viernes, 17 de julio de 2020

Midway, según Roland Emmerich

­El 4 de junio de 1942, entre las 10.25 y las 10.30 de la mañana, el sueño imperial de Japón quedó hecho cenizas. No existen en los anales de la historia militar cinco minutos tan decisivos. A más 3.000 kilómetros de distancia de cualquier masa continental, cambiaba el curso de la Guerra del Pacífico. Valerosos pilotos estadounidenses hundían tres portaaviones japoneses, sellando el resultado de la batalla de Midway. Nunca más el Imperio del Sol Naciente pudo recuperar la iniciativa; su rendición era cuestión de tiempo, aunque insumió tres años más de hostilidades y dos bombas nucleares. 
Fue Midway una victoria naval digna de figurar junto a Salamina y Lepanto. Por tercera vez, Oriente amenazaba la hegemonía occidental y por tercera vez el poderío asiático era contenido -contra todo pronóstico- con una combinación afortunada de espionaje, perspicacia en el mando, coraje, libre iniciativa y buena suerte. 
Naturalmente, Hollywood ha explotado el acontecimiento. Se dio la casualidad de que en el momento del combate, John Ford se encontraba en el atolón filmando un documental de la pequeña base militar (el director fue alcanzado por la metralla japonesa), por lo que, con valiosas imágenes en vivo, pudo realizar un cortometraje que quedó en la Historia. Con un reparto de estrellas y la dirección de Jack Smight, en 1976 llegó a los cines la superproducción La batalla de MidwayEl año pasado, se presentó una remake que ahora puede verse en Amazon Prime. La película, tan mediocre como interesante, es el motivo de esta nota. 
Midway, batalla en el Pacífico es un ejemplo cabal de las posibilidades enormes de las imágenes generadas por una computadora con un presupuesto generoso (100 millones de dólares). Máxime en manos de un director y productor como el alemán Roland Emmerich, un enamorado de las coloridas explosiones y la ostentación artificiosa. Las escenas bélicas son espectaculares, en particular el ataque a Pearl Harbor y los combates aéreos sobre el mar.
Todo lo demás -con la excepción del contexto histórico- es de medio pelo para abajo. Los personajes son planos, los diálogos previsibles, las sensiblerías rebajan la trama. La película es prima hermana de otras criaturas mediocres y presuntuosas de Emmerich como Día de la Independencia. Formidables efectos visuales más clichés. Hay que destacar que la película no fue un éxito de taquilla, recaudó sólo u$s 125 millones. 
Pero Midway es un asunto fascinante, aunque Hollywood -con la excepción de John Ford- no haya estado a la altura del magno acontecimiento. La pregunta que aún hoy se formulan los historiadores sigue siendo la misma: ¿Cómo fue posible que Estados Unidos obtuviera en junio de 1942, es decir seis meses después del comienzo de las hostilidades, un triunfo tan categórico sobre un enemigo que contaba con una abrumadora superioridad material (seis portaaviones contra tres), el mejor avión caza del momento (el Mitsubishi A6M2 Zero), experimentadas escuadrillas aéreas que funcionaban como un ballet y la iniciativa militar, entre otras ventajas?
 La respuesta es siempre la misma: en cada hito siempre hay hombres en pugna y éstos -como nos ha enseñado Armando Ribas- son el producto de un sistema ético y político. Para bien de la humanidad, el tándem Chester Nimitz-Raymond Spruance doblegó a la pareja Isoroku Yamamoto-Chuichi Nagumo. 
Si los japoneses hubiesen destruido la flota enemiga y tomado Midway, algo absolutamente factible, es razonable suponer que Estados Unidos también hubieran perdido poco después las islas Hawaii, por lo que la estrategia global del presidente Roosevelt (Alemania primero) habría quedado en entredicho, con las consecuencias tremendas que esto habría acarreado a los aliados en el norte de Africa y las estepas rusas. 

EL INCREIBLE DOOLITLE 


La sucesión de acontecimientos que condujeron a Midway está muy bien narrada en la película. Japón era en la década del treinta una teocracia infernal -sacudida por los asesinatos políticos- con sus elites militares obsesionadas por recrear en Extremo Oriente el modelo colonialista que los europeos aplicaban en Asia y Africa. Invadieron China e instauraron el régimen títere de Manchukuo. Los rusos los contuvieron en Mongolia (marzo de 1939, batalla de Nomonham), por lo que la rapiña territorial debió apuntar al sur. Se apoderaron de las Filipinas, Malasia e Indonesia y, en el proceso, lanzaron un ataque preventivo contra Estados Unidos, que les había cortado los suministros de petróleo por las atrocidades cometidas contra el pueblo chino. 

