No te enamores de tu dolor porque no va a durar, escribió el sublime Marcelo Schwob. Es un buen consejo para soportar los caprichos de la diosa Fortuna. La lectura de la biografía de sir Winston Leonard Spencer-Churchill que compuso François Kersaudy (El Ateneo, setecientas cincuenta páginas, edición 2018) permite extraer la misma conclusión. La existencia es un sube y baja, y, después de tocar fondo, uno puede volver en cualquier momento a las nubes.
Pero para renacer se necesitan cualidades: capacidad de trabajo ilimitada, resistencia a la adversidad, inventiva, ambición desaforada, talento para conmover -con la palabra o con la pluma- a sus semejantes, memoria fenomenal, valor a prueba de bombas. "El destino se inclina ante una voluntad arisca y una valentía desmesurada. Y el sueño entra en la vida", escribió -no sin poesía- el historiador francés. La cita, por cierto, es un ejemplo perfecto de la calidad de la escritura. Kersaudy es ejemplo vivo de que el rigor del investigador no debería está reñido con la buena prosa.
La biografía del “más prodigioso hombre orquesta de los tiempos modernos”-corregida y aumentada- nos ofrece una fascinante travesía de casi un siglo, lo que duró en este mundo el descendiente de John Churchill, primer duque de Marlborough. Naturalmente, los capítulos de la Primera y la Segunda Guerra Mundial son los más interesantes.
El lector creyente no podrá dejar de deducir en que la mano de Dios colocó al bulldog pelirrojo en el momento justo y el lugar correcto para que la causa de la libertad y el democracia en el mundo no desfalleciera, cuando las dos peores tiranías de la historia parecían invencibles. El escéptico se asombrará, en cambio, por su increíble suerte. Las balas o explosivos enemigos no lo mataron en Cuba, Sudán, Sudáfrica o las trincheras de Flandes por milímetros o décimas de segundos. Es que si hay algo que Churchill amaba, además del cigarro cubano y la bebida espirituosa, era mirar a los ojos resplandecientes del peligro, sin pestañear. Y si algo odiaba, era la inacción, tanto propia como ajena.
DILETANTE INSPIRADO
Ahora bien, quién fue este egocéntrico furioso y diletante inspirado que sufrió el desinterés casi completo de sus padres. Tenía talla modesta y pasión por las armas. Su primer discurso público fue para defender la prostitución en nombre de las libertades fundamentales. En la Academia Militar no lo consideraron los suficientemente inteligente como para estudiar estrategia, pero dominó el mauser con tanta destreza como la pluma. Soñó con la gloria desde los quince años, al menos. Fue un maestro del humor negligente y la elocuencia grandiosa y sarcástica. No podía prescindir de cosas superfluas (sobre todo las embotelladas), por lo que las deudas lo agobiaron, aunque como periodista llegó a cobrar hasta 200 mil pesos de hoy por artículo y se convirtió en un autor célebre de libros de historia. Fue diputado a los veintiseis años pero primer ministro a los sesenta y cinco: sólo en las situaciones urgentes el pueblo y sus pares lo consideraron absolutamente irremplazable.
Con alevosía, Winston ignoraba la disciplina partidaria: algunos renuncian a sus principios por amor a su partido, el temible tribuno cambió de partido dos veces por amor a sus principios. Tuvo un matrimonio feliz, a pesar de su temperamento dictatorial (sólo respetaba a los que le hacían frente, como Montgomery). A nadie le resulta sencillo entender de dónde sacaba tantas energías. Visionario con la tecnología (impulsó el tanque y el radar) y la ideología: fue uno de los pocos -sino el único- de los grandes políticos en percibir, desde el primer minuto, el peligro fatal que entrañaban el bolchevismo y el hitlerismo. Salvó a Grecia -incluso poniendo en riesgo su vida- de Stalin, pero el carnicero Tito lo embaucó. Describió al comunismo con exactitud: “No es una política, es una enfermedad. No es una fe, es una epidemia”. Nos legó un par de metáforas esenciales: el telón de acero; el equilibrio del terror.
¿Y entre los defectos? Winston tenía una tendencia enfermiza a transformar los asuntos más insignificantes en cuestiones de Estado y se caracterizó también por una soberana indiferencia por las aspiraciones populares. Era una estratega desordenado que a menudo confundía lo deseable con lo posible por lo que hacía perder tiempo precioso a sus colaboradores, incluso en plena batalla. ¿Dijimos que era un director de orquesta? Sí, pero Keraudy nos muestra que permanentemente bajaba de su podio para tocar la partitura del violinista o del muchacho del timbal y, al mismo tiempo, pretendía seguir manteniendo la batuta en sus manos. Así, resulta inevitable desafinar. Como sea, el libro concluye que el éxito del personaje es atribuible tanto a sus tachas como a sus virtudes.
El historiador exculpa al titán por Gallipoli y Dresde y deja una advertencia a los lectores del pueril siglo XXI: la visión políticamente correcta es un obstáculo insalvable para comprender la grandeza de un hombre con tan profundas contradicciones y tan firmemente arraigado en sus convicciones.
Personalmente, pienso que Churchill fue un hombre providencial que salvó a buena parte de la humanidad del expansionismo alemán y a millones de sus semejantes del expansionismo soviético. Jugando a las ucronías, un mundo en el que una bala lo hubiera alcanzado en, digamos, 1898 o 1914 habría sido un mundo peor. Imaginad una Inglaterra como vasallo del Tercer Reich. Una Europa bajo la bota nazi hasta 1990 (en guerra fría con América, como imagina Robert Harris en Fatherland).
Uno no puede sino sentir envidia de los británicos. Cuando el cataclismo se abatió sobre las islas, la pérfida Albion encontró a un héroe que realmente cambió el curso de la Historia. Nosotros, los argentinos, vamos de frustración en frustración, gobernados por una lamentables casta de pigmeos.
Guillermo Belcore
Calificación: Excelente
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