martes, 7 de enero de 2014

El oficio del editor

“El libro es la fuente que alimenta tu sensibilidad, hace que descubras a ti mismo y que descubras mundos”.
J. Salinas

Por Guillermo Belcore

Había una época en que el editor tenía básicamente una motivación más desinteresada, mezcla de responsabilidad social, cultural y política. Se preocupaba, claro está, de no perder dinero pero no pensaba tanto en amasar fortunas vendiendo libros. Mostraba el coraje suficiente para publicar obras que uno sabe que van a vender poco. Eso se terminó, según la palabra autorizada de un paladín del oficio. Ahora la edición es una empresa como cualquier otra. El factor dominante es el económico.

Es obvio que la prioridad de lo comercial sobre lo cultural tiene consecuencias. Condiciona, en primer lugar, el tipo de escritura. Cunde una especie de mediocridad vendible, un tono monocorde de la literatura en general. Es muy probable que hoy Joyce y Proust se vieran en figurillas para encontrar editores (bueno, en todo caso necesitarían un agente literario muy insistente). “Un libro que tiene un gran valor artístico y no se presta a la mercadotecnia puede pasar absolutamente inadvertido”, sentencia el gran editor Jaime Salinas (1925-2011).

Lo dijo en 1996, pero la sentencia pudo haberse escuchado esta semana y quién se animaría a refutarla. Forma parte de una fascinante conversación que el hijo del poeta Pedro Salinas mantuvo con el periodista Juan Cruz y que Alfaguara, “para empezar a festejar” sus cincuenta años ha decidido publicar ahora. Por primera vez. Es que el objeto libro tiene una historia que contar. ¡Se había extraviado el original! El oficio de editor se titula, pues, un volumen que apela al sobrio diseño morado y gris que imaginó hace décadas Enric Satué para una fructífera colección.

El libro ubica a Jaime Salinas, el de la limpísima calva y nariz un poco ganchuda, a una altura apenas inferior a Antoine Gallimard. Un editor comparable a Jorge Herralde o Beatriz de Moura. Un maestro de editores, incluso. “Uno de esos hombres que se dan poco en España y si se dan son malgastados”, explica Javier Marías en la semblanza que cierra la obra. Además de su labor fundamental junto a Carlos Barral, Salinas estuvo al frente de la primera colección de bolsillo influyente de España, la de Alianza. Luego saltó a Alfaguara. La elevó a los primeros planos y la puso al borde de la quiebra (Salinas perdió todo su dinero), hasta que fue comprada por el Grupo Santillana. Con Felipe González en la Moncloa fue Director General de Bibliotecas. Amigo de Juan Benet y Juan García Hortelano, conoció a casi todos los grandes escritores del siglo. Su pareja por cincuenta años, Gudbergur Bergsson (quien autorizó finalmente la publicación de este volumen) fue quien organizó el ansiado viaje de Jorge Luis Borges a Islandia.

Noble oficio


La entrevista -no podía ser de otra forma- fue magníficamente editada. Juan Cruz sabe preguntar, hay que reconocerlo. En la primera parte (la más interesante), Salinas habla de su noble oficio y detalla una transformación histórica: “Desde el momento en que debe ser algo para las masas, la cultura cambia, no digo que degenere, pero cambia“, sostiene. El editor unipersonal se ha convertido en un ejecutivo de gran, mediana o pequeña empresa. Gobierna la diosa Fortuna. Se pretende ganar dinero con TODOS los libros que se publican. “El escritor ya no tiene nada que ver con los que yo conocí en mi tierna infancia, los amigos de mi padre, ni los que fui conociendo después como editor. Uno de los temas de conversación favoritos del escritor de hoy es hablar de sus computadoras, de sus tiradas, de cuántos ejemplares ha vendido, de si esta o no en la lista de los más vendidos, de si ha sido traducido y a cuántas lenguas. Antes hablaban de tonterías o de política o de mujeres o de hombres o de literatura”, evoca.

El enfoque mercantilista y financiero en las editoriales y el rebajamiento del libro a producto de consumo y como tal a producto de moda, trae -según Salinas- consecuencias catastróficas (palabra tremenda que usa con demasiada ligereza). Como se dijo al comienzo de esta nota, el estatus quo cultural, una suerte de censura indirecta, podría estar bloqueando la irrupción del genio y la experimentación. ¿En verdad, los lectores de raza no estamos perdiendo a los Faulkner o los Musil del siglo XXI? ¿Con las novelas ocurre lo mismo que con el rock, lo nuevo es de segunda categoría, sólo siguen brillando los nombres consagrados? Si uno mira hoy la paupérrima producción literaria argentina, no cabe sino darle la razón a Salinas. Se publica demasiado pronto, hay una altísima cantidad de libros a los que, claramente, les falta horas de horno (y esfuerzo). Apelando a la famosa humorada de Aira (o de Lamborghini), los escritores de la Patria prefieren primero publicar para después dedicarse a escribir.

Por fortuna, podría respondérsele a Salinas en 2013, los Estados vienen trabajando activamente para promocionar su producción literaria (con fines de propaganda nacional), financiando traducciones, becando a escritores, creando mercado para libros difíciles. Y está también el fenómeno de las pequeñas editoriales boutique (el caso argentino es paradigmático) que satisfacen a esa minoría civilizada que es la que siempre ha impulsado el progreso artístico. Pero la mecánica de la cultura dominante sigue siendo la misma que denunciaba el sagaz maestro de editores.


La crítica


De ahí que uno pueda colegir que el papel formativo y orientativo de la crítica literaria resulta hoy más indispensable que nunca. “Si se postula como política, la crítica tiene como función esencial defender el arte verdadero frente a la industria cultural”, postulaba hace unos años el escritor cordobés Roberto Giaccaglia en su notable Crítica creación. A Salinas lo asustaba “el tono triunfalista de la crítica literaria actual”. El amiguismo y la cobardía han sofocado el “análisis de estilos, de influencias y referencias“. Nadie quiere hacerse enemigos.

“La crítica honesta suele ser terriblemente cruel y puede acabar con un libro con una frase“, decía Salinas. “No obstante, es prácticamente imposible leer hoy en un diario una crítica negativa. Hay muy pocos críticos que tengan el valor de escribir una crítica demoledora; si no les gusta el libro se limitan a contar el argumento“. Esto no hace sino que reforzar un estado de las cosas que se caracteriza por la endogamia, la cultura convertida en espectáculo, y la sumisión de los autores a moldes preestablecidos para hacer la manufactura vendible, como por ejemplo ‘conviene que un libro tenga tal número de páginas en función de equis pliegos‘. “Existe aquí sólo la alegría del dinero“, se quejaba el maestro Salinas con toda la lucidez que sólo puede proporcionar el pesimismo.

Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Llego tarde pero me tienta comentar una cosita. Pareciera que la culpa de este empobrecimiento de la literatura la tuviese solamente el editor (o la industria editorial, que es lo mismo). Me parece que gran responsabilidad la tienen los mismos autores: gente interesada en la figuración, en el "ser escritor" a toda costa sin tener nada que decir ni saber cómo decirlo, sin tener un proyecto artístico genuino, sin reflexionar sobre el arte que dicen practicar. Sin ética creativa. Esta suerte de narcisismo demagógico que asegura que todos pueden escribir y que la primera gansada que se les pasa por la cabeza hay que publicarla es lo que está acabando con la literatura primero y con el noble oficio de editar, después. Digo nomás.