jueves, 27 de febrero de 2014

Viajes en el tiempo

El moscardón imaginario XLII

Tengo para mí que una de las ramas más fascinantes de la literatura fantástica es la que explora los viajes en el tiempo. Ya ha escrito en el blog sobre esas proezas que las leyes de la física no excluyen (Pinche aquí), y tampoco la filosofía ha podido demostrar que es imposible. Sigo pensando, por cierto, que Guardianes en el tiempo de Paul Anderson y El libro del día del juicio final de Connie Willis eran las mejores aproximaciones literarias al tema, al menos hasta que el enorme Stephen King publicase hace dos años su monumental 11/22/1963 (Pinche aquí). Hasta donde yo sé, además, nadie ha ideado un viaje en el tiempo más desopilante que Stanislaw Lem.

En un ensayo recomendable -Los superhéroes y la filosofía (Biblioteca Blackie Books)- tropecé días atrás con una teoría que explica de manera coherente y verosímil no sólo los viajes temporales sino también la capacidad de modificar al pasado sin que la razón de saltos insoportables. Intentaré compartirla con los amigos de este blog. Me baso en los análisis que Richard Hanley, catedrático de la Universidad de Delaware, hizo de los multiversos (universos paralelos) de DC, es decir, los campos de batalla de Superman, Batman y la Mujer Maravilla, entre otros.

Sostiene Handley, en principio, que la noción de los multiversos no está limitada a la ficción científica y los comics. Hay varios argumentos a favor de la hipótesis de que el espacio-tiempo que ocupamos no es el único que existe. Si usted acepta esto, puede seguir adelante. Si no, respetuosamente, le pido que se vaya a otro lado. Bien, en el cosmos existen tres dimensiones espaciales y dos o tres temporales. La primera dimensión temporal es el tiempo en que vivimos; la segunda es el hipertiempo que vincula a los multiversos, el segundo concepto clave del asunto.

Dentro de la mecánica cuántica, se ha propuesto seriamente la posibilidad de universos múltiples y ramificados
. Cuando se realiza una elección cuántica personal o colectiva (por ejemplo, la batalla de Waterloo), un mundo se divide en dos, cada uno con su línea temporal. Es decir, si la elección cuántica afecta a los hechos A y B, entonces A ocurre en una rama (Napoleón es derrotado) y B en la otra (Napoleón es el vencedor). Un viaje hacia atrás es, en realidad, un viaje en el hipertiempo (de una línea temporal a otra). En otro universo, podría evitar entonces que mis padres se casasen en 1961, por ejemplo, sin que se produzca una paradoja temporal. No es el universo en que he nacido al fin y al cabo.

Resumiendo, el cosmos -según la hipótesis que recoge Handley- es pentadimensional. Hay universos paralelos-ramificados, cada uno con su línea temporal. El hipertiempo las conecta a todas. No se puede, estrictamente hablando, cambiarse el presente viajando al pasado en mi universo, pero si es posible saltar de una línea temporal a otra. Fascinante conjetura, ¿no? Todo encaja. Ahora bien si hay hipertiempo, debe existir una hiperhistoria e incluso -algo terrible- un hiperbelcore, o sea el elemento perdurable y histórico del Belcore del universo I, el Belcore del universo II, el Belcore del universo III y así hasta el infinito. Una única cosa en proceso, o distintos individuos con la misma alma, o acaso, el misterio de la Infinita Identidad del Ser. Quién sabe.

Guillermo Belcore 

domingo, 23 de febrero de 2014

Arno Schmidt

Mariano Dupont

Seix Barral. Novela, 269 páginas.

Parafraseando mal a Gustavo Cordera, he aquí una novela que cultiva la porteñidad al palo tanto en su estilo zumbón e iconoclasta como en el contenido. Curioso. El novelista, poeta y traductor Mariano DuPont (1965) ha optado por no tomarse en serio a la literatura. La mayoría de los personajes son escritores pero no hay una sola opinión lúcida (bueno, puede que haya una sola) o un diálogo profundo sobre las bellas letras. Hay sí pensamientos envidiosos o resentidos, pero eso es otro asunto. ¿Para qué el esfuerzo de ofrecer al universo algo tan serio como un libro?, cabe preguntarse.

