domingo, 24 de enero de 2021

Tres guineas

 


Tres años antes de suicidarse, Virginia Woolf (1882-1941) escribió un pequeño ensayo que hoy bien puede considerarse como otro mojón de la literatura feminista. El sello Ediciones Godot ha creído oportuno traerlo a la Argentina en el año de la peste. Tres guineas (212 páginas) es rico en ideas, copioso en notas, profundo en la mayoría de sus planteos pero cae en el tedio con harta frecuencia, más que nada por culpa de un estilo epistolar que abusa de la redundancia.

El propósito del libro es responder la carta de un eminente abogado que la señora Woolf había recibido tres años antes con una pregunta apremiante: ¿Cómo podemos evitar la guerra?

Desde esa base, la escritora aprovecha para cañonear las infames murallas que por entonces vedaban el acceso de la mujer a la educación superior, a las profesiones liberales, al servicio público, al salario justo y hasta al ejercicio de las artes, con la excepción -reconoce- de las bellas letras. Virginia habla en nombre de "las hijas y hermanas de los hombres instruidos". La razón está de su lado, pero algunas conclusiones son irrelevantes.

UN TORBELLINO

La obra es un torbellino de indignación. Denuncia a Cambridge y Oxford como enemigos de la libertad intelectual, la que puede definirse "como el derecho a decir o escribir lo que uno piensa con sus propias palabras y a su manera".

En la página 48 ofrece como alternativa a las decrépitas instituciones una utopía educativa, la universidad pobre:

"¿Qué debería enseñar la universidad nueva? Ningún arte que sirva para subyugar al otro: los artes de gobernar, matar, acumular tierra y capital. Estas artes requieren muchos gastos excesivos, requieren salarios, uniformes y ceremonias. Las universidad pobre debe enseñar solamente las artes que puedan enseñarse con poco y puedan ejercer los pobres, como la medicina, las matemáticas, la música, la pintura y la literatura. (...) Debería indagar los modos posibles de cooperación entre cuerpo y mente, descubrir combinaciones nuevas que compongan totalidades beneficiosas para la vida humana. Los profesores seleccionados deben contarse entre los que saben vivir, no solamente los que saben pensar".

Si la primera guinea es para rehacer la educación hasta los cimientos, la segunda se dedica al mundo del trabajo. El hecho de que a partir del siglo XX las mujeres pueden ganarse su propio dinero con su esfuerzo laboral es para V.W. un avance histórico trascendental, más importante que, digamos, la Revolución Bolchevique. ¿Cómo podemos ingresar en las profesiones y seguir siendo seres humanos?, se pregunta la bienintencionada escritora.

Es que lo largo de las páginas no se limita a denunciar la injusticia e idiotez de la discriminación de género sino que elabora una crítica afiladísima y total a la civilización moderna. ¿Adonde no está llevando la procesión de hombres instruidos?, le enrostra a su interlocutor imaginario. Así, concluye que la guerra es el resultado natural de "la incurable vileza masculina". Es nuestro instinto.

Qué nobleza tiene convocar a luchar contra las dictaduras extranjeras cuando el dictador está dentro de casa, dispara. Es el marido, el empresario, el clérigo, el rector de la universidad, el director del hospital. Las feministas "luchan contra la tiranía del estado patriarcal al igual que lucha usted contra la tiranía del Estado fascista". Llega a decir la señora Woolf que "como mujer no tengo país". Las personas de su sexo y su clase "tienen muy poco que agradecerle a la Inglaterra del pasado y no mucho que agradecerle a Inglaterra del presente".

Típico del intelectual progre de buen vivir. Odian (de la boca para afuera) lo que disfrutan. Pero como enseñanza para el presente, podría decirse que si es tan importante luchar contra las desigualdades internas de género como combatir el totalitarismo en el mundo, como señala este libro, el razonamiento se aplica a la inversa: una feminista cabal nunca podría respaldar a un Fidel Castro, a un ayatolá Jamenei o al Partido Comunista Chino

A los fanáticos de la vicepresidenta argentina, Virginia les espetaría sin rodeos que "el servilismo intelectual es el más degradante de todos los servilismos" y que no existe tarea más perentoria para el hombre y la mujer de la esfera pública que "liberarse de las lealtades falsas". Para ello, sugiere permanecer en castidad intelectual (negarse a vender el cerebro por dinero), así como optar por el estado de pobreza, a la que define "como no tener más dinero que el necesario para vivir".

