¿Sabe usted que existen unas criaturas nauseabundas, que se disfrazan de muchachas o de niños, y convierten a sus víctimas en un sonajero de huesos? ¿Se enteró de que Sherlock Holmes descubrió el secreto de la inmortalidad o de que el Doctor Who evitó por un pelo que los Kim, solitaria entidad múltiple escindida de la creación, controlaran el universo? ¿Le advirtieron sobre el síndrome de Jerusalén? ¿Oyó de los efectos tremendos de una tintura naranja llegada desde la India? ¿Conoce el conjuro contra la curiosidad? ¿Alguien le explicó por qué se retiraron de circulación los automóviles voladores? Si la respuesta a cada una de estas cuestiones palpitantes es "no", debería leer un fascinante libro de cuentos de Neil Gaiman (Porchester, 1960) que acaba de llegar a la Argentina.
Para quien no lo conozca, digamos que Gaiman es un autor de culto, con una extraordinaria versatilidad y una imaginación a la que ya es un lugar común calificar de "portentosa". Ha hecho una distinguida -y multipremiada- contribución a la literatura infantil y al mundo de las historietas. Se considera a The Sandman -su creación más alabada- como un cómic extraordinario. Sus novelas encabezan listas de bestsellers y han llegado a Hollywood. Tiene su propio personaje en Los Simpson. Vive en Minneapolis con la cantante Amanda Palmer, su segunda esposa.
La ingesta de Material sensible (Salamandra, 396 páginas) demuestra que Gaiman, sin ser un gran estilista, considera que la manera de contar una historia es tan importante como la historia en sí misma. Encontramos aquí, por ejemplo, una eficaz composición relatada en forma de respuestas a un cuestionario periodístico. "Un calendario de cuentos" integra doce escritos, uno para cada día del año, algunos muy bellos. Encontramos por doquier sutilezas, referencias cultas y un delicioso toque de humor negro. Del tercer libro de narraciones breves de Gaiman (casi todas publicadas en otro lado) se desprende también que es un prologuista regular y, ¡ay!, un poeta de cuarta.
"Hay cuentos que desarrollas y hay cuentos que construyes, y luego hay cuentos que esculpes en una roca de la que vas descartando todas las cosas que no forman parte de la historia", conjetura Gaiman en la introducción. De la primera especie, hay que destacar dos: "La verdad es una cueva en una montaña negra" (33 páginas), fascinante travesía en busca de una gruta en la que, si eres valiente, puedes entrar y apoderarte del oro, pero tras cada una de las visitas la cueva te hará más malvado, te devorará el alma. "Black dog" es otra joya, que incluye fantasmas, la tradición de emparedar personas para proteger templos y viviendas, la religión primordial, la que se practicaba incluso antes de los druidas y los menhires.
Observa el inglés, no sin razón, que los escritores viven en moradas que han levantado los colegas que le precedieron. "Los hombres y mujeres que construyeron las casas en las que habitamos eran gigantes. Empezaron con un espacio árido y construyeron la ficción especulativa, pero siempre dejaban el edificio inacabado para que las personas que llegaran al marcharse ellos pudieran añadirle otra habitación, u otro piso", señala. Gaiman se siente cómodo en los domicilios de Gene Wolfe (lo homenajea con un laberinto lunar), de Arthur Conan Doyle (explica la afición tardía de Holmes con las abejas), de Jack Vance (y sus planetas moribundos) y de Arthur C. Clarke (¡ah, el desinventor Obediah Polkinghorn!). Pero es probable que la principal influencia de su magnífica literatura sea el gran Ray Bradbury. A Gaiman también le interesa más las personas que la ciencia, y que el cuento te hable de una atmósfera, de un lenguaje, de una magia que se va colando en el mundo. Lo confiesa en la introducción, donde detalla la génesis de cada uno de los textos del volumen.
Ha percibido un crítico estadounidense que Gaiman sueña historias como respira. Su producción es, por encima de todo, una encantadora forma de imaginar. Regala al lector el placer de seguir siendo un niño. No carece, además de utilidad práctica; da consejos valiosos. Por ejemplo, nos avisa que las cosas que anhelamos, que deseamos con intensidad, pueden cobrar vida. Otra advertencia: cuidado con esas estatuas humanas que en las calles populosas ofrecen, a cambios de unas monedas, su curioso arte inmóvil a turistas y transeúntes. Algunas, efectivamente, no son humanas.
Guillermo Belcore
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