"La intención de significado no es algo que viene al caso. Lo que importa es la palabra en sí misma. La mujer hindú procura no pronunciar el nombre de su esposo. Cada vez que lo hace, lo acerca a la muerte".
D.D.
En 1982, gracias a una beca de la Fundación Gunggenheim, Donald Richard DeLillo (Nueva York, 1938) publicó su octava novela, usando como materia prima su visita a Grecia. Comenzaba así un extraordinario período creativo de quince años en los que publicó sus mejores obras: Los nombres, Ruido de fondo, Libra, Mao II, y Submundo. Aquí venimos a recomendar la primera.
Los nombres (Seix Barral, 444 páginas, edición 2011) redondea un ejemplo cabal de una espléndida categoría narrativa: la novela reflexiva. Es la maquinaria del intelecto trabajando a todo vapor. El autor siente la obligación de reflexionar en todo momento y sobre las materias más diversas, como el matrimonio, el cine, Atenas, el mundo de los viajantes de comercio, el turismo. Siempre da impresión de inteligencia; las digresiones merecen un excelente y suelen exhibir un cromado de poesía.
Hay que destacar que en el caso de DeLillo -el más europeo de los grandes escritores estadounidenses- la novela reflexiva asume el peso de la Historia y tiene ambiciones filosóficas; hay una visión metafísica, incluso. Se trata de encontrar la profunda cualidad de las cosas. Un durazno, por ejemplo, no es sólo una fruta sabrosa (¿la más sabrosa del mundo?), es toda una experiencia hedónica:
“…constituían una delicia asombrosa y producían una clase de placer sensorial, tan inesperadamente profundo que parece necesitar de otro contexto. Las cosas ordinarias no suelen ser tan gratificantes. Nada del aspecto exterior del durazno nos permite adivinar que será tan exuberante, húmedo y aromático -sus jugos recorriendo nuestras encías-, ni que poseerá un interior tan sutilmente coloreado, como una floración dorada atravesada por pequeñas venillas rosadas”…
El narrador se llama James Axton, estadounidense, escritor independiente conchabado como director adjunto para análisis de riesgo de Medio Oriente. Las multinacionales, como todos sabemos, detestan las sorpresas. También es un adúltero vergonzante, es decir uno de esos sinvergüenzas que se acuestan con la amiga de la esposa que vive justo al otro lado de la calle (la esposa casi lo destripa con un pelapapas).
Jim viaja a la Hélade por trabajo y para visitar a su ex mujer y a su hijito Tap. Esa relación rota se convierte en uno de los hilos dorados de la urdimbre; otro es el deseo de DeLillo de mostrarnos el lado amable del imperialismo estadounidense: los ejecutivos en tránsito; el tercero es el más importante: la secta de los fanáticos del alfabeto. Estamos a principios de los años ochenta.
El misterio (y el erotismo) de la palabra, los pliegues delicados de la filología y las bellezas de la lingüística son el gran tema de la novela, con una anécdota policial de soslayo. La secta de Los Nombres comete asesinatos con daga o martillo. Las iniciales de sus víctimas coinciden con la del lugar del nacimiento. En Buenos Aires, liquidarían a Benito Arismendi o a Betina Alvarez. No sólo el escritor frustrado se obsesiona con ellos, también el arqueólogo Owen Bradenas y el cineasta Frank Volterra. Vamos tras sus huellas sutiles o sangrientas a la isla de Kouros, Amman, Jerusalén y al desierto del Thar, en los confines de la India.
DeLillo es -como Borges- un escritor con fijaciones. Si nuestro sublime poeta persiguió espejos y laberintos, el neoyorquino se ha obsesionado con las personas impulsadas por una emoción común, sean muchedumbres o un puñado de monjes seglares que pretenden lanzarse a la eternidad, como en este libro. Una secta viva que comparte una idea magnífica con su creador: “El lenguaje es el ser más profundo”.
Guillermo Belcore
Calificación: Muy bueno
PD: En este blog se comenta la novela más reciente de DeLillo:
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