lunes, 25 de noviembre de 2019

La cadena

En el aburrimiento y el miedo están las raíces de todo mal.
Kierkegaard

El historiador estadounidense Christopher Browning ha escrito uno de los libros más esclarecedores sobre el Holocausto. En Aquellos hombres grises (Edhasa, edición 2008), coloca bajo el microscopio al Batallón 101 de la Policía del Orden, una infame guadaña nazi que obró en Polonia. Unos 500 reservistas alemanes con sus peculiares uniformes verdes -hombres comunes y corrientes, personas decentes hasta la II Guerra- fusilaron a 38.000 judíos y deportaron hacia la cámara de gas a otros 45.000. El genocidio fue posible -concluye finalmente el catedrático estadounidense- porque debajo de la piel de la mayoría de nosotros hay una bestia ávida. A asesinar, incluso a gran escala, casi cualquier ser humano se acostumbra. Es otro gusto adquirido.

Una trepidante novela policial que el sello Planeta -con una tirada superior a lo normal- trajo a la Argentina se sostiene sobre idéntica hipótesis: "La civilización no es más que un puente de soga suspendido sobre un abismo", se establece citando a los existencialistas. Los humanos podemos cumplir el rol de depredador o de víctima. Sólo se necesita de un poderoso estímulo en la dirección del mal, plantea Adrian McKinty (Belfast, 1968) en La cadena, acaso el bestseller del año, por su originalidad y calidad narrativa.

¿Qué clase de persona es capaz de secuestrar a un niño y someter a sus padres a la más diabólica extorsión? Cualquier persona, que a su vez esté siendo chantajeada por una organización delictiva que había ordenado raptar a su propio vástago. Ingeniosa trama.

¿DONDE ESTA KYLE?


Una helada mañana de invierno, la profesora de filosofía Rachel O"Neill -sobreviviente de un cáncer de mama- recibe un par de llamadas escalofriantes. Su adorada hijita, Kyle, ha sido secuestrada. Para recuperarla sana y salva (es lo único que tiene en el mundo), deberá pagar veinticinco mil dólares en bitcoins y a su vez capturar a un niño o niña, cuyos padres serán sometidos a la misma doble demanda. Rachel se ha convertido en otro eslabón de La cadena.

Cualquier aviso a las autoridades, concluirá con su muerte y la de Kyle, que está en manos de otra familia chantajeada y que, como cualquiera de nosotros, es capaz de cualquier cosa con tal de salvar la vida de su prole. La sofisticada empresa criminal tiene cientos de agentes y parece infalible.

Ayudada por su ex cuñado Pete (un veterano de guerra, aficionado a la heroína mexicana), Rachel debe encontrar un objetivo en Facebook o Instagram, comprar una pistola, encontrar una mazmorra para encerrar a su pequeña víctima y realizar otros hechos aberrantes. Como los reservistas alemanes, la mujer nunca se hubiera creído capaz de perpetrar semejantes barbaridades. En la segunda parte del libro, intentará destruir La cadena, una suerte de Uber del secuestro, la extorsión y el terrorismo en la que los propios clientes realizan la mayor parte del trabajo. No conviene explicar más. 

La trama se desarrolla en Nueva Inglaterra, más precisamente en la parte norte del estado de Massachusetts, el culmine de la civilización occidental, un lugar donde la gente es muy amable y no necesita cerrar con llave sus casas. Es decir, McKinty usufructúa uno de los temores más profundos de la clase media estadounidense: Nadie, en ningún rincón de los cincuenta estados, puede vivir completamente a salvo. Como si se tratara de un cáncer, una entidad maligna puede caer en cualquier momento sobre los buenos ciudadanos. 

EL MOMENTO DE LA VERDAD


Literariamente hablando, lo mejor de la novela es la historia y el ritmo vertiginoso que magnetiza los dedos, uno no puede soltar el libro. McKinty hace alarde de una eficaz economía verbal pero fragmenta la novela en capitulitos (¿quién puede comer un bife apetitoso en pedazos chiquitos? Respuesta: Un niño). 
Como para justificar su paso por Oxford para estudiar filosofía, el autor salpica la trama con citas eruditas (incluso menciona un cuento de Borges) que contribuyen a demostrar una hipótesis: en el momento de la verdad, cuando lo que está en juego es la vida propia o la de un ser querido, ningún pensamiento elevado es capaz de proporcionarnos paz o guía moral.

Hay además otro interesante esbozo de denuncia social. ¿Estamos todos locos? ¿Cómo vamos a revelar en las redes sociales cada uno de los matices de nuestra existencia? Direcciones, teléfonos, trabajo, hijos, colegios, así como las aficiones y las actividades de cada cual. Somos nuestra propia Stasi.

Pero la meditación más poderosa de La cadena -cuyos derechos ya compró Hollywood- discurre sobre el punto que mencionamos al comienzo de este artículo y que, recordemos, también ha desarrollado muy bien Mario Vargas Llosa en Lituma en los Andes. La civilización es un fino y frágil barniz sobre la ley de la jungla, escribió J.G. Ballard.
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura de La Prensa.

Calificación: bueno

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