El título también es engañoso. A la Arno Schmidt Experimental Writer’s Residencia, enclavada en la Antártida, llega un argentino. Pasará un mes en lujoso aislamiento -junto a escritores de todo el mundo- hasta concluir una obra heterodoxa, de vanguardia, que satisfaga los caprichos del mecenas alemán que lo ha becado. El argentino se llama Mariano DuPont e intenta rescribir el Popol-Vuh, en clave bonaerense, obviamente. La contratapa nos jura que la sátira es humorística, pero no a todos dan risa las fruslerías o las bromas escatológicas. Se abusa de los signos de admiración y todos hablan en porteño básico. Aparecen osos polares y pelícanos. Aparece un secreto y un literato muere en el inodoro (!?). La trama deriva, finalmente, hacia la ciencia ficción más irrelevante.

El don poético de Dupont se evidencia en un párrafo magnífico: “La mañana de hoy no tiene sol. Y el desierto blanco no tiene contrastes. El cielo no está. O mejor dicho: es una inmensa nube lechosa, sin forma, sin matices, que se confunde con la nieve. No hay arriba ni abajo. Algo de viento”. Es lo mejor de un libro leve y juguetón por demás, pero casi nunca ingenioso. Nietszche proponía danzar sobre la superficie del mundo. En la Buenos Aires postmoderna se lo toma al pie de la letra.

Guillermo Belcore
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Regular


PD: El destino de este blog, al parecer, es disentir con los juicios de los críticos de Página 12. Sugiero, como siempre, complementar la lectura de mi reseña con otras opiniones. Aquí se propone a Arno Schmidt como uno de los libros de 2014:
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-31364-2014-02-17.html



PD del 1 de marzo: Quintín ha querido refutar los elogios "desaforados" que un comentarista del Suplemento Cultural del diario La Nación vertió sobre la novela: http://lalectoraprovisoria.wordpress.com/2014/02/28/intrascendencias-75/#more-23358

jueves, 20 de febrero de 2014

La felicidad de los pececillos

Simón Leys

Acantilado. Ensayo de Literatura y Arte. Edición 2011, 141 páginas.


Las enormes virtudes que hacen placentera y provechosa la lectura de este libro pueden condensarse en una sola frase: no hay tema que Simon Leys (Bruselas, 1935) no ilumine con su sensatez y erudición. Pero antes de justificar la hipótesis y exponer el contenido, se me permitirá una íntima confesión. Estaba equivocado. Durante años, despotriqué contra esa costumbre de la industrial editorial de rebajar el objeto libro a mero rejunte de artículos periodísticos. De Vargas Llosa y Javier Cercas a Silvia Hopenhayn hay cientos de ejemplos fastidiosos del intento de acuñar en piedra lo que nació para ser fugaz y perecedero. El libro, como ente platónico, debe aspirar a lo perdurable. Mi vanidoso lamento no sirve, me temo, como ley universal. He aquí una brillante refutación.

En efecto, el sello el Acantilado reunió todas las crónicas que publicó durante dos años (2005-2006) el sinólogo y pensador Leys (seudónimo de Pierre Ryckmans) en Le Magazine Littéraire y otras revistas. El texto más elevado -queda demostrado- es imposible de anticipar mediante la simple observación de sus causas. Lo sublime nos aguarda incluso en el papel de diario.

Se trata, pues, de breves e intensos ensayos en torno, básicamente, de la literatura y el arte en general, y la cultura de China en particular, que en Twitter se me ocurrió comparar con el vino excelente. Uno los lee uno a uno, demorándolos en el paladar como si se tratase de una copa exquisita. Conviene no ingerir demasiados textos por día; como tampoco es aconsejable liquidarse de un saque ese Cabernet-Sauvignon polvoriento que guardamos para la ocasión propicia. Uno se va de Simon Leys, otro virtuoso de la cita, como embriagado de felicidad. En un mundo atroz, la belleza es posible.

El volumen contiene, entre otras maravillas, una reflexión impecable sobre el gusto. Con pasajes tan hermosos como estos se deleitará el lector:

“Algunos juicios no condenan más que a su autor. Cuando Wagner reprocha a Mozart su ‘falta de seriedad’ no nos dice nada esclarecedor sobre Mozart, sino que, por el contrario, hace que descubramos de pronto de que pie cojea Wagner (…)  ’El mal gusto lleva al crimen’, decía Stendhal. No es falso, pero a esto habría que añadir que el buen gusto no lleva a menudo más que al salón de madame Verdurin. El buen gusto tiene esto en común con la humor y la santidad, que no es posible alcanzarlo por medio de un esfuerzo de la voluntad: a partir que toma conciencia de sí mismo se acabó...”.

Semejante lucidez inspirada se aplica también a defenestrar a Sartre, repensar la relación entre el escritor y el dinero o a explicar la necesidad de vida imaginativa (la lista sigue).  A mi me encantó, además, la reivindicación del saber desde lo alto de un puente (de ahí viene el título, de una parábola china) pues “cómo se podría estudiar la literatura y las artes sin referirse a la noción de calidad literaria y artística“. Brillante.

