lunes, 19 de noviembre de 2018

El peso de la prueba

El mismo año convulso en que el mariscal Van Paulus se rindió en Stalingrado y los japoneses, por fin, fueron expulsados de Guadalcanal se publicó por primera vez El peso de la prueba (Emecé, 335 páginas, edición 2016). El dato habla muy bien de Inglaterra. Que en plena II Guerra Mundial pueda darse el lujo de disfrutar una novela policial que trata en forma muy oblicua la amenaza nazi es, de alguna manera, la cima de la civilización.
Para los desmemoriados y para los que no leyeron aquí los elogios que se tributaron a otra obra del autor (pinche aquí) Michael Innes es el nom de guerre que eligió el eminente profesor John Innes Mackintosh Stewart (Edimburgo 1906-1994), un clasicista que saltó a la fama por haber escrito unas 50 novelas policiales. Es el creador del detective John Appleby, también con sólida formación universitaria y cultor del método deductivo, como todos los hijos y nietos de Sherlock Holmes.

El señor Innes fue docente en la Universidad de Leeds. Aquella experiencia nutre El peso de la prueba. Scotland Yard envía al detective Appleby a la ficticia Universidad de Nesfield para esclarecer el asesinato de un catedrático bastante destacado. El bioquímico Henry Albert Pluckrose fue aplastado por un aerolito mientras descansaba cómodamente sobre su silla de tijera en el cuadrilátero estudiantil que llaman Patio de la Fuente. Quién puede resistirse a tan adorable argumento. Una piedra del espacio, con su velado simbolismo, como arma mortal. Un crimen violento, ocurrido entre hombres consagrados a la ciencia y a las artes.

Hay que destacar que la obra relumbra, sobre todo, como sátira. Presenciamos “una orgía de esnobismo”. Nos divertimos con las “antipatías del claustro”. Al parecer, quiere decirnos el autor que no existe nada más fatuo que un profesor de una alta casa de estudios de provincias en la Gran Bretaña. Uno podría decirle al señor Innes que sí existe: un intelectual progresista en una resentida Facultad de Humanidades de la Argentina, pero eso es otro tema.

Hay otro agrado en el libro: el tesoro verbal.
En una era de guarangos e ignorantes, obra como un bálsamo una novela policial que rescata viejas formas de cortesía y una sintaxis compleja. Hablar como un duque -literalmente- también es el culmen de la civilización. Por cierto, el duque de Nesfield, rector de la universidad, es un personaje encantador.  

“Torpe devorador de cardos“, le espeta, furioso, un catedrático al vicerrector por su condición de galés. ¡Eso es un insulto, damas y caballeros! El señor Innes advierte en la página 56 que hay un presunto axioma -proveniente del ámbito educativo- de que el vicerrector ipso facto de ningún modo puede ser una buena persona.

La investigación avanza a fuerza de diálogos ambiguos (teatralerías) que desquician las entrevistas que Appleby y el inevitable Watson mantienen con el profesorado y sus satélites. Los elementos son evasivos, parece que todo el mundo tiene algo feo que ocultar. Las murallas del misterio caen en las páginas postreras, como ordena el canon. El desenlace gusta de emular el modelo Agatha Christie. Un amplio auditorio, el detective ofrece un par de hipótesis falsas para castigar a los pedantes y luego se revela quién es el asesino del profesor Pluckrose. Estupendo entretenimiento.
Guillermo Belcore

Calificación: Buena 


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