La guitarra azul (Alfaguara, 291 páginas, edición 2016) se ajusta a la descripción. Nada hay desagradable al ojo en la novela más reciente de
Banville. Uno se siente tentado a concluir que en la literatura moderna no existe mejor retratista, mejor antropomorfista, mejor forjador de tropos metafóricos que este irlandés, cuya obra pide a gritos el reconocimiento universal de un Nobel. Esto no significa que sea para todos. Aquellos incapaces de conmoverse con una prodigiosa exhibición de estilo puede que se sientan empalagados. La verbosidad -el uso excesivo de palabras- suele irritar. Para quien esto escribe, y en lo que la belleza de la prosa se refiere, Banville es el Nabokov de nuestro tiempo. Súmese las técnicas de complicidad (la narración me habla a mí, le habla a usted) y la sublime erudición que abreva en las mitologías, la zoología y la botánica, las referencias clásicas, la Alta Pintura. En esta oportunidad, hay otro juego interesante: la narración incluye un buen surtido de teorías científicas y se deslizan versos de Keats, Brontë, Byron, Rilke, etc… desnudos de cursivas y referencias, explica al final la traductora Nuria Barrios, que por cierto ha realizado un trabajo impecable, excepto un tremendo error de principiante (Gran Armée de Bonaparte es Gran Ejército, no Gran Armada). En el caso de orfebres como Banville, en los que la forma de expresar es todo, cada palabra cuenta.
Leemos
las memorias de un sinvergüenza, un casanova de pacotilla, un
recolector de bagatelas, que es una manera elegante de decir que se
trata de un ladrón de cosas de escaso valor. Oliver Ormé quiere hacernos
testigos de su descenso a los infiernos de la ignominia. Se ganaba la
vida como pintor, pero ahora sufre de rigor artis. Está
bloqueado, se retuerce en las redes de una crisis artística. No
obstante, el elemento rotundo de la esencia de Olly es otra habilidad,
su talento para escamotear. Es un duende pelirrojo y rechoncho que ha
descubierto el erotismo del hurto, el arte de las manos ligeras:
“…cuando abrace con mi puño aquella pequeña y delicada figura y la introduje en mi bolsillo, el espasmo de placer que recorrió mis venas e hizo que los folículos del cuero cabelludo se contrajeran y hormiguearan fue tan antiguo como Onán. Sí, en aquel instante descubrí la naturaleza de la sensualidad en toda su ardiente, inflamada, acuciante e irresistible intensidad…”
El ratero-artista, vaya caradura. La guitarra azul se vincula, en cierta forma, con otra novela anterior de Banville. Si en el Libro de las pruebas (1989)
trabamos ligazón con el asesino banal, aquí nos interpela el
ladronzuelo banal, cuyas acciones también generan consecuencias
devastadoras y en última instancia recibe su merecido (a su manera,
Banville es un moralista). Un acto de repugnante vileza moral precipitó
la decadencia del Autólico irlandes: le birla la mujer a Marcus el
relojero, su amigo, en la ciudad de mala muerte (diez mil almas) que los
vio nacer (“Un sitio que podrían haber soñado los hermanos Grimm”). ¿No
es el sitio perfecto para ser un fracasado, se pregunta Olly, el
adúltero.
ALTA FILOSOFIA
Las
novelas de Banville también fulguran por sus especulaciones; meditan
sobre las grandes cuestiones de la vida y así las intuiciones más
profundas surgen en lugares inesperados. Son conjeturas, pensamientos
sin solidificar, lo única categórico, como se dijo, es la belleza de la
expresión. Aquí y allá aparecen llamaradas de lucidez, en forma de
sentencias como ésta: “Qué canalla y sinvergüenza es la líbido“. Verdad,
¿no es cierto? En La guitarra azul
el autor no piensa en función de la especie, sino más bien del género.
Así redondea un pasmo que ha acompañado al hombre desde que descubrió
que no estaba solo sobre este valle de lágrimas:
“Comprendí, con rotunda claridad, que no existe tal cosa llamada mujer. La mujer, caí, es una leyenda, un fantasma que sobrevuela el mundo, posándose aquí y allá, en éste o en aquel desprevenido ser femenino al que transforma, de forma breve pero decisiva, en un objeto de deseo, veneración y terror…”
En la página ciento treinta y dos, desarrolla otra antiquísima perplejidad varonil:
“Para mí es un motivo permanente de fascinación y de asombro que bajo la ropa menos atractiva -aquel suéter informe, la falda sin gracia, los zapatos anodinos- se oculte algo tan complejo, rico y misterioso como el cuerpo de una mujer. Que las mujeres sean como son es uno de los milagros seculares, ¿acaso hay otro tipo de milagros? No me refiero a su mente, a su intelecto, a su sensibilidad y sé que por esto seré vilipendiado , pero no me importa. Hablo del hecho visible, táctil, aprehensible de la carnalidad femenina, tan ajustada a su armazón de huesos, de eso estoy hablando. El cuerpo piensa y posee su propia elocuencia, y el cuerpo de la mujer tiene mucho más que decir que el de cualquier otra criatura, infinitamente más, al menos a mi oído o a mi vista”.
La novela avanza a golpes de memoria.
Olly es una conciencia atormentada que le da vueltas al pasado. Es un
crápula que ha visto morir a una hija de tres años. La traición y sus
consecuencias bochornosas causan tristeza, pero la novela -otro mérito-
tiene pasajes desopilantes (se trata de humor negro) pues el personaje
principal no otra cosa que un narcisista torpe. ¡Y esas magníficas
descripciones de personas y situaciones! Así como los esquimales -dicen-
tienen más de cincuenta palabras para referirse a las diferentes clases
de nieve, el ganador del Premio Booker 2005 demuestra en su novela más
reciente que existen infinitas versiones de la lluvia. La prosa de John Banville -suave como el musgo- causa una profunda satisfacción estética.
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa
No hay comentarios:
Publicar un comentario