miércoles, 25 de octubre de 2017

Mindhunter, ¿la nueva 'Mad Men'?

NETFLIXLANDIA I

La gente de la televisión suele ser muy convencional.  Les atraen, como la luz a las polillas, las fórmulas probadas. En Estados Unidos, por ejemplo, se han devanado los sesos tratando de generar otro Mad men, es decir una genialidad que encante tanto al público como a las críticos, y que integre de manera sublime los personajes rotundos, el espíritu de una época y una porción de la colmena humana (el mundo de…) que resulte cautivante. Bueno, parece que al fin lo han logrado. La primera temporada de Mindhunter, penúltima proeza de Netfllix, combina con maestría los tres ingredientes.

La trama nos lleva a Quantico, 1977. Comenzó a gatear el Departamento de Análisis de Conducta del FBI, las viejas motivaciones criminales ya no sirven para explicar a alguien como el Hijo de Sam, a quien un perro había ordenado liquidar a muchos. Un par de agentes especiales (Bill Tench y Holden Ford) junto a una catedrática de Boston asumen la misión de delinear los perfiles psicológicos de los peores homicidas del país. Su propósito ultimo es prevenir matanzas. Se trata de una investigación sin precedentes, que da a luz al concepto de ‘asesino serial’. Se calcula, por cierto, que de manera constante hay aproximadamente treinta y cinco de estos demonios en libertad tramando infiernos para sus semejantes en Estados Unidos. Cae un asesino vocacional y nace otro.

Una salvedad: la serie se basa en hechos reales. Los tres pioneros, exploradores en un mundo poco conocido, fueron los agentes John E. Douglas y Robert K. Ressler y la psicóloga Ann Wolbert Burgess. Escribieron libros muy elogiados.

QUE PAREJA

Si la memoria no me falla, desde Sara Linden y Stephen Holder (The killing), que no veíamos en Netflix una pareja de detectives con tanta química como Tench (Holt McCallany) y Ford (Jonathan Groff). Este último vendría a ser el Don Drapper de la serie, sin el glamour, of course. Un cruzado en busca de la verdad; quiere entrar en la mente de un ser humano que decapita a la madre y luego tiene sexo con esa cabeza aun sangrante. Es un joven sin escrúpulos, capaz de arruinar un maestro de escuela por una sospecha. Suele meterse en problemas; sus métodos heterodoxos para que los homicidas suelten la lengua horrorizan a sus compañeros y superiores. Las tensiones se suscitan entre el avance científico y la ética: laboratorio vs. vida corriente.

El duro Tench, con sus problemas familiares a cuestas, opera como una suerte de Sancho Panza, es quien le proporciona al entusiasta Ford el principio de realidad. La doctora Wendy Carr (Anna Torv) es fría como las tetas de una bruja. Bella y eficaz. Pero, acaso, los personajes más fascinantes son los secundarios: es decir los sociópatas que nuestros chicos viajan a entrevistar en prisiones dantescas: Edmund Kemper (foto de arriba), Jerry Brudos, Richard Speck, aparecen en esta temporada de diez capítulos. Ellos también provienen del mundo real. Sus representaciones son memorables, escalofriantes incluso. El casting es excelente.

Después de decir que las conversaciones entre Holden Ford y su novia casi socióloga son otro punto alto, hay que destacar que el factotum de la creatura es nada menos que David Fincher (productor ejecutivo y director de cuatro episodios), lo que demuestra que el universo de las series -el segundo más atractivo después del literario- puede convocar hoy a los cerebros más talentosos. Se han encontrado semejanzas entre Mindhunter y Zodiac, una de las joyas de Fincher. La misma sobriedad narrativa. La misma apuesta por lo intelectual (no hay escenas de acción). Un dato menor: Charlize Theron es otra de las productoras.

Si la calidad de la primera temporada se mantiene firme, no es aventurado afirmar que seguiremos disfrutando de Mindhunter por lo menos hasta que termine la segunda presidencia de Macri. Ah, un motivo de deleite adicional es la música setentosa.
Guillermo Belcore

domingo, 15 de octubre de 2017

Sol robado

Felices aquellos que desconocen el preciso momento en que dejaron ser niños. O púberes. O adolescentes. Eso quiere decir que el destino no les ha clavado las garras. Ser afortunado -o bendecido- es haber gozado de una vida morosa con transiciones largas, como los atardeceres en el campo; que los cambios existenciales se hayan producido casi sin percatarnos.

