa. Días después asesinan a un periodista de investigación. ¿Qué los une? Ambos habían denunciado sobreprecios en las obras edilicias de la alta casa de estudios. Apuntaron con el dedo al elegante tesorero. También está involucrado un pez gordo de Praga, que en su momento lucró con las tierras que dejaron los rusos después de la Revolución de Terciopelo. Hay policías corruptos en el medio, obstruyendo la investigación del equipo de Vyrová. Casi todos saldrán lastimados. ¡Qué buena película de cuatro horas!

LIQUIDO DE LA MUERTE
 
Como usted sabe, Amazon Prime, división televisiva de la empresa con mayor capitalización bursátil del mundo, compite con Netflix con una ínfima -aunque muy valiosa- producción propia, por eso viene apostando a completar la grilla con calidad. Así aparecen (hay que buscar con paciencia) esas delicatessen que se encuentran fuera de la corriente principal de la anglósfera. Anatomía de un asesinato es un ejemplo cabal.

  Otra espléndida producción de la República Checa es Metanol, el líquido de la muerte, basada en una tragedia real. Los dos capítulos de hora y media cada uno narran la pavorosa cadena de envenenamientos que provocó la adulteración de bebidas espirituosas (ganaban algunas coronas de más con la evasión impositiva), más la investigación que encabezó el capitán Halek (Vasil Frilich). Trabajando contrarreloj, la Policía atrapó rápidamente a los maleantes (una suerte de 
Armada Brancaleone) y confiscó los licores adulterados.

  Como en los dos casos anterior, no hay glamour. De ambos lados de la arena nos encontramos con personajes de carne y hueso; hasta los mafiosos resultan patéticos. Aquí también hay muy buenas actuaciones, pero el tratamiento de la imagen es convencional. Lo que atrapa es la tremenda historia, la peor crisis de seguridad en el país eslavo desde 1989.

  Para los que no conocen el asunto: en el verano boreal de 2012, diez mil litros de alcohol destilado en el mercado negro de la Chequia rural -a partir de una mezcla de etanol y metanol altamente venenoso-mataron a 38 personas y dejaron a otras 80 gravemente lesionadas. Muchas quedaron ciegas para siempre. Si sigue nuestras sugerencias, verá usted consternado que la codicia cuece habas en todas partes.

Calificación: Muy bueno

lunes, 30 de septiembre de 2019

Final Feliz

Habría que enfocarse en la literatura argentina actual para encontrar una degradación artística tan notoria como la que media entre el barroco iberoamericano y la novela española contemporánea. Aquellas magníficas catedrales verbales -como la de Juan Benet o Francisco Ayala- han descendido a vana palabrería con harta frecuencia. Esa retórica intrascendente, cargada de tópicos, intoxicada de corrección política se encuentra presente en la obra más reciente de Isaac Rosa (Sevilla, 1974). Verborrea es el nombre del juego.
Feliz final (Seix Barral, 300 páginas) somete a escrutinio neurótico algo tan vulgar como una separación matrimonial por desgaste y por la aparición de una tercera en discordia. El se llama Antonio y se gana la vida como periodista, por lo que -en todos lados Internet cuece habas- se ha hundido en la precariedad laboral (la inestabilidad del freelance). Ella es Angela, profesora de Historia. Tienen dos hijas. Típica clase media intelectual y progre. Vidas agobiadas, como las de la mayoría de los seres humanos.
La trama se hilvana como si se tratase de cartas que se envían el uno al otro. Una interminable sucesión de reproches, recuentos mezquinos de su historia marital, nostalgia tóxica, ataques narcisistas, racionalizaciones y relatos sobre casi todo: "...que si yo me he acostado con otra persona ha sido porque nuestra relación estaba muerta... levantamos un muro de piedra, stonewalling lo llaman..." 
Es un espiral tedioso que conduce a la iluminación final, y que le permite al autor injertar opiniones -algunas muy sagaces- sobre problemas de hoy, como el enamoramiento, el adulterio o el deterioro de la profesión periodística. El señor Rosa se jacta de escribir "novelas políticas".
En la hinchada trama, hay un mecanismo ingenioso. La narración marcha de adelante hacia atrás, desde la separación hasta el momento en que Antonio y Angela se habían conocido, en una suerte de genealogía del desamor. Epílogo, capítulo 8, luego el 7, etcétera, hasta el prólogo. Hay también trucos tipográficos y otro procedimiento que siempre causa fastidio a quien esto escribe: la profusión de listas (¿Quién habrá sido el insensato que convenció a los escritores de que las listas de cosas resultan interesantes?; ¿será otro déficit de invención?).
Puede que lo mejor del libro sean las reflexiones sobre el deterioro de la institución matrimonial en esta fase líquida de la modernidad, que "refunde las relaciones humanas a imagen y semejanza de las relaciones que se establecen entre consumidores y objetos de consumo", Zygmunt Bauman dixit.
Fiel al espíritu de la época, el autor coloca las palabras más atinadas en boca de Angela. En la página 150, se reivindica la "comunidad de madres", es decir, criar en tribus no es una locura africana, "...la locura es criar tus hijos sin ayuda, dejarlos ocho o diez horas en la guardería, el colegio, las extraescolares, contratar a otra mujer que dejó a sus hijos en su país de origen para que por la tarde madres o padres volvamos a casa y juguemos al juego de quien está más cansado y quien tiene menos paciencia..."
El divorcio es una catástrofe para nuestra generación, pero una catástrofe económica, "una garantía de descenso social", se queja Antonio, el inmaduro de la relación. 
Y en la página 70, Angela nos ilumina -con talante socialdemócrata, faltaba más- cómo es eso de "envejecer juntos": que cada casa, cimentada sobre una "forma tranquila de quererse" se convierta en el propio Welfare State, una campana de acero que proteja a cada uno de los integrantes de esa familia. Isaac Rosa, que en el fondo es un moralista, tiene razón en el punto: no es que afuera esté lloviendo; hay devastadoras ventiscas de infortunios en la alborada del siglo XXI.
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.
Calificación: Regular