Meses antes de morir por culpa de un raro cáncer, el eminente neurólogo decidió ventilar sus preferencias más íntimas. No es lo más importante del En movimiento (Anagrama, 449 páginas), aclaremos, pero es un condimento sabroso pues no se escatiman detalles. Nos enteramos de lo duro que era ser gay en la Gran Bretaña de 1950. Era ser un delincuente. Ojalá no hubieras nacido, le espeto su madre -una respetada cirujana- cuando le confesó que, en lugar de perseguir polleras, sentía predilección por los pantalones. El afable anciano de barba nívea evoca su debut sexual en Amsterdam a los veintidós años, cuando un desconocido lo sodomizó, tras una borrachera de esas que tumban elefantes. Nos entretiene el doctor con el relato de sus juegos promiscuos y de su afición por las drogas, en especial por los porros con anfetaminas. Nos sorprende luego por la insólita elección de la castidad, abstinencia que duró casi cuatro décadas, tras haber dejado atrás los excesos juveniles que, si bien aguzaron su mente, casi lo liquidan (lo salvó, al parecer, el psicoanálisis). Nos emociona Sacks con la postrera aparición del amor. Poco después de cumplir setenta y cinco años, conoció al hombre de su vida. Amó y fue amado por Bill Hayes, cineasta y escritor famoso por el calvario que vivió en una cárcel turca, pesadilla que él mismo relató en Expreso de Medianoche. El mundo es un pañuelo, ¿no?
Por cierto, la alegría de estar enamorado -conjetura el autor- neutraliza los dolores. Eros inunda el cuerpo de una suerte de opiáceo o cannabiáceo absolutamente inocuo. No obstante, se nos advierte también que el sexo es una de esas cosas -como la religión y la política- capaces de despertar sentimientos intensos e irracionales en personas por lo demás decentes y racionales.
PASIONES
El levantamiento de pesas, las travesías en motocicleta, el submarinismo fueron otras pasiones de Sacks. La autobiografía incluye diarios de viaje y cartas con pormenores de sus vagabundeos por Estados Unidos. Es la parte sosa del libro. Tal como ocurre con sus ensayos más famosos, En movimiento vale sobre todo por la riqueza de la observación profesional, transmitida de manera no académica, incluso con frases redondas y pulidas. Concibió Sacks la neurología como una aventura, comunicable al común de los mortales, aunque uno es llevado a suponer que el amable estilo de la prosa es, sobre todo, un mérito de sus editores. Sea como sea, las páginas vuelan, casi nunca aburren. Encantadora es la breve aparición de W. H. Auden, amigo del autor.
Asimismo, resulta muy atractiva la explicación de los procesos creativos que gestaron clásicos de la divulgación científica como Despertares o El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. El primero, como se recordará, fue llevado al cine (Sacks, no sin cholulismo, llama "Bob'' a Robert De Niro). El modelo literario-técnico que el neurólogo tenía como norte era La interpretación de los sueños de Sigmund Freud o La mente de un mnemonista de A. R. Luria. Da la impresión, que -más allá de su reconocida capacidad para describir y atestiguar- el hombre siempre dudó sobre el valor científico de sus obras. Una crítica negativa era capaz de sumirlo en la parálisis y la depresión durante meses. Muchos colegas lo han despreciado por convertir historias clínicas en rutilantes éxitos de ventas. Se sabe que los melindrosos y los esnobs piensan que un escritor popular no se puede tomar en serio. Incluso lo han acusado, con una pizca de maldad, de convertir el sufrimiento en espectáculo.
BUENA FILOSOFIA
Lo cierto es que detrás de la vida y la obra de Oliver Sacks hay una filosofía que nosotros los pacientes -en acto o en potencia- no podemos dejar de agradecer. La medicina debe centrarse en la persona no en la enfermedad. Debe saber leer una historia de vida, pensar en términos narrativos (¿no es acaso la conclusión lógica de una docta tradición, el judaísmo es el pueblo del libro, del comentario y del comentario del comentario?). Sacks combinó de manera creativa neurología y psiquiatría; demostró mediante una radical nueva visión la asombrosa plasticidad del cerebro; denunció el egoísmo de la civilización occidental que, en nombre de la razón práctica, encierra a los enfermos y dementes e intenta que los olvidemos. Ha sido un benefactor de la humanidad y un creador de textos amenos. Siguió la máxima de Wittgenstein: un libro debería estar compuesto de ejemplos.
Rebosa la autobiografía de información valiosa, sugestiva. Uno se entera, por ejemplo, que el gobierno de Estados Unidos lisió a unos cincuenta mil alcohólicos al agregar un tóxico a un brebaje alternativo durante los años de la Ley Seca. Puede que el lector argentino llegue a alarmantes conclusiones: muchos de nuestros políticos sufrirían el síndrome de Korsakoff: la falta de memoria los obliga a fabular continuamente. Muchos de los militantes del llamado campo popular podrían ser diagnosticados con el síndrome de Tourette: les encanta llamar la atención, provocar o escandalizar a los demás, poner a prueba los límites sociales y las fronteras del decoro.
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.
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