El bombardeo de Pearl Harbor -el filme lo destaca- cometió un grave error. El almirante Nagumo no destruyó los depósitos de combustible, lo que hubiera dejado fuera de combate a la Flota del Pacífico por largos meses. 
Básicamente, después del 7-D, Japón se empeñó en asegurar el perímetro y completar la conquista interna. Después de dos siglos de hegemonía, el poder naval británico fue borrado del Océano Indico en tres meses, para espanto de Sir Winston Churchill. El intento de amenazar a Australia, no obstante, fue frenado por Estados Unidos en la batalla del Mar de Coral, que dejó a dos portaviones nipones averiados y uno norteamericano en llamas, el Yorktown. No obstante, en una increíble proeza logística fue reparado en menos de una semana y logró participar en Midway. Subestimar a los norteamericanos es un error fatal que suelen cometer sus enemigos. 
Y entonces, ocurrió la tan descabellada como valiente incursión sobre Tokio del mejor piloto de entonces el coronel del Ejército James Doolittle (en la película Aaron Eckhart). El ataque, de ínfimo valor militar, tuvo una importancia descomunal como herramienta de propaganda. ¡El divino emperador al alcance de las bombas enemigas en sólo cuatro meses de guerra! Yamamoto fue convocado para que no vuelva ocurrir. Había que darle una lección a los arrogantes norteamericanos. Se decidió entonces un Tokio un ataque por sorpresa al atolón de Midway, con dos propósitos: arrebatarle al enemigo un precioso aeródromo estratégico y una base donde repostaban los submarinos; además, de obligar a la flota estadounidense a salir a combatir, por más debilitada que estuviese, y así aniquilarla. 

ABRAN FUEGO 


La doble misión -obra del comandante Kurushima- incluía una finta hacia las Aleutianas (cadena isleña cerca de Alaska) con algunos barcos con el propósito de confundir a los estadounidenses. No confundió a nadie en Hawaii, donde se había apostado el comandante en jefe de la Flota del Pacífico, Chester Nimitz (Woody Harrelson). Los estadounidenses conocían el plan de batalla del enemigo: sus servicios de Inteligencia había descifrado el libro de claves nipón mediante el análisis del tráfico radial.El papel de los criptógrafos fue, pues, una de las tres claves de la rutilante victoria. Los japoneses -que inexplicablemente habían basado sus planes en el engaño y fatalmente dividieron sus fuerzas- cayeron en una trampa. 

El segundo factor decisivo -ya lo mencionamos- fue la diferencia ente la calidad de los mandos en pugna. Así como la historia militar recuerda al Nelson de Trafalgar hay que hablar hoy del Spruance de Midway. Un frío, sereno, inaccesible contraalmirante que tuvo el mando el 4 de junio de 1942 por casualidad, pues su jefe, el impetuoso vicealmirante William Halsey (Dennis Quaid) pasaba unos días en el hospital por culpa de un herpes. Es una pena que Emmerich nos haya mostrado sólo la epidermis del héroe máximo, como de otros personajes. 
Vale recordar que en aquella guerra de portaaviones de la II Guerra todo dependía de quien veía primero a quien. Spruance, apenas tuvo confirmación de las posiciones enemigas, envió toda la aviación del  Hornet y el Enterprise hasta su máximo alcance para dar el primer golpe. Eran las siete de la mañana y fue una decisión providencial. Aviones torpederos y bombarderos en picada convergieron sobre el corazón de la Armada Imperial en oleadas (las primeras fueron suicidas) que degastaron las defensas y abrieron una ventana de oportunidad a las 10.25 para dos escuadrones del Dauntless dirigidos por los brillantes aviadores Clarence McClusky y Richard Best. Tres portaviones fueron hundidos (el Kaga,el Akagi,y el Soryu) por la mañana y un cuarto por la tarde (el Hiryu), en un segundo ataque. 
La segunda gran decisión de Spruance fue haber evitado una emboscada que Yamamoto intentó tenderle con el resto de su flota combinada en la segunda fase de la batalla, por la noche del 4 al 5 de junio. El comandante californiano hizo todo el daño posible al adversario a un bajísimo costo (Estados Unidos perdió un sólo portaaviones y un destructor) y se retiró hacia el Este, sellando el resultado que tendría alcance mundial. 
El tercer factor que definió Midway fue la cadena de errores de los oficiales japoneses. Desde la dispersión de fuerzas y el exceso de confianza (siempre hay que suponer que tus mensajes pueden ser interceptados), hasta los titubeos de Chuichi Nagumo en esa mañana maldita respecto a qué tipo de bombas debían recargar sus aviones después de la primera ofensiva contra el atolón que había resultado insuficiente. La indecisión del almirante causó pérdidas de tiempo y así quedó desguarnecida desde el aire la Marina Imperial en el momento crucial de la refriega. 
Visto a la distancia, era una batalla imposible de perder para los japoneses. De la noche a la mañana -como han escrito los historiadores- el estado de ánimo del Sol Naciente se desplomó del entusiasmo a la desesperación. Midway aún espera una película de su talla.

