A once kilómetros de la costa de Venezuela se encuentra Trinidad, una isla un poco más extensa que la Gran Malvina. Es la llave del Orinoco, ese río caudaloso que emana del Jardín del Edén, al decir de Cristóbal Colón. Por casi trescientos años, formó parte de una fantasmal provincia del Imperio Español, hasta que en 1797 fue arrebatada por los ingleses, un pueblo aficionado a quedarse con islas ajenas. Hoy forma parte de una nación independiente: Trinidad y Tobago, que tiene el tercer Producto Bruto per cápita más alto del continente, gracias al petróleo y al turismo, pero cuyo mayor aporte a la humanidad puede haber sido el nacimiento de Vidiadhar Surajprasad Naipaul (1932-2018), uno de los mejores escritores de nuestro tiempo.
El premio Nobel de Literatura 2001 escribió una de esas novelas que nadie que quiera ser considerado buen lector debe ignorar: Una casa para el señor Biswas (1), pero aquí venimos a comentar otra de sus creaciones que, si bien está a años luz de su obra maestra, tal vez interese al amante de la Historia y de los textos muy bien escritos. Después de dos años de minuciosa investigación y composición con admirable soltura, Naipaul entregó a la imprenta en noviembre de 1968 La pérdida de El Dorado (Monte Avila, 430 páginas), una reconstrucción del pasado de su patria, desde 1503 hasta principios de siglo XIX. Se trata de una novela histórica híbrida, de no ficción.
Como las musas han dotado a Naipaul del don literario de la descripción de caracteres, recorre las páginas una fascinante galería de personajes de la vida real. El primero, don Antonio de Berrío, el fundador de Puerto España -actual capital de Trinidad & Tobago- y tenaz perseguir de El Dorado, esa ciudad mítica enclavada en algún lugar de la selva sudamericana que avivó hasta la locura la sed de riquezas de los europeos, y también sus fantasías sexuales (las orgías en la tribu del cacique rubio, con polvo de oro y ungüentos pegajosos, eran extraordinarias, se afirmaba). Por cierto, sir Vidia sostiene en la página 88 que la sífilis ``fue la única venganza que el Nuevo Mundo se cobró con el Viejo''.
Aquí, asimismo, tropezamos con sir Walter Raleigh, prototipo del corsario anglosajón, versado en cultura clásica pero cuyo propósito -además de conseguir metales preciosos- era el exterminio de la raza española en el Caribe. Luego, con sir Tomás Picton, primer gobernador de Londres, que -con mano de acero en guante de hierro- convirtió a Trinidad en una colonia infame, similar a las islas azucareras de las Indias Occidentales con sus plantaciones de esclavos.
Aquellos frívolos que sostienen que a la Argentina le hubiera convenido el triunfo de las Invasiones Inglesas y cambiar un amo por otro, deberían mirar de cerca los planes de Londres para convertir a Sudamérica en una nueva Asia, como ocurrió con Trinidad y Tobago, donde llevaron más de 150.000 hindúes de las atribuladas planicies del Ganges para reemplazar a los negros de las fincas, entre ellos a los abuelos de Naipaul.
Las copiosas fuentes documentales de este libro son otros libros -como las narraciones de Raleigh, o de Fray Antonio Caulin, o del historiador Fray Pedro Simón, o del periodista Mc Calllum-, el Archivo General de Indias de Sevilla, cartas y diarios personales, el Courant, periódico trinidense. Realidad y fantasías de la mente se amalgaman como en las mejores obras del género novelístico, aunque La pérdida de El Dorado también tiene sus momentos aburridos.
Francisco Miranda, el revolucionario, es otro de los personajes encantadores que evoca Naipaul. Un inglés amigo suyo fue quien quiso apoderarse de Buenos Aires en 1806, cuando en realidad debía haber capturado Ciudad del Cabo. Miranda fue traicionado por un petiso misterioso -admirador de Napoleón Bonaparte y con un matiz de sangre africana o indígena- que negoció con Gran Bretaña el reconocimiento de la Venezuela independiente. Se llamaba Simón Bolivar.
Aristotélico cabal, las personalidades, las voluntades en pugna, los defectos y las virtudes de cada individuo son más importantes para Naipaul que los movimientos sociales (el rugido de la ola debajo de los pies de cada hombre, como decía Bismark). No obstante, el peripatos, se nos obsequia una perspicaz descripción de los caracteres nacionales. En la entidad colectiva Reino Unido, el novelista encuentra ``esa característica tensión inglesa, que en apariencia era reticencia, y que involucraba jovialidad, ambición, buena reputación y alevosía...''
En el alma de España, la búsqueda de honores va pareja a la de riquezas, y se constata ``la consagración a librar una guerra santa, aferrados a un código caballeresco anacrónico...''. La exploración y conquista de América fue para los hijos de la Madre Patria ``la última aventura medieval''; para los franceses e ingleses, una empresa capitalista. En la página 76, se deja establecido que ``los españoles, ni aun en los casos de extrema necesidad, jamás sembraban, dependían de los nativos para su sustento''.
Es inevitable pensar que muchísimos argentinos han heredado esa tara mental; miles de hidalgos de pacotilla -incluso muy influyentes- desprecian el trabajo agrícola y abominan del comercio internacional. Así le va a la Patria.
Guillermo Belcore
Publicado hoy en el diario La Prensa.
Calificación: Bueno
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