Veamos: 

"Es decir, usted debe ganar el dinero necesario para ser independiente de cualquier otro ser humano y solventar ese mínimo de salud, tiempo libre, conocimiento y demás que hacen falta para desarrollar de manera plena el cuerpo y la mente. Pero no más. Ni un penique más".

PERORATA

Como dijimos, el texto fue compuesto como si se tratara de una carta. El problema es que suele degenerar en perorata, y la señora Woolf lo reconoce. Bascula entre la lógica más exquisita y el idealismo resentido e irresponsable que cierra los ojos ante la urgencia capital de fines de los años treinta: Adolf Hitler alistaba a una gran nación para la guerra. Y Josef Stalin maquinaba destruir la democracia liberal, el peor de los sistemas de gobierno si se exceptúan todos los demás como decía sir Winston Churchill.

Destaquemos, por último, las 125 notas que se añaden al final; el comentarista está tentado a decir que son más interesantes que los tres capítulos del libro. "¿Acaso los mejores críticos no son las personas privadas y la crítica sin reservas la única que vale la pena ejercer?", escribió, por cierto, la ensayista.

Una de las imágenes más poderosas de la literatura universal es la pobre Virginia ingresando en las aguas del río Ouse el 28 de mayo de 1941, con los bolsillo llenos de piedras, para nunca más salir con vida. En este ensayo irregular, leemos estupefactos en la página 93:

"¿No sería mejor lanzarnos al río desde el puente, rendirnos, declarar que la totalidad de la vida humana es un error y que por lo tanto debe terminar?".


viernes, 15 de enero de 2021

Conversaciones con Stalin


Ciertos hechos y ciertos personajes de la historia atrapan por completo nuestra imaginación. Tienen fulgor hipnótico; una y otra vez volvemos a ellos tratando de descifrarlos. Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, mejor conocido como Stalin, es uno de ellos. “Desde el punto de vista del humanismo y de la libertad, la historia no ha conocido un déspota tan brutal y cínico como él. Metódico, como los criminales que lo subordinan todo a la realización de una pasión delictuosa, era uno de esos dogmáticos extraños y terribles, que son capaces de destruir al noventa y nueve por ciento de los seres humanos para dar la ‘felicidad’ al uno por ciento restante“, lo describió un idealista que lo admiraba, se reunió cuatro veces cara a cara con el monstruo y terminó repudiándolo, incluso en letra impresa, lo que le valió más años de cárcel, no en la Unión Soviética, sino en otra dictadura roja, la del croata Josip Broz Tito.

El autor de la cita es el escritor y revolucionario Milovan Djilas (Mojkovac 1911-Belgrado, 1995), uno de los cuatro dirigentes más poderosos de la Yugoslavia comunista que emergió de la Segunda Guerra Mundial, pero una década más tarde cayó en desgracia por haber denunciado los vicios del sistema, en particular la llamada nomenklatura, condenada con toda razón y justicia en un libro que dio vuelta al mundo a partir de 1957: La nueva clase.

En uno de los mejores artículos periodísticos publicados en 2020 (http://www.laprensa.com.ar/493030-La-nueva-clase.note.aspx), Dardo Gasparré ha demostrado que los filosas denuncias de Djilas respecto a la nueva casta gobernante que se había enseñoreado detrás de la Cortina de Hierro podrían aplicarse perfectamente a la Argentina de nuestro tiempo.
 

La nueva clase ofendió a los Señores Bolcheviques que se vengaron extendiendo los años de cárcel de Djilas. En 1961, el régimen de Tito liberó al pensador montenegrino (al fin y al cabo era uno de los suyos), quien aprovechó la ocasión para escribir Conversaciones con Stalin con el propósito de ilustrar a los investigadores, “y en especial a los que luchan por una existencia humana más libre”.