miércoles, 15 de julio de 2020

Mañana no estás

Jack Reacher es un hombre rico no en el sentido vulgar del término, sino porque tiene todo lo que necesita para ser feliz, que es la definición de ‘afluencia‘. Desde que abandonó el Ejército hace diez años, se ha librado de todas las cadenas que lastran la libertad (trabajo, familia, amigos, bienes, egotismo) y va por la vida sin saber a ciencia cierta donde dormirá la próxima noche. Lleva en los bolsillos un puñado de dólares, la tarjeta de débito, el pasaporte y un cepillo de dientes. Viaja sin siquiera una muda de ropa.

Vaya tipo este Reacher. Policía Militar, que ha recibido las máximas condecoraciones de Estados Unidos. Pesa unos ciento quince kilos y mide cerca de dos metros. Es un vagabundo orgulloso al que se trata con respeto -incluso los poderosos- si no te arrepentirás de haberlo conocido. Tiene la inteligencia de Sherlock Holmes (aplica el método deductivo) con el aplomo y el porte de Philip Marlowe. Su mente inquisitiva busca un enigma por resolver como un sabueso a su presa.

Por desgracia, Hollywood le ha dado el rostro agraciado de Tom Cruise (fueron afortunadamente sólo dos películas; la segunda, espantosa). Conviene entonces buscar a Jack en los libros de su demiurgo, el inglés Lee Child (seudónimo de James Dover Grant). Aquí venimos a recomendar la novela número trece de la saga Reacher: Gone Tomorrow, entregada a la imprenta por primera vez en 2009 y ahora publicada en español por dos buenos sellos argentinos (Eterna Cadencia y Blatt & Ríos) con el título Mañana no estás (485 páginas).

La trama es realmente adictiva. Jack. R. viaja a los dos de la mañana en la línea 6, ramal de la Avenida Lexington, del subterráneo de Nueva York. En el mismo vagón, se encuentra una mujer vestida de negro que emite todas las señales delatoras del terrorista suicida (hay un manual israelí que detalla los once puntos que deben ser tenidos en cuenta por el observador). El lobo solitario se acerca a la dama y le habla. Quiere evitar un atentado, pero Susan Mark no es una kamikaze… Es una persona de interés para el Pentágono, para el FBI, para el Departamento de Policía de NY, para un ascendente legislador de Carolina del Norte que integró las Fuerzas Especiales Delta y para el terrorismo internacional. 

No podemos decir una palabra más sin arruinar uno de los muchos efectos sorpresa de un ’thriller’ de espionaje -narrado en primera personal- que magnetiza los dedos y al que sólo podemos reprochar haberse rendido a la moda industrial de trozar una historia en capitulitos.

Jack deberá resolver un peligroso misterio, sepultado bajo capas y capas de incógnitas. Estamos en plena guerra caliente entre Al Qaeda y la administración Bush. Los derechos individuales -incluso los de un héroe norteamericano- han sido relegados a esa oficina destartalada del subsuelo en la que nadie atiende. La acción es trepidante. “El mundo es la misma jungla en todas partes, pero Nueva York es su destilado más puro“, se nos advierte. Child sabe narrar una pelea (con una frialdad pasmosa). Y se ha documentado muy bien.

Otro de los agrados del libro es que cumple, cabalmente, con este férreo mandato editorial: siempre le enseñarás algo a tu lector. Aquí, por ejemplo, se nos revela pormenores de los cartuchos de la 357 Magnum y del subfusil Heckler & Koch MP5SD, de los hoteles de Nueva York (hay un truco en los de una o dos estrellas para conseguir habitaciones a mitad de precio) y del arte de la vigilancia en la vía pública, entre tantas ramificaciones interesantes.  

Se plantea básicamente una antinomia entre los tiempos postmodernos y la era que concluyó bajo los escombros del 11-S. Es decir entre Jack Reacher y sus enemigos, que están -por cierto- en los dos esquinas del cuadrilátero. El de hoy, se nos dice, es un mundo de locos. Resulta sorprendente que pueda sobrevivir un viejo lobo solitario que ni siquiera sabe usar un smartphone o una computadora, aficionado a la cafeína y a las comidas pesadas. Pero lo hace. Tiene una inteligencia, un puño y una puntería infalibles.  