Lindy Simpson, la encarnación de la inocencia, no tuvo tanta suerte. Un pervertido la derribó de la bicicleta con una soga cruzada en la acera (era de noche), le aplastó la cabeza contra el césped y la violó. Tenía quince años. Fue hace dos décadas en un apacible suburbio de la capital de Louisiana, un estado del profundo sur que goza de mala prensa.

La minuciosa evocación de ese crimen y sus tremendas consecuencias desarrolla el primer libro del profesor Milton O"Neal Walsh, muy elogiado por la crítica estadounidense y por personalidades como Anne Rice, y traducido ya a doce idiomas. La calidad de su prosa -suave, elegante, con vetas de ternura- lo aúpa a la categoría de promesa literaria. Queda confirmado que Dixieland se caracteriza no sólo por la injusticia social: los buenos escritores brotan por doquier.

Te cuento algo


Sol robado (Tusquets, 328 páginas) se compuso en primera persona, como si se tratase de esas viejas historias que se narran al calor de una lumbre o, sin prisas, a un amigo en el bar. Walsh es un orfebre de la palabra (cada párrafo parece haber sido lustrado hasta que refulge) y conoce bien las técnicas de la complicidad y el tono oral. Por algo, dirige el taller de escritura creativa de la Universidad de Nueva Orleans. Por algo, tardo siete años en concluir la novela.

Oímos la voz de un vecino de Lindy, un pibe romántico, que iba a un colegio católico y vivía en un vecindario blanco, quintaesencia del Sueño Americano. Desde los once años estuvo perdidamente enamorado de la chica Simpson, a la sazón fue uno de los cuatro sospechosos del ultraje sexual que quedó impune pues nunca se imputaron cargos. Sol robado es tanto una novela de iniciación como una novela de amor, pero de ese amor afiebrado que sólo las personas inmaduras pueden experimentar.

La reconstrucción de la psicología y los sentimientos de los adolescentes -siempre un terreno minado- es sorprendentemente buena (no se olvide que Walsh es un debutante) pero no en clave poética como El guardián en el centeno sino crudamente realista. La galería de personajes es llamativa, con individuos que evolucionan y sufren.

Naturalmente, la novela no se agota en el mero escrutinio del crimen. Son excelentes las digresiones, relacionadas de alguna u otra manera con los dramáticos y complejos asuntos adolescentes y con el mundo de los traumas. Incluyen tanto a la familia del narrador (el padre abandónico e insustancial, la madre devastada por la desdicha, una hermana muerta en un accidente) como a una sociedad meridional, muy hospitalaria, que presta especial importancia a la comida por una atendible razón: "Cuando todo es sudor y el sofocante calor cae a plomo, sólo al paladar se le puede engañar". 

Oigan esta sentencia sureña: "El mundo tiene una importancia relativa. No hay nada por lo que merezca la pena estropear una buena comida". Estamos, como se dijo, en Baton Rouge. Se nos remarca que allí hay veranos brutales, ni siquiera la caída de la noche brinda tregua alguna. No soplan brisas que barran las oscuras marismas ni caen lluvias que refresquen el aire. Lo mosquitos te devoran. Te comen vivo.

Con cuentagotas y extrema delicadeza, la Historia ingresa en el texto. Volvemos, por ejemplo, al 28 de enero de 1986, día en que, para espanto de una enorme nación, el transbordador Challenger estalló en pleno vuelo, cobrándose la vida de siete valientes astronautas. Fue la tarde en que el narrador sin nombre se enamoró de Lindy Simpson. Walsh le dedica, asimismo, un capítulo al huracán Katrina y al caníbal en serie Jeffrey Dahmer.

Otro truco que el autor maneja bien, es el llamado cliffhanger. Los anzuelos toman forma de frases arrojadas aquí y allá, como quien no quiere la cosa. Se crea así un agradable suspenso que nos jala hacia adelante. Queremos saber qué diablos ocurrió en aquel bochornoso verano de 1989 en la urbanización Woodland Hills, cuando un chico y una chica encantadores perdieron para siempre su inocencia. Y uno de los dos -como le ocurre a prácticamente todas las víctimas de una violación- resignó por largos años una buena parte de la capacidad para disfrutar de la vida. Maldita sea. Ninguna mujer debería ser condenada a semejante tormento.
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Bueno