Seix Barral lo publicó en España en 1963, edición de ciento setenta páginas que ha llegado a nuestras manos y nos gustaría recomendar a todo lector amante de la Historia en general, y al interesado en particular en esa aberración llamada “comunismo”.

Djilas, que nunca abjuró de sus ideas marxistas, organizó el libro en cuatro partes que lo dicen todo: Entusiasmo (1944); Dudas (1945); Desilusión (1948); Conclusiones. Y añadió una esclarecedora sección de ‘Notas biográficas‘.

El libro ofrece información de primera mano sobre el monstruo, con quien el vicario de Tito compartió no sólo discusiones políticas y estratégicas en el Kremlin, sino también esas cenas grotescas de más seis horas con que se relajaban Stalin, el glotón, y su camarilla, árbitros de la vida o la muerte de millones de personas:

 “En estas cenas se decidía la suerte del gran imperio ruso, la de los nuevos territorios adquiridos y, hasta cierto punto, la de la raza humana. Lo más seguro es que aquellas cenas no les inspirarán a aquellos ‘ingenieros del espíritu’ grandes empresas pero allí, probablemente, se enterraron muchas’.

PEQUEÑO BARRIGON


 Así describe el montenegrino a Stalin en su primer encuentro:

“Me sorprendió lo pequeño y mal construido que era. Tenía el tórax estrecho y los brazos las piernas, largos. Movía el brazo y el hombro izquierdos con dificultad y rigidez. Gozaba de una buena barriga y tenía poco pelo aunque no llegaba a la calvicie. Su cara era blanca, excepto las mejillas, coloreadas de un rosa intenso. Más tarde supe que ese colorido tan característico de quienes permanecen mucho sentados mucho tiempo en trabajos de oficina, era conocido como ‘tez del Kremlin’ en las altas esferas soviéticas. Los dientes de Stalin eran oscuros, irregulares y metidos hacia dentro. Su bigote no era muy espeso y tendía a ser lacio. Pese a todo, su cabeza no desagradaba; había en ella algo popular, campesino y patriarcal, que, junto a sus ojos pardos, constituía una curiosa mezcla de severidad y picardía”.


Los retratos de los serviles colaboradores del tirano son interesantísimos: Dimitrov, Molotov, Beria, Zadanov, Malenkov, Jruschev, entre otros. Una curiosidad: casi todos eran petisos, en el Politburó estaliniano casi no había hombres altos.

El libro parece una novela de aprendizaje. Djilas va de la fe del carbonero al escepticismo. “En aquella época creía aun que era posible ser comunista sin dejar de ser hombre libre”, escribe en la página ochenta y cinco. Le desagrada especialmente la rusificación de la Revolución de Octubre, lo que implicaba “atraso, primitivismo, chauvinismo, sentido de superioridad‘. Pero halla en el Gran Jefe una cualidad honorable: “tenía gran sentido del humor; humor áspero, seguro de sí mismo pero dotado de finura y profundidad”. Como el diablo, añadimos.

Una se va de este libro necesario con una obsesión en la cabeza. El régimen comunista de ayer y el neocomunismo de hoy es una calamidad para la especie humana, que favorece el ascenso de los chiflados en los que “cualquier delito es posible”, por lo tanto debe ser combatido con todas las armas intelectuales a nuestro alcance allí donde se encuentre, en La Habana, Caracas o Pyongyang. Stalin, “cuyo gusto por los crímenes gratuitos era propio de un Calígula, y poseía además la refinada crueldad de un Borgia y la brutalidad de Iván el Terrible“, fue la consecuencia lógica de un régimen de partido único. La alternancia en el poder es nuestro mejor seguro de vida.

Hay un pensamiento del tirano, delineado en 1945, que quizás explique mucho del mundo actual:
 

Hoy en día el socialismo es posible incluso bajo la monarquía inglesa. La revolución no es siempre necesaria...

 
Guillermo Belcore

Calificación: Muy bueno