La prosa es absolutamente funcional a una historia que lo devora todo. La traducción de Aldo Giacometti, impecable. Debo decir, por último, que en todas las novelas policiales o de espionaje que he leído no he encontrado un capítulo tan escalofriante como el número 63 de Gone tomorrow. El más diabólico acto de tortura en Afganistán.

Child han vendido más de cien millones de copias. Colegas eminentes, como Stephen King, adoran sus productos. Hombre supersticioso, todos los años comienza una novela el 1 de setiembre. Para quien esto escribe, es un espléndido descubrimiento.
Guillermo Belcore

Calificación: Muy bueno


martes, 7 de julio de 2020

Secretos oficiales

A comienzos de 2003, Estados Unidos necesitaba del taparrabos de  Naciones Unidas para justificar la invasión a Irak. La administración Bush aseguraba al mundo que Saddam Hussein era una amenaza a la paz mundial por haber acumulado armas de destrucción masiva (una rotunda mentira, se probaría después). El Consejo de Seguridad de la ONU era remiso, por eso la National Security Agency (también conocida como NSA) encargó a su contraparte británica que la ayudara a espiar a los diplomáticos extranjeros en procura de trapitos sucios que permitiera a los halcones de Washington extorsionar a chilenos, búlgaros y cameruneses, entre otros, para conseguir la ansiada resolución exculpatoria.

El escandaloso memorándum cae en manos de Katherine Gun, traductora del Government Communications Headquarters (GCHQ) en Yorkshire. Indignada, lo filtra al diario The Observer. Quiere detener la inminente guerra, mayoritariamente impopular en el Reino Unido. Tony Blair había elegido secundar la aventura deshonesta de George Bush por atendibles razones de Estado (ya volveremos sobre el punto). 

Como era de esperar, la administración laborista le declara la guerra a Katherine, que había terminando confesado su traición a uno de los bulldogs del servicio de inteligencia. Todo el peso del Estado se abate entonces sobre una muchacha idealista, cuya defensa asume la OnG Liberty. Basan los funcionarios su ofensiva legal en el Acta de Secretos Oficiales, ley mordaza que data la época de Margaret Thatcher, cuando un valiente reveló los pormenores del ataque inescrupuloso de la Royal Navy a nuestro Crucero General Belgrano.

Tan fascinante caso es evocado por un filme que Amazon Prime ofrece a sus suscriptores. Secretos de Estado, dirigida por el sudafricano Gavin Hood, tuvo su estreno mundial en el Festival de Cine de Sundance, en enero de 2019. Se basa en el libro The Spy Who Tried to Stop a War de Marcia y Thomas Mitchell.

El thriller de espionaje está magníficamente actuado. Keira Christina Knightley (Piratas del Caribe) nos emociona en su papel de Katherine Guy. El acoso del Estado llega al punto, incluso, de intentar deportar a su esposo kurdo. Le hicieron pasar a la chica un año de pesadilla. También descuellan actores experimentados como Matt Smith (The Crown), Ralph Fiennes (El paciente inglés) y Matthew Goode (Watchman).

El gran crítico literario Ignacio Echavarría sostiene que cuando el artista habla de política en su obra, el comentarista tiene la obligación de decir algo sobre política. El film, tan interesante, me suscita pues dos reflexiones.

En primer lugar, Secretos de Estado permite extraer inferencias valiosas para nuestra oscura actualidad. Katherine encarna ese misterio del universo: una conciencia libre que dice al poder político ”no, eso esta mal”, aun cuando pone en riesgo su bienestar, e incluso su vida. Hoy, cuando el Poder Ejecutivo nos exige la delación y la obediencia ciega con discutibles premisas científicas, los librepensadores resultan más admirables (y necesarios).

En segundo lugar, lo que la película no plantea son las razones de Tony Blair para obrar como perrito faldero de George Bush. Hay que recordar que la alianza diplomática más duradera y exitosa de los tiempos modernos ha sido la que edificaron Estados Unidos y el Reino Unido desde el Tratado de Gante en 1814. Eso permitió la supervivencia de la democracia en las islas británicas en los momentos más oscuros y la victoria en las Malvinas en 1982, entre mil beneficios para la menguante Pérfida Albión. Resguardar la cohesión angloamericana al precio de perpetrar crímenes de guerra y llevar la muerte y la destrucción a miles de familias iraquíes fue la decisión que tomó hace diecisiete años el carismático líder laborista. ¿Fue una decisión inmoral? Por supuesto. ¿Fue un apuesta lógica? También. Se llama realpolitik.
Guillermo Belcore

Calificación: Muy buena