“No pertenezcan a nadie. Que no exista ninguna persona, ni hombre ni mujer, ni familiar ni amigo, cuya compañía puedas soportar durante mucho tiempo. Que no haya comunidad humana, gremio, clase social donde seas capaz de acomodarte. Se un burgués tanto por tus ideas como por tu forma de vivir y tu actividad interior, pero no te sientas bien en compañía de burgueses. Vive en una especie de anarquía que consideres inmoral y que te cueste mucho soportarlo. Prefiere la soledad, el aislamiento ridículo y peligroso. Prefiere mirar de lejos, como tus semejantes juegan, como se satisfacen, como alcanzan el ’éxito’”…
Sándor Márai (1900-1989) esboza esta seductora ética libertaria (con altas dosis de misantropía) en un libro excelente (Confesiones de un burgués) que reconstruye esa plácida Pax Austrohúngara destruida en mil pedazos por la calamidad que definió el siglo XX y que se conoció como Primera Guerra Mundial. Márai mira, no sin nostalgia, los años previos a 1914, la edad de oro de la burguesía liberal triunfante. La nostalgia es razonable. Lo que vino después en Europa y en América fue infinitamente peor: la barbarie colectivista.
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