Leer a Leys es oír a Chesterton, a Borges, a Jaime Rest, al mejor Bloom y al menos caprichoso Nabokov. Incluso al Lukacs que pugna por quitarse de encima el chaleco de fuerza del marxismo. Es concluir que sólo los críticos conservadores apuntan de manera precisa y aciertan en el blanco.

Guillermo Belcore 

 Calificación: Excelente


PD: Nobleza obliga. Llegué a Leys gracias a Quintin, otro crítico formidable:
http://lalectoraprovisoria.wordpress.com/2014/01/05/intrascendencias-5/

domingo, 16 de febrero de 2014

Un holograma para el rey

Dave Eggers

Literatura Random House. Novela. Edición 2013. 287 páginas.


Dave Eggers ha creado un personaje de la misma estirpe que Bartleby el escribiente o Akaki Akákievich. ¿Será un exceso de entusiasmo sostener que esta novela es El capote de nuestro tiempo? Alan Clay es un hombre que se ha tornado insignificante, un perdedor impasible. Una hoja seca maltratada por las fuerzas de su época. Un fracasado, con un matrimonio hecho trizas, que ya no puede pagarle la universidad a su hija, despreciado por su padre. Vendía bicicletas cara a cara, objetos reales a gente real. La fábrica de Chicago trasladó la producción a Oriente y luego quebró. Alan tiene cincuenta y cuatro años “y para la América empresarial es tan fascinante como un avión de barro”.  Un malentendido lo lleva a Arabia Saudita, a intentar venderle al Rey Abdalá equipos holográficos. Naturalmente, las decepciones le salen al paso (aunque también una salida). En la interminable espera (es imposible no pensar en Kafka), Alan se entrega a rememorar hechos imposibles de cambiar no sólo de su pasado, sino de Estados Unidos. El malestar con la globalización. La presunción de la decadencia.

Eggers, escritor y editor de culto de Boston, ha logrado esa proeza literaria de unir el destino individual con el devenir de la sociedad en su conjunto, pero de la mejor manera, sin alardes ni soflamas. Los procedimientos oblicuos -como decía Borges- son los mejores . La escritura de Eggers es precisa, clara e ingeniosa. Se añaden, incluso, algunos chistes desopilantes que uno no puede dejar de contarlos a los amigos. Se añade información: sobre Schwinn, una empresa real de fabricación de bicicletas que dominó el mercado estadounidense durante ochenta años (hasta que un día despertó China), y sobre las costumbres y miserias de Arabia Saudita, el reino conservador donde campean a sus anchas el despilfarro económico y la hipocresía moral.


A pesar de todo, el amor se le aparece a Alan en la forma de una doctora árabe como antídoto para las desdichas laborales. Hay una tabla sólida a disposición del náufrago: construye algo con alguien y te salvarás, es la moraleja del libro. Pero son tiempos duros (¿cómo todos?) para los hombres y las mujeres sensibles.

¡Debería importar donde se fabrican las cosas!, clama Alan Clay. Uno no puede dejar de coincidir con él. El drama de su dolor existencial nos toca íntimamente. Este es el misterio, la enorme grandeza, de la Alta Literatura. 

Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Muy bueno

viernes, 14 de febrero de 2014

Doce objetivos para 2014

El moscardon imaginario XLI


A los tradicionales propósitos de asimilar, entre otras maravillas, no menos de veinte novelas oceánicas y diez novelas de género a lo largo de un año solar, asi como evitar cualquier texto intrascendente que roba el valioso tiempo que se escurre como arena entre los dedos, añado este puñado de buenas intenciones:

  • 1) Leer cinco clásicos, por lo menos. 
  •  
  • 2) Conseguir una versión abreviada de Historia natural de Plinio el Viejo.
  •  
  • 3) Rezar para que llegue al español la última novela de Thomas Pynchon.
  •  
  • 4) Comprar las dos obras que Stephen King prometió entregar a la imprenta: Mr Mercedes (thriller con un detective duro) y Revival (Terror).
  •  
  • 5) Conocer a Selva Almada y Pablo Farrés.
  •  
  • 6) Ampliar mi cartografía de Rafael Chirbes y Simon Leys.
  •  
  • 7) Intentar Sagarana en idioma original.
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  • 8) Darle la ultima oportunidad a Las islas de Carlos Gamerro.
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  • 9) Acabo de comprarme El jardín de las máquinas parlantes de Alberto Laiseca. Estoy seguro que me alegrará marzo y abril.
  •  
  • 10) Releer Borges, Steiner, Nabokov, Faulker y Koestler.
  •  
  • 11) Algo de Domingo F. Sarmiento. Me tienta Campaña del Ejército Grande.
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  • 12) Empezar las memorias literarias de Manuel Galvez.

domingo, 9 de febrero de 2014

La última carta

Daniel Sorín

Edhasa. Novela. Edición 2013. 160 páginas

Básicamente, el problema de nuestra literatura es la falta de ambición. Muy pocos autores hacen el esfuerzo de poner en juego un estilo o de intentar encerrar el universo en una novela oceánica. Rige la ley del mínimo esfuerzo. La originalidad brilla por su ausencia. Abundan las nouvelles de bajo vuelo, con una prosa uniforme, cuya trama -en la que ocurre muy poco- se fragmenta en capítulos infinitesimales. También se suelen desperdiciar personajes. El autor de este libro decidió abordar de manera tangencial, casi desganada, a una figura histórica de carácter mítico: John William Cooke. Una lástima.

En efecto, Cooke aparece tarde, habla como busto parlante y se lo despacha enseguida. El argumento se centra en el testamento del dirigente izquierdista, la última carta que supuestamente le escribió a Juan Perón, en la que proclama la necesidad inevitable del socialismo. Esa epístola se ha perdido. Mejor dicho la oculta el narrador, José, militante de joven, padre de familia aburguesado desde la muerte de Cooke, pero que teme que las últimas palabras del testador caigan en malas manos o “sean tomadas con el mismo ardor con que un católico obediente acoge la última encíclica papal“ (?). En el último tramo de su vida, José revela al nieto aquel mundo de modesta épica, pues una y otra vez se nos aclara que se trata de un “hombrecito gris” del quien no cabe esperar hazañas. Los recuerdos son apenas “misceláneas desgajadas” que apelan al tópico (reivindicación del conventillo, enamoramiento de la maestra, personajes raros y buenazos) pero, al fin y al cabo, el procedimiento resulta muy eficaz pues le permite al protagonista opinar sobre todo y a cuenta de nada. Las ideas de la nouvelle, por cierto, se corresponden a las hegemónicas de nuestra época como un guante a la mano, -mejor dicho- al relato del Poder Ejecutivo Nacional. Los diarios, cómo no, son “los que deciden qué ilusión es la realidad”.

Concluyendo, John William Cooke (el peronismo revolucionario, ese oximorón) aguarda aun su Gran Novela. Con una prosa que va de lo afectado a las combinaciones imposibles (“homeopático anhelo”, “suburbana inhabilidad“, “el cosmos renacía en pistilos y estambres“), avara en hechos pero pródiga en sensiblerías, La última carta se deshace.

Guillermo Belcore
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura de La Prensa

Calificación: regular

PD: Hace falta recordar que este blog no pretende enunciar verdades sino algo más modesto: transmitir experiencias de lecturas, basadas en un gusto personal. Por eso sugiero complementar esta reseña con una más extensa publicada en el diario Página 12 (pinche aquí). El crítico Alejandro Tejada Gómez ha señalado virtudes de la novela que a mí se me escaparon.

domingo, 2 de febrero de 2014

Bloody Miami

Tom Wolfe

Anagrama. 617 páginas. Edición diciembre 2013.


Las ideologías, por fortuna, se han evaporado. La fe, lamentablemente, casi no cuenta en el Occidente próspero. “Ni en el Este, ni en la Costa Oeste de Estados Unidos nadie que aspirase siquiera a un mínimo de refinamiento profesaba ya religión alguna, y desde luego nadie que se hubiera licenciado en Yale”, nos señala el autor de este libro. Las familias siguen disgregándose. ¿Qué queda para aglutinar en el cuerpo social esas células que no toleran afrontar la vida como individuos aislados? El clan, la tribu, la identidad cultural. En ningún lugar de Norteamérica, se percibe este fenómeno de una manera tan patente como en la prospera y envidiosa Miami. El melting pot es imposible, plantea esta colosal novela. La tensión entre las comunidades es una realidad bruta que coloca a la gran urbe al borde del estallido de manera permanente. Afroamericanos y cubanos se odian entre sí; los haitianos y rusos son una nueva inmigración explosiva; los WASP (blancos, anglosajones y protestantes), aunque minoría en vías de extinción, se sienten superiores a los demás. Todos se desprecian entre sí. Sólo un gran escritor como Tom Wolfe -y un extraordinario antropólogo al voleo- podría aprehender semejante menjunje inflamable. Tituló su cautivante creatura Back to Blood, porque detrás de todo estaría hoy la sangre, es decir la raza. Pero la traducción al castellano la degradó a Bloody Miami, acaso por ignorancia o quizás con el propósito filisteo de vendernos gato por liebre.

¿Es esto lo mejor que ha escrito Tom Wolfe? No puedo afirmarlo, porque no he leído TODO lo que ha entregado a la imprenta el excéntrico caballero de Virginia. Sólo puedo decir que de lo que he leído (La hoguera de las vanidades, Todo un hombre, Soy Charlotte Simmons y Emboscada en Fort Bragg) el último libro está en la cima de su producción narrativa. A los ochenta y dos años, el dandy mantiene la vista para los detalles, el oído para los diálogos y los ruidos modernos, y la lucidez para la sátira social.

Piénsese en el libro como en un fresco
. Wolfe va dibujando personajes con el pincel de marta que usaban los miniaturistas persas. La trama gira en torno a Néstor Camacho, policía de origen cubano, todo músculos, que rescata de la punta del mástil a un fugado de la isla de Fidel, pobre diablo que como no llegó a tocar tierra no podrá gozar de asilo automático. Fue una verdadera hazaña de fortaleza física y un acto de valentía singular, pero la recalcitrante comunidad anticastrista -y hasta la propia familia de Camacho- se apresurará a repudiar al policía, forzándolo incluso a abandonar su casa. Así de cerril es esa subcultura atrasada. Camacho tiene talento para meterse en dificultades. Vuelve a encender pasiones raciales, al moler a golpes a un narcotraficante afro de ciento cincuenta kilos, una verdadera bestia que casi ahorca a otro policía. Pero claro, lo hizo delante de un teléfono celular con cámara de video y la operación antidrogas saltó a Youtube, arteramente editado. El propio alcalde de Miami pide la cabeza de Camacho, pero nuestro héroe terminará reivindicado al esclarecer un caso de violencia escolar (donde los malos son unos pandilleros haitianos adolescentes) y al ayudar a un periodista WASP -el gran héroe wolfferiano- a desenmascarar a un oligarca ruso que le había hecho creer a los poderosos de la ciudad que donaba carísimas obras de Kandinsky y Malevich para un nuevo museo. Las pinturas eran un fraude. Magdalena, una belleza cubana y ex novia de Camacho, es el otro gran personaje de la trama.

Pocos veces habrá visto el lector una colección de esnobs, grandes nulidades, frívolos, insensatos y resentidos como en este libro. ¿Exagera Tom Wolfe? No mucho. La obsesión por la figuración social y el derroche más obsceno son destrozados por una mente conservadora (paranoica dicen sus críticos) que no deja pez gordo sin cabeza, incluso crucifica a esa onerosa aberración a la que llamamos arte moderno, como el famoso tiburón pudriéndose en un cubo de formol. El mensaje del autor es trasparente: ¿es ésta civilización de consumo un logro del que podamos sentirnos orgullosos? No, claro que no. Hemos ido demasiados lejos, en algunos aspectos. Nos obliga a reflexionar, por ejemplo, sobre la pornografía, omnipresente en nuestra vida cotidiana. Ya no se trata de esa pulsión fáunica -tan vivificante- que describe muy bien Ercole Lissardi. Para millones de personas es como una droga que embota la inteligencia, por caso el más distinguido magnate de Florida, que se masturba hasta quince veces por día, convirtiendo sus ingles en una llaga viva y asquerosa. ¡Qué cosa necia, enferma, es el ser humano!

Orgías sobre los yates, tugurios de strip tease, los más caros restaurantes de la ciudad, un reality show con un millonario ruso caído en desgracia, el consultorio de un psiquiatra inescrupuloso especializado en obsesiones sexuales, la redacción del Miami Herald, barrios negros cubiertos de basura y desesperación, el Súper Bowl del mercado artístico donde se retuercen como gusanos vejetes millonarios, vestidos como colegiales y ávidos por comprar fruslerías… Tom Wolfe nos lleva de la mano por escenarios que atrapan nuestra atención de vouyers. Molesta un tanto la proliferación de onomatopeyas, pero el estilo es rápido y entretenido. No en vano tenemos aquí al maestro del Nuevo Periodismo que aspira a ser recordado como Balzac (¡je!, véase el primer capítulo). En su desmesura, la novela se disfruta de la primera a la última página. Como hizo en su momento con Nueva York o Atlanta, el Gran Escritor estaqueó a Miami y la desolló viva.

Guillermo Belcore

Calificación: Muy buena

PD: La novela recibió muchas críticas adversas en Estados Unidos, en especial desde el progresismo. Lógico.