Así como en la Argentina un puñado de citadinos cultos inventó la literatura gauchesca para preservar el alma de un pueblo, Mia Couto (1955) ha intentado delimitar una narrativa bantú, mestiza y genuinamente africana.
Descendiente de inmigrantes portugueses, nacido en Mozambique, biólogo y periodista, escribe desde hace más de cuatro décadas, no sin éxito. Ha recibido el Premio Camoes, el más prestigioso en lengua portuguesa. La terraza del frangipani (Edhasa, 166 páginas) es la tercera novela de Couto que se edita en la Argentina. Fue entregada a la imprenta por primera vez en 1996.
Detrás de un tenue misterio policial, el lector encontrará una notoria voluntad lírica y un firme propósito de denuncia y de salvamento. Así como Hernández denunciaba las maldades que se le infligían al gaucho, Couto se indigna aquí con el perverso trato que un Mozambique pauperizado impone a sus mayores. Ya nadie respeta a los viejos en una tierra donde hacen poco se reverenciaba a los ancestros
La trama nos lleva al asilo de Sao Nicolau, antiguo fuerte colonial. Han asesinado al malvado director Excelencio Vasto. Tiene siete días para encontrar al culpable el inspector Izidine Naíta, "un fruto bueno en un árbol podrido... una almendra en una bolsa de ratas...".
La tarea no es sencilla. Naíta, estudió en Europa, volvió al país después de la revolución, no es confiable para los lugareños. Cinco ancianos, "frágiles como un talón", se atribuyen el crimen (de hecho cinco capítulos se titulan La confesión de...). Hablan todos como Don Verídico, es decir de una manera sentenciosa, con exageraciones, encerrando mitos y tradiciones. Es el habla del pueblo, ese tesoro que Couto se ha empeñado en rescatar. Podría decirse que se trata de un falso policial; es -como el Martín Fierro lo era- un libro de reafirmación cultural.
La enfermera Marta Gimo, "mujer de saborear con la vista" condenada a dormir desnuda a la intemperie, presta dudosa ayuda al detective. Le advierte que el verdadero crimen es otro. El crimen es lo que el Mozambique de la descolonización le está haciendo a sus gentes, sobre todo a los ancianos, dentro y fuera del asilo:
"Están matando al pasado... están matando las últimas raíces que podrían impedir que vivamos por imitación, sin historia..".
Por cierto, el narrador de la historia es el fantasma de un carpintero, Don Ermelindo Mucanga (¡cuántos nombres fragantes trae este libro!), que debe habitar el cuerpo de un condenado -el inspector Naíta- para poder ascender al estado de xicuembo, que son los difuntos definitivos, "con derecho a ser nombrados y amados por los vivos".
Ermelindo está enterrado en una terraza de la fortaleza, junto a un magro frangipane, árbol de vistosas flores blancas de la familia de las magnolias. Conversa el espectro con un pangolín, insectívoro que -además de transmitir el covid- baja de los cielos para entregar novedades al mundo, "las proveniencias del porvenir". Sí, lamentablemente, en las costas del Océano Indico también se abusa del realismo mágico.
No obstante, los excesos fantasmagóricos uno va enamorándose del libro por dos o tres razones. Primero, por su fulgor poético. Hay un aluvión de neologismos y hay párrafos bellísimos que suenan como coplas. También atrapa el afán antropológico e histórico, el rescate de esas pequeñas cosas que conforman el alma mozambiqueña, estragada por la guerra civil y la avidez de los enriquecidos. Debiéramos tomar nota los argentinos que coqueteamos con la demencial grieta. "Todo lo pudrió la guerra civil", nos advierten desde el Africa meridional, donde la esperanza de vida -aún hoy- no llega a los cincuenta años.
Sólo el final del libro no resulta convincente. Pero en conjunto, La terraza del frangipani -segunda novela de Couto- puede ser encarada como estupenda puerta de entrada a una obra sofisticada y exótica.
Guillermo